Nada normal (2002)

Besos de ángel

Rocío de Cominges

Nadie sabía precisar con exactitud el tiempo que la pastelería “La Corona” ocupaba el chaflán de la calle José de Larra. Su escaparate de vidrio y madera torneada tenía un descarado aire modernista y parecía haber estado allí desde el principio de los tiempos. No en vano su propietario actual, Patricio, último representante de una larga saga de reposteros, llevaba más de treinta años al frente de su negocio. Ahora, a punto de cumplir los sesenta, confesaba cierto pesar por ser el eslabón final de cuatro generaciones dedicadas al arte de la confitería. Aprendió desde niño que la cortesía frente a los clientes era primordial e hizo de este principio casi una filosofía de vida. Poco o nada se sabía de él fuera del número 9 de la calle, donde estaban la tienda, el obrador en la parte trasera y su propia vivienda en el primer piso. Entre esas paredes estaba su particular gueto donde transcurría una vida discreta y bastante solitaria. Gustaba de hacer cambios en la tienda, y como premisa, nunca elaboraba dos tartas iguales en un mismo día. Estos pequeños detalles componían su despreocupada existencia. Soltero y sin hermanos, se había acostumbrado a tener las superfluas relaciones personales que su empleo le permitía, a excepción de Antonio, su ayudante, con quien compartía muchas de las horas del día pero cuya relación había acabado por ser tan rutinaria como mecánica.

Patricio solapaba tantas horas de soledad con optimismo. Mucho más creativo que sus antecesores, la lista de sus especialidades era amplísima; roscones, buñuelos, turrones... con el único denominador común de la versatilidad. Tenía fobia al estancamiento.

—Antonio, este año tengo en la cabeza algo realmente bueno —solía barruntar a su oficial cada víspera de temporada.

Antonio lo miraba con sus ojillos menudos y negros y asentía convencido que la nueva creación de su jefe tendría el éxito de sus precedentes, sobre todo porque como su patrón decía, la gente debía de conocer el producto para después solicitarlo. Así que con cada estación se establecía un reiterado plan de marketing consistente en regalar a cada una de las personas que entraran en la confitería uno de aquellos pasteles.

—¿Aunque no compren nada? —preguntaba Antonio queriendo hacer dudar a Patricio.

—Quítate esa maldita manía de querer cobrar por todo. Te he dicho mil veces que a la gente hay que mimarla. ¡Ya verás como vuelven para llevárselos por kilos! —contestaba con la cara enrojecida y los ojos brillantes de entusiasmo.

—Es usted un ingenuo, jefe. Todos los años lo mismo. —Antonio sabía que la nueva campaña “Deguste usted la última especialidad de La Corona” traería la misma cola de aprovechados de siempre, que estarían allí mientras se mantuviera la promoción, y que jamás volverían. Pero ya estaba cansado de velar por los intereses de un negocio que ni tan siquiera era suyo.

Aquella mañana, mientras iniciaba su ritual de limpieza, Antonio oía el reiterado canturreo de su jefe. Lo notaba especialmente contento y excitado. Le sobraban argumentos para saber que de un momento a otro, Patricio haría su aparición tras las puertas abatibles, llevando en sus manos alzadas dos bandejas repletas de su último capricho, y en su cara una expresión entre eufórica y divertida.



Él haría su papel claro, sorprendiéndose mucho y lanzando un incesante bombardeo de preguntas que supondrían el deleite de su patrón.

—¡Mira que maravilla, Antonio! —le había dicho mientras empujaba las puertas con su barriga cumpliendo con todo rigor su pronóstico—, los voy a llamar “Besos de ángel”. En realidad me gustaría llamarlos “Besos de Patricio”, pero ya hemos hablado del marketing. ¡Míralos, tienen una apariencia tan sugerente! Y si los pruebas son dulces, pero no empalagan, sabrosos pero llenos de matices, son como yo mismo imagino que deben ser los besos.

—Pero jefe, si usteeed... —arrastró intencionadamente la última sílaba.

Patricio lo miró sin perder un atisbo de entusiasmo.

—Sé lo que quieres decir, pero haz el favor de no hacerlo. En todo caso, te he dicho que estos besos son de ángel y no humanos, así que tú sabes de ellos tanto como yo —dijo dejando escapar una mueca de sus labios.

Depositó las bandejas en un sitio preferente y a la vista, y sacó de su bolsillo un cartón que desplegó dejándolo sobre los dulces. El cartel rezaba:

“BESOS DE ÁNGEL. Pruebe uno sin compromiso.”

Ante un nombre tan tentador, cursi pero con tirón, le fastidiaba tener que utilizar una frase tan comercial, pero su experiencia le decía que al cliente había que dejarle muy claro que no se le iba a cobrar, al menos el primero.

Antonio tuvo que reconocer que en esta ocasión las cosas fueron mejor. A la clientela le hizo gracia aquello de los besos y una vez probados se animaban a comprar entre otras cosas porque les daba mucho juego. Los maridos regalaban a sus mujeres, éstas a sus amistades, los niños a sus madres, los adolescentes a sus ligues... Y es que aparecer en casa con un kilo de besos para alguien era, cuanto menos, poético.

Patricio se deshacía al contemplar cómo cada mañana una hilera de personas esperaba frente a la puerta de su establecimiento. Descorría las cortinas desde el interior y los descubría por sorpresa. Entonces les sonreía. Solía charlar con cada uno y conocía los destinos de casi todos sus encargos. Sin embargo, desde hacía unas semanas una nueva asidua había despertado su curiosidad. Era metódica en casi todo, llegaba siempre a media mañana, sobre las once, una vez por semana y pedía lo mismo: “Un suizo y un cuarto de besos de ángel en dos paquetes distintos.” Patricio empezó a interesarse por ella, atendiéndola con especial esmero y procurando sonsacarle algún dato, pero ella se mostraba hermética y respondía con monosílabos.

—¿No se cansa de comprar siempre lo mismo? —Le preguntó una mañana.

—No —respondió en tono muy bajo sin dejar de mirarlo mientras le entregaba el importe exacto con una mano y recogía los paquetes con la otra. A Patricio algo en aquella mujer le gustaba mucho, pero aún no sabía determinar el qué.

Habían pasado algo más de seis meses, y sus pastelillos se habían hecho célebres. Pero el repostero empezaba a cansarse de ellos. Una nueva estrella de la repostería empezaba a rondarle por la cabeza. Para entonces también su relación con la desconocida había avanzado algo. Sabía que su nombre era Raquel. Asumiendo en parte sus silencios, se conformaba con ver sus ojos entre los huecos de las cajas de bombones, por encima del mostrador. Conocer su nombre le había permitido especular sobre su vida. Se sentía un poco mayor para hacer alguna que otra conjetura, pero de alguna manera se había acostumbrado a imaginarla más que a conocerla. Por su parte Raquel había ido perdiendo algo de rigurosidad y frecuentaba más la pastelería. Vivía a tan sólo tres manzanas de allí, en un modesto piso donde cada cosa tenía su sitio. Siempre tuvo la certeza de que estaría sola, una decisión voluntaria que no la excluía de algún momento de soledad.

Una mañana del mes de abril, a punto ya de cerrar, apareció apresurada y algo nerviosa. Patricio reconoció su voz desde la trastienda y salió a recibirla despidiendo a Antonio con un gesto. Era la primera vez que estaban solos. Ella lo miró entre dos pirámides de chocolatinas, y él eligió el suizo más apetecible colocándolo sobre un papel.

—Hoy no me llevaré lo de siempre —dijo.

Ella mantenía su cabeza por encima de la marquesina, y pudo fijarse mejor en sus facciones. Sus ojos eran grises y tenía unas canas a la altura de las sienes que le daban un cierto encanto. Llevaba el pelo recogido por detrás. No alcanzaba ver su cuerpo pero sí su cuello pálido y desnudo y también sus manos, las uñas muy cortas y los dedos limpios y robustos. Le pareció una mujer curtida.

Ella se incorporó un poco más.

—He venido exclusivamente por los besos. Verá, es como si me hubiese acostumbrado a ese sabor tan bien elaborado. Nunca se me hacen pesados y siempre me parecen pocos.

Patricio la escuchaba con atención. La veía distinta, mucho más receptiva y dispuesta a hablar.

—No se imagina lo que me halagan sus palabras, pero lamentablemente desde hace un par de días he dejado de hacerlos. Siento de verdad no poder complacerla.

La pirámide derecha de chocolatinas se desplazó hacia un lado, y tras ella, apareció su cara, los ojos entreabiertos y de pronto, la boca... la boca de aquella mujer le resultó irresistible. Un deseo de acariciarla, de moldearla como si se tratase de la masa que sus manos trabajaban cotidianamente. Sus dedos empezaron a moverse nerviosos y su mente la imaginó suave y con un sabor dulce y envolvente. Como el mejor de sus pasteles, tal vez como el mejor de sus besos.

Ella preguntó:

—¿Usted se llama Ángel, verdad? Entonces..., puede.

Las chocolatinas rodaron por el suelo.

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