Nada normal (2002)

El hombre del aeropuerto

Nieves Córcoles Álvarez


Leí la noticia en un periódico. Al principio no estaba segura de que fuera el mismo hombre hasta que cogí mi lupa de aumento y fui verificando los rasgos de su cara en la diminuta foto que venía impresa junto al texto. Terminé de convencerme con el comentario del periodista que bajo el titular de don Enrique Suriel, Director General de la empresa de encurtidos Comen, ha sido encontrado muerto en su casa de Madrid. Al pie de página decía: “Como dato curioso, el señor Suriel agarraba fuertemente en su mano derecha un reloj que era...” No tuve que leer más. La imagen de ese reloj me vino a la mente y me confirmó que se trataba del mismo hombre que unos meses atrás había visto en el avión.

Era el mes de abril, lo recuerdo perfectamente porque acababa de terminar la relación con Daniel, mi novio durante cuatro largos años, y me fui unos días a Londres para cambiar de aires. Fue en el aeropuerto de Gatwick, mientras esperaba para entrar en el avión, de regreso a Madrid, cuando lo vi por primera vez. Yo no estaba como para fijarme en nadie del sexo masculino. Además debía de tener unos cincuenta años por lo menos, pero me pareció, al pronto, un hombre muy distinguido, además de alto, casi gigante. No me hubiera fijado en él si no hubiera sido por su altura, supongo. Podría ser un jugador de baloncesto, pensé, aunque lo descarté de inmediato. Es un ejecutivo, estoy segura, me dije, no hay más que ver ese traje gris marengo, impecable, que le queda como un guante. Será de Armani, por lo menos, imaginé, mientras ojeaba un magacín para matar el rato de espera. Odio esos minutos interminables. Normalmente llevo un libro, pero en esa ocasión tuve que conformarme con hacer prácticas de traducción con las revistas que había comprado en el aeropuerto, por lo que divagar sobre un extraño me pareció una mejor forma de entretenerme. En ello estaba cuando atisbé sus zapatos, de color burdeos, que pararon la marcha justo enfrente de mis ojos. Fue inevitable alzarlos y observar a ese hombre de cerca, sobre todo porque una ráfaga de olor a sándalo y a limón me recordó a Daniel, y me di cuenta de que aún dolía. Sus palabras retumbaron de nuevo en mis oídos: “Lo siento, Ana, pero estoy enamorado de otra mujer.” ¡Será cabrón! Así me lo soltó, sin más. Traté de controlar la náusea que me había invadido y olvidar definitivamente aquella parte de mi vida. Punto y final, Ana, me ordené. Ni una palabra más sobre este asunto. Si has podido dejar de fumar, después de tres paquetes diarios durante diez años, cómo no vas a ser capaz de pasar de un mierdecilla de tres al cuarto. Di que sí, Ana, con dos cojones, me aplaudí a mí misma, y me reconforté gratamente.

Aquel hombre se sentó y dejó en el suelo un maletín, de esos con pinta de ser carísimos, del mismo color que los zapatos. Me fijé en su cara. No era guapo en absoluto. Resaltaba en él una tez seca y encarnada que contrastaba con una barba, casi blanca, por el paso de los años; sin embargo, tenía un toque especial, un aire melancólico, quizá, pero que resultaba atractivo. Nada más sentarse, cruzó las piernas y ocultó su mano derecha bajo la manga izquierda de la chaqueta. Al principio pensé que le picaba el brazo a la altura de la muñeca, luego me di cuenta qué debía ser el reloj al que daba una especie de masaje, que empezaba a no acabarse nunca. Eso fue, en realidad, lo que hizo que fuera ese hombre el que ocupara con mayor intensidad mis pensamientos. Mientras, yo seguía intentando mejorar mi precario dominio del inglés, pero pasaron los minutos y pude constatar que él continuaba acariciando aquel reloj invisible, hasta el punto de empezar a mosquearme. Debe ser un Rolex o un Cartier, como poco, pensé; tiene una querida de esas que son ricas y ancianas que se lo acaba de regalar, me dije; o mejor, se lo ha dado la empresa como premio al mejor ejecutivo del año. Está claro, cavilé, este tío se ha comprado un reloj para fardar, y ahora teme que se lo vayan a robar.

El caso es que no cesé en el empeño de imaginarme historias sobre aquel reloj que no alcanzaba a ver, y las pupilas se me escapaban, con frecuencia, por encima de los márgenes de la revista; en alguna ocasión, incluso, alzaba los ojos y, con cierto descaro, lo miraba fijamente, y observaba su cabeza, como gravitando sobre un lugar incierto, los ojos, velados por unas gafas de sol que no se quitó en ningún momento, pero que podían adivinarse ausentes. Una angustia indefinida invadía el rictus de su cara. Y de pronto, no sé por qué, pero sentí una extraña complacencia al pensar que podía ser un hombre de penas. Que se joda, me dije maliciosamente.

Cuando agoté todas mis posibilidades de fabular, rompí el silencio que nos unía y recogí mis cosas. Me dirigí a la cola que empezaba a formarse para embarcar y, cuando ya me había olvidado de aquel hombre, el azar me situó en la misma fila, él en el asiento de la izquierda y yo en el de la derecha, de forma que sólo nos separaba un exiguo pasillo. Fue inevitable avistar ese movimiento antiguo bordeando aquel supuesto reloj, sus dedos luengos dibujando círculos insistentes, la cabeza inclinada hacia la izquierda, los ojos que yo suponía muertos, escondidos tras las gafas de sol, de cristales verdes. Y ese movimiento compulsivo de su pierna que inició ya en la sala de espera del aeropuerto. Oí su voz, lánguida y lejana, cuando la azafata le ofreció algo para tomar. “No, gracias”, dijo con un alargamiento de la ese, y siguió a lo suyo, mientras su pie no dejó de convulsionar en todo el trayecto.

Llevaríamos aproximadamente una hora de vuelo, cuando me di cuenta de que se había quedado dormido. El brazo izquierdo apoyado en el reposamanos del sillón, la mano izquierda sosteniendo la cabeza, mientras la derecha permanecía dentro de la manga de la chaqueta. No recuerdo exactamente el momento, fueron sólo unos segundos, pero suficiente para verlo. Su mano derecha resbaló deslizándose por la manga de la chaqueta, dejándolo al descubierto, y ahí estaba: ¡Era un reloj de plástico, naranja fosforito! ¡Un reloj de esos que venden en los puestos de la feria! Qué fuerte. Me quedé a cuadros, como una lela. No podía entender tan sorprendente contraste, y pensé que podía ser un chalado.

Había olvidado ya esta historia, cuando tropiezo con la noticia de su muerte. Vaya, el hombre del aeropuerto, me dije. No pude reprimir mi curiosidad y seguí leyendo: en el mes de abril, el señor Suriel perdió a su único hijo de nueve años al ser atropellado por un tren cuando intentaba cruzar la vía. El niño quedó tan destrozado que tuvieron que identificarle por el reloj que llevaba puesto.

La Señora Suriel murió a los dos meses a consecuencia de una enfermedad cardiaca, que la familia achacó a la irreparable pérdida. Hoy, veinte de octubre, seis meses después de la tragedia, el señor Suriel se ha reunido con ellos. Todos los indicios apuntan a que ha podido ser un suicidio.

Y al terminar de leer esto, no pude evitar sentir un fuerte estremecimiento. Y por primera vez, desde hacía meses, me sentí dichosa de estar sola. Como me siento siempre que aflora esta historia en mi mente.

Haz clic aquí para imprimir este relato

Ir al siguiente cuento

Volver al índice del libro