Nada normal (2002)

Todavía hoy

Ilia Casanova

...pero nunca sabrás que ese “te quiero”

sólo signo es [... ]

del gran querer callado, mar total.

Pedro Salinas: Razón de amor

No la conocía pero aceptó encontrarse con ella para comer. Nunca antes habían hablado y ni siquiera recuerda haberse interesado por sus dibujos durante las ocho semanas que duró el taller de diseño gráfico. Aunque podría haberle sorprendido el que se le acercara justo el último día del taller para quedar con él y ver algunos de sus diseños, le pareció bastante natural. Quizás porque al hacer memoria se dio cuenta de que ella no le había sido tan indiferente como pensaba. Y es que recuerda haberla visto por primera vez en la cafetería de la universidad. Estaba sentada con tres chicos del taller en una mesa no muy lejos de la suya. Conversaban muy animadamente y ella en particular no dejaba de sonreír. Eso le llamó la atención, y se quedó observándola hasta imaginarla una de esas mujeres que se matricula en la universidad para empezar o terminar una carrera. Una de esas señoras universitarias a las que les gustaba rodearse de gente joven. También recuerda que le molestó la familiaridad con que la trataba uno de aquellos chicos que no paraba de reírse cada vez que ella decía algo. Sí, ahora que lo piensa, esa mujer que le pedía mantener el contacto, como si alguna vez hubiese habido alguno entre ellos, no le había sido nada indiferente.

Acordaron que él la llamaría cuando terminara con los exámenes finales de la facultad de Filosofía. Ya le faltaba un año para terminar la carrera y no quería robarle más tiempo a sus clases. Ella y los dibujos tendrían que esperar un poco.

Pasaron dos semanas, y cuando por fin la llamó se encontró con un contestador al que no supo cómo enfrentarse. Por lo mismo que tampoco hubiera sabido cómo reaccionar de haber contestado ella. Volvió a llamar, pero esta vez tampoco dijo nada. Lo intentó por tercera vez y mientras escuchaba la grabación trató de recordar cómo era. Aquella voz sin rostro era todo lo que tenía de esa mujer. Era una voz dulce, clara y que parecía suspirar entre frases. Le gustó y volvió a marcar su número. Mientras oía el mensaje cerró los ojos. Le agradaba la idea de encontrarse con ella, aunque no sabía muy bien por qué. Después de todo no la conocía. Caminó hasta el balcón y se quedó mirando a lo lejos. Hubiese querido saber en qué parte de la ciudad vivía ella para mirar hacia esa dirección. Se sintió extraño al pensar en que pudiese importarle algo así. Marcó otra vez y ya estaba casi listo para grabar su mensaje cuando lo interrumpió aquella voz.

—¿Dígame? —contestó—. ¿Oiga? ¿Quién es? —repitió.

—Lo siento, no quería molestarla —dijo él.

—¿Con quién hablo? —preguntó ella con impaciencia.

—Íbamos a encontrarnos para comer y no la llamé antes porque mis exámenes...

—¿Eres el chico del taller? —preguntó con soltura.

—Sí —dijo él mientras seguía dibujando estrellas y círculos en una libretita.

—¿Siempre tienes tantos problemas para decir tu nombre?

—Ya iba a colgar. Pensé que usted no estaba.

—Creí que nunca ibas a llamarme. Bueno, y dime, ¿todavía quieres que nos encontremos para comer?

—Sí, me gustaría.

—¿Qué te parece mañana a las seis?

—Bien. ¿Dónde?

—En ese restaurante que hay al lado de la universidad. ¿Lo conoces?

—Sí. La esperaré a la entrada.

La mujer se acercó sonriendo y sintió que el corazón se le hacía un nudo. Se saludaron con un beso en la mejilla y entraron. El restaurante estaba medio vacío y tardaron unos minutos en escoger dónde querían sentarse. Se decidieron por la mesita de madera con tope de mármol que estaba casi al lado de la barra. Mientras hablaban él no dejaba de interrogarla con la mirada. Tendría algunos cuarenta años y su tímida sonrisa le sugirió que no era tan viva de carácter como la había imaginado. En su melancólica mirada advirtió un brillo que le atrajo, pero que le quemó el estómago. Un brillo que a él siempre le dio la impresión de que ella quería decirle algo. Esa tarde supo que le gustaba el jazz latino y que era abogada. Sin darse cuenta se les fue el tiempo en hablar sobre su pasión mutua por el dibujo artístico, el sabor de los tallarines de calabaza y la situación política de Vieques. Cuando salieron del restaurante se fueron casi por instinto a dar una vuelta por el Condado.

Se veían todos los días. Una rara ansiedad lo invadía cada vez que tenían que separarse. Estaba confundido. No sabía cómo interpretar aquellas miradas, ni los momentos de incomodidad que notó en ella cuando lo veía hablando con alguna amiga, ni su ligero estremecimiento cuando él sin querer le rozó con la mano la rodilla. Fue incapaz de darse cuenta de todo lo que estaba pasando entre ellos desde su primer encuentro. Aunque ninguno de los dos lo dijo, era imposible no ver aquel “te quiero” que llenaba todo lo que hacían juntos, por más que ellos se empeñaban en disfrazarlo de una rara amistad. ¿Por qué nunca lo dijeron? ¿Por qué no lo dijo ella cuando se le salía por los ojos que sí, que lo quería? Y él, ¿por qué esperó a estar tan lejos para que le nacieran aquellas ganas viscerales de que ella lo supiera? Los acobardó el saberse parte de la historia de amor del otro. Una historia de amor que quedó inconclusa cuando él se marchó. Le habían dado una beca y se iba a Londres a continuar la carrera. Ella sabía lo mucho que eso significaba para él y, cuando se lo dijo, le propuso ir a celebrarlo al restaurante en el que habían estado juntos la primera vez. Esa tarde ella no dejó de hablar ni un solo momento, y hasta se le ocurrió que podía presentarle a uno de sus colegas para que le diera algunas pistas de esa universidad en la que lo habían aceptado. A él le pareció una burla verla tan animada como si no le importara saber que ya no volverían a verse con tanta frecuencia. Estuvo a punto de levantarse cuando ella le extendió una bolsita de papel verde. La abrió y sacó un pequeño girasol de plata. Por unos segundos se quedó mirando la copa de agua que había entre ellos.

—¿Y esto? —le preguntó.

Ella le sonrió abiertamente.

—Es para que nunca dejes de girar, como Clitia, en la leyenda griega.

—Gracias, pero no tenías que molestarte —le respondió sin mirarla a los ojos.

Estuvo a punto de preguntarle qué leyenda era esa y qué tenía que ver con él, pero no se atrevió y se despidió de ella con un presentimiento.

A los pocos meses de su llegada a Londres comenzó a angustiarse cuando todo lo que sentía por ella se le empozó en el pecho. Decirle que la quería le parecía ahora tan simple que se reprochaba su estúpida cobardía. Y aunque apenas se comunicaban, no dejaba de pensar en ella; de encontrársela en todas partes. Más de una vez le dio un vuelco el corazón cuando tropezaba en la calle con alguien que se le parecía. ¿Le pasaría a ella lo mismo o ya ni siquiera se acordaba de él? De él que tras nueve años de ausencia había aprendido a conformarse sólo con los recuerdos. Y aunque a veces prefiere creer que fue mejor así, todavía hoy no para de darle vueltas a su pequeño girasol de plata y de preguntarse si algún día podrá dejar de verlo todo a través del brillo de sus ojos.

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