Nada normal (2002)

Ernestina

Cecilia Canal

...cuando una muchacha con el alma perfectamente indiferente habita en un castillo
aislado, el más pequeño acontecimiento excita profundamente su atención...

Sthendal

Esa tarde se levantó un sol luminoso que cambió el tiempo de frío e hizo que la gente saliera de sus casas y buscara los acogedores rincones esparcidos por las aceras. Ernestina estudiaba junto a la ventana del salón, y vio a un grupo de su colegio recorriendo la calle por la acera del sol y dirigiéndose al portal de su casa. Eran chicas de su clase, iban con sus novios, entre ellas Adira. Se puso a leer en voz alta para que desde fuera se pudiera oír su voz. Adira respondió llamando al timbre.

—¡Vamos a organizar una fiesta para el 9 de junio! —gritó desde el rellano.

Entró en la casa y habló un momento sobre la fiesta. Ernestina intentaba disimular su emoción. Hacía tiempo que quería salir con sus compañeras y vivir la vida que ellas disfrutaban. Fueron hacia la puerta. Adira dijo:

—Ahora te dejan salir, así que no tienes excusa.

—No conozco a ningún chico —dijo.

—No te preocupes, irán muchos chicos solos.

—Gracias por invitarme —murmuró Ernestina en la puerta, abrazándola.

Las voces de los otros se oían en el portal. Cerró la puerta detrás de Adira y se fue corriendo hacia la ventana. Aún no había oscurecido del todo. Vio como Adira rodeaba con el brazo la espalda de su novio, se volvía hacia la ventana, y le decía adiós con la mano.

Llegó el 9 de junio, y Ernestina estaba preparada para ir a la fiesta. Estaba formando parte de otra vida y el corazón le dio un vuelco. Para ella significaba subir a una montaña rusa de colores vivos, suspendida en el aire. Se asomó a la ventana para esperar el taxi, miró hacia el horizonte y la deslumbró el sol del atardecer que se ocultaba al final de la calle. Sintió el claxon y salió corriendo de la casa.

Adira estaba en la entrada del local y fue hacia ella. Le dio un besó.

—Te he reservado un sitio con las de la clase. Están sentadas en el patio, junto a la pista —dijo.

Entró sin saber si encontraría a sus compañeras, intentando pasar desapercibida. Oyó que la llamaban. Las besó una a una, ellas le presentaron a sus parejas y se fueron a bailar. Una brisa fría se colaba por el patio y llegaba a la mesa tras la corriente de sonido. Estaba sola cuando él se acercó.

—Hola, ¿quieres bailar? Me llamo Santiago —dijo acercándose con una sonrisa abierta que mostraba en un diente la marca de algún accidente de niño. Era alto, de pelo ondulado, ojos castaños, y una actitud complaciente.

Ella lo miró, y asintió con la cabeza. Él, sin dejar de sonreír, le indicó que debían ir hacia la pista y ella lo siguió.

Tuvieron que sortear a la gente hasta encontrar un espacio libre.

—Estas temblando —dijo él, aún sonriendo—, ¿estás nerviosa?

—Sí, pero no estoy temblando —dijo ella.

Para Ernestina claramente era el momento más feliz de su vida. Y a Santiago le parecía divertido que temblara entre sus brazos, y que siguiera sus pasos, y verla mirar hacia arriba para evitar su mirada. Ernestina intentaba no temblar, pero era la primera vez que abrazaba a un chico y le parecía que la música sonaba especialmente para ella. Al mirar hacia arriba, el cielo estaba lleno de estrellas y una línea de viento recorría las lamparillas. Por un momento, el resto de las parejas se desdibujaron junto a ella, envueltas en humo.

Se fueron de la fiesta poco antes del amanecer. De camino a su casa hicieron planes para salir con la pandilla. Él dijo que la llamaría.

Pero no la llamó.

Pasó la primavera y llegó el verano, y el optimismo que había animado la vida de Ernestina desde el día de la fiesta se había desvanecido. Ese verano Adira ayudó a Ernestina a preparar los exámenes de fin de curso.

Los días eran más largos y Ernestina solía sentarse en el balcón, hasta que se hacía de noche. Hablaba de incorporarse a la pandilla, y se sentía tranquila, sin ningún sentimiento en el corazón. Esa tarde se levantó un viento que trajo ráfagas de lluvia e hizo que Ernestina tuviera que entrar las sillas del balcón en un apresurado trajín. Estaba cerrando las ventanas del balcón cuando vio a Santiago en el portal.

Él hizo un gesto con la mano y subió a su casa, sin preguntar. Igual de sonriente y cariñoso, y a Ernestina el diente que mostraba una esquina rota le resultó familiar. Sospechaba que no estaba allí por azar; y esa idea la paralizó. Seguramente no se había acordado de ella, ni siquiera la había llamado. Pero, ¿qué más daba que hubiera estado esos meses sin aparecer? Ahora estaba allí. Estaban solos y Santiago la abrazó, como avergonzado de no haber aparecido antes. Ella se quedó quieta unos instantes, sin apartarse. Luego se sentaron en los butacones uno frente al otro, mientras él hablaba vagamente de lo que había hecho durante esos meses.

A partir de aquel día se hicieron inseparables. Santiago entraba y salía libremente de la casa, incluso la familia de Ernestina se encariñó con él. Parecía feliz. Y a todo el mundo le parecía que estaba enamorada. Santiago era ingenioso y se hizo popular en la pandilla. Ernestina aprendió a conducir los coches de sus amigas, comía en cafeterías, hacía excursiones, y muchas tardes iban con otras parejas, a la finca de Adira a montar a los potros, y galopaban... Y ella era feliz subida en la montaña rusa de colores vivos, suspendida en el aire.

El día de su cumpleaños organizó una fiesta en la piscina de su casa y fueron todos. Santiago, que aún cuando andaba parecía nadar, fue el primero en tirarse a la piscina. Ernestina no quitaba la vista de su cuerpo. Él, siempre sociable y despreocupado, era el centro de la reunión. Ernestina tuvo una reacción que le asaltó con claridad: supo que no se sentía atraída por Santiago. Aún así, Ernestina lo veía tan comprometido, que no podía más que quererlo. Los que estaban junto a ella, la veían feliz con la vida que llevaba, y disfrutaba tanto con el afecto del grupo, que parecía estar enamorada. Simplemente no cabía imaginar otra cosa.

El 9 de junio del año siguiente toda la pandilla se había organizado para alquilar un barco. En el autobús, mientras se dirigían al puerto, Santiago apoyaba la cabeza en su hombro. Ernestina acariciaba las ondas del pelo, y lo despertó con un beso en la frente.

Subieron al barco y Santiago se sentó junto a la borda para el trayecto. Sacó los pies por la barra y se puso a jugar con el agua. Ella entretanto permanecía a su lado observándolo. El mar estaba algo revuelto, el día más o menos nublado, y Ernestina pensó que sería agradable que la neblina como el día de la fiesta, envolviera al resto del grupo, dejándolos solos frente al mar. Sintió un repentino nerviosismo y se dio cuenta de que la mirada de Santiago era triste, nostálgica.

—Tengo algo importante que decirte, Ernestina —le dijo como si fuera una cosa tan peligrosa como la guerra—. No quiero que sufras, pero debo decírtelo.

Ernestina, según supimos más tarde, no consiguió figurarse que sería aquello tan desagradable o peligroso para ella. Se imaginó a Santiago resbalando por la borda y cayendo al mar y a ella tratando de sujetarlo y pidiendo ayuda.

—No te quiero —dijo de repente.

Quizás ella hubiera podido decirle lo mismo, y en cambio respondió:

—Pero yo sí te quiero a ti, y eso puede valer por los dos.

Lo dijo sin saber a ciencia cierta a qué se refería. Sin atreverse a rogarle que no destrozara los recuerdos de esos meses vividos, las esperanzas de los que vendrían, los hábitos creados de los que no se sentía capaz de desprenderse.

—No, no puede valer —dijo él, y se incorporó dando tumbos y sujeto a la barandilla.

Ernestina oyó cómo se alejaba. Miraba al mar. Se volvió y lo vio detenerse. Continuó sentada tambaleándose, con los pies en el agua. Las olas salpicaban su cara, mojaban sus muslos, pero no lloró. Sintió que se caía al agua, desde la montaña rusa de vivos colores vivos suspendida en el aire. Al instante escuchó las arcadas de Santiago y lo vio vomitando en la dirección del viento.

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