Nada normal (2002)

Gallo para cenar

Nieves Díaz

Una vez más para vosotros, Ana y Miguel, porque os quiero


Mi madre llevaba un delantal anudado a la cintura. Tenía el pelo rizado y sujeto a la nuca en una coleta pequeña. Algunos rizos se escapaban de la coleta y caían a ambos lados junto a la oreja. Su voz no era tan dulce como otras veces. Esa noche sonaba impaciente cuando decía:

—Javier, cómete el pescado de una vez. Se está haciendo tarde para ir a la cama.

—¿Cómo se llama este pescado?

—Gallo, cielo, se llama gallo.

—Me gusta más que el de anoche. ¿Cómo se llamaba el de anoche?

—El de anoche se llamaba bacalao. Pero come. Cómetelo de una vez y bébete la leche, anda, que es muy tarde.

Cuando decía esto se inclinaba sobre el plato para cargar el tenedor y aproximaba su cara a la mía. Recuerdo que al acercarse me llegaba un olor que ahora sé que era su perfume, pero entonces a mí me parecía simplemente olor a madre.

—¿Porqué se llama gallo, mami?

—Porque sí. Porque se llama gallo. Javier, por favor. Termínate el pescado.

Ella tenía los brazos apoyados en la mesa de mármol de la cocina. Era una mesa redonda y blanca que estaba justo en el medio, debajo de la lámpara. Los sábados, cuando entre mi padre y mi madre hacían limpieza a fondo de la cocina, recuerdo que la lámpara era lo que les servía de referencia para situar la mesa justo en el centro.

Ella tenía la mirada fija en el plato de pescado y a mí me parecía que el que yo acabara pronto el pescado era lo que más le importaba en el mundo.

Volví a sentir el olor a madre mientras yo daba vueltas con el tenedor al pescado y de cuando en cuando, daba un sorbo al vaso de leche. Entonces sonó el llavín de la puerta y apareció mi padre. Recuerdo su cara de sorpresa cuando vio que yo todavía no me había ido a la cama. Se alegró de verme y me revolvió el pelo con la mano.

—¿Todavía estás cenando? —dijo—. Y yo noté que se alegraba de poder llevarme a la cama y darme las buenas noches. Su voz grave tenía sonido a padre.

Luego se fue derecho a dar un beso a mi madre, como todas las noches, y estiró cariñosamente uno de los rizos que se escapaban de su coleta.

—Papá —dije yo—, este pescado se llama gallo.

—¿Se llama gallo? —dijo mi padre.

—Eso dice mamá.

Ahora los dos miramos a mi madre y los dos vimos su cara pálida y su mirada baja y oímos su voz que temblaba al decir:

—Tengo que hablar contigo.

Y mi padre, quitándose la chaqueta, me dijo:

—Javier, ve a lavarte los dientes, ahora voy yo y te llevo a la cama. Pero yo seguí allí, en la mesa, revolviendo con el tenedor lo que quedaba de pescado y sintiendo un pellizco en el estómago.

—¿Tiene que ser ahora? ¿Tenemos que hablar ahora? —dijo mi padre.

Y algo en el tono de su voz hizo que el pellizco en el estómago se hiciera mucho más punzante.

—Ve a lavarte los dientes —me dijo casi gritando—. Son más de las nueve.

Yo entonces salté de la silla y sin rechistar me fui al cuarto de baño y abrí el grifo que salió con tanta fuerza que me mojé la chaqueta del pijama, y mientras me cepillaba los dientes mantenía abierto a tope el grifo, de manera que ahora se me mojaron también los pantalones. Oía a medias la conversación entre mis padres. Y digo a medias porque solo oía la voz más grave de mi padre que decía:

—¡Pero tú te has vuelto loca o qué!

No pude oír la respuesta de mi madre, si es que la hubo.

Yo empecé a cepillarme los dientes con fuerza y miraba fijamente en el espejo cómo el agua del grifo me iba empapando.

—Pero ¿qué le vas a explicar a tu hijo?

Una vez más no pude oír la respuesta. De mis encías comenzaba a brotar un poco de sangre.

—¡Por Dios, Carmen, recapacita!

Recuerdo que al decir esto se le quebró un poco la voz. Cerré el grifo y fui otra vez a la cocina. Me quedé allí, delante de la puerta, viendo como mi madre lloraba sin hablar y oyendo como mi padre pensaba en voz alta sin recibir ninguna respuesta. Nadie reparó en mi pijama mojado, ni en mis pies descalzos, ni en mi tiritona. Llevaba el cepillo de dientes en la mano y quería decirles que me había salido un poco de sangre.

Esperé un buen rato hasta que mi madre se dio cuenta de mi presencia, y con la cara abotargada por las lágrimas y todos los rizos fuera ya de su coleta me abrazó con tanta fuerza que me hizo daño. Otra vez llegó a mí su olor a madre. Y entonces mi padre me arrancó de sus brazos y me llevó de la mano hacia mi habitación.

Yo sólo pude decir en voz muy baja:

—¿Puedo dormir en vuestra cama?

Y esa noche, y muchas noches más, dormí en la cama grande con mi padre. Pero nunca, nunca más, he vuelto a tomar para la cena ese pescado que se llama gallo.

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