Nada normal (2002)

Una casa entre las palmeras

Antonio Dorado Vedia

Para cualquiera de los mil setecientos vecinos de la exclusiva urbanización fronteriza Nueve Palmeras la vida de Johnny Carl Mikel resultaría envidiable. Si la conocieran. Trabajando con su moto de courrier para la RKT-Studio conoció a la única hija del productor discográfico y presidente de la compañía Salomon Ben to Sing, Hannabel, con la que tuvo dos lustrosos gemelos que hicieron las delicias de su abuelo. Al poco tiempo se le puso al frente de un departamento nuevo encargado de descubrir grupos de rap entre los barrios marginales.

Pero por las noches cuando regresaba a su casa —muy próxima a la de su suegro— agotado por el vano intento de localizar barrios marginales donde solo había desierto; se le podía ver sentado en las escaleras del porche mirando como su vieja moto languidecía en un extremo del jardín. Una noche al entrar dio tal portazo en la puerta, que el numero nueve se descolgó convirtiéndose en seis.

A la mañana siguiente mientras desayunaba, leía con perplejidad una carta echada bajo su puerta, y que no era para él.

Ensimismado con su lectura dio un respingo cuando su mujer le gritó desde el dormitorio con voz de pito: “¡Johnny! ha llamado papá y ha dicho que estés a las nueve en la oficina. Que viene un tal Holly Randolf a verte”. Y tras una pausa, un nuevo chillido “¿Quién es Holly Randolf, Johnny?

Johnny guardó la carta, bebió el zumo, cogió el maletín y se acercó hasta ella. Allí de rodillas junto a la cama, acariciando su melena rubia le dijo: “¿¡Que no sabes quien es Holly Randolf!? ¡Oh, mi colibrí! Qué feliz eres sin saber nada. Por eso tu osote te quiere tanto. Holly Randolf es el presentador de 80 Top-music.”

“¿Y a que viene?”, dijo ella tomando al caniche entre sus brazos. “Viene a presentarnos un nuevo grupo musical: The Sullivan’s Sisters se llaman. Tendré bastante trabajo cariño, así que estaré todo el día fuera”.

“¡Pues ahora llamo a papá!”, respondió irritada, “y le digo que te dé el día libre. Hay que llevar a los gemelos al campamento, recoger las lentillas de Coco y comprar el pavo para el cuatro de julio...”

“¡Cielito, hoy es nueve de junio!”, interrumpió él, “los gemelos que cojan el autobús y en cuanto al perro, yo me paso a recoger sus lentillas, ¿vale?”

Dirigiéndose al caniche, mientras le colocaba un lazo fucsia en la cabeza, dijo ella: “¿Sabes, Coco, que osote anoche fue malo y quiso hacer cosas sucias con colibrí? Sí, sí. ¡Cosas muy sucias!” El caniche tratando de mantenerse digno, se puso a ladrar. Y ella comenzó a reírse y Johnny soltó un taco entre dientes. “¡Oh! ¿Has visto, Coco?” dijo ella, y Johnny pensó que le había oído “¡No se ha afeitado el muy sucio!”, y Johnny resopló.

“Duerme, nena”, dijo relajado, “ahora me afeito”. Se incorporó y la dio un beso. En la frente. “¡No te manches con la espuma!”, dijo ella acurrucándose entre las sabanas de rosa satén.

Johnny entró en el baño, y mientras releía la carta, del cesto de la ropa sucia sacó unos calzoncillos, los guardó en el bolsillo de su chaqueta y salió sin afeitarse. Luego se fue hacia el ropero, buscó en los cajones y cogió una camiseta sin mangas.

Preparado para irse, esperó pacientemente hasta oírle decir lo de siempre: “¡Johnny Carl Mikel!, mete la leche en el frigorífico que luego se vuelve agria. Guarda las galletitas de Mama Big en la despensa con el azúcar y el tarrito de miel y recoge las miguitas con la bayetita amarilla. ¡A-ma-ri-lla! Johnny Carl Mikel”, recalcó, “que luego me usas la azul que la tengo nueva para cuando viene papá.”

Ese interés del viejo Salomón por las bayetas azules desconcertaba a Johnny.

Cuando salió dio un portazo. Se subió en la Voyager y leyó una nota que le había dejado en el cristal: “Johnny, cochino, lávala. Tu colibrí”. Ya en marcha se fijó cómo un camión-grúa sustituía las nueve palmeras naturales de la calle principal que estaban pochas de tanto riego automático por otras de plástico con colores intensos.

De camino llamó a su secretaria y le pidió que cuando llegase Holly Randolf, le excusase. “¡Sería conveniente que estuviese usted aquí!”, le dijo ella. “Su suegro no está, y no hay hadie que...” y dejándola a medias, colgó. Cercano al cruce con la 460, giró y tomó un pequeño camino lateral en dirección a una gasolinera. En ese momento recibió una llamada:

“¡Johnny, soy tu colibrí!”, el móvil acentuaba su tono de pito, “Coco no está en casa, salió corriendo tras de ti.” Johnny se temió lo peor y cuando miró por el retrovisor vio que el caniche permanecía en el asiento de atrás mirándole fíjamente. “¡Mierda, mierda!” dijo golpeando el volante. “¡Johnny!, ¿Que ocurre?” preguntó nerviosa. “¡Nada, cariño! que el perrito está conmigo”. Y colgó.

Eran las nueve. Aparcó el coche y cuando terminó de leer la carta, retumbaban en su cabeza dos palabras: “Mi fiera” y “muérdeme”. Sin conocer al verdadero destinatario de aquel escrito tan arrebatador; sintió envidia. Al salir sudaba y el primer gesto que hizo fue olerse las axilas. Dejó al caniche, entró en el lavabo y frente al espejo se despeinó revolviendo su pelo una y otra vez. Luego empezó a hacer gestos imitando animales feroces. Hizo el león, con su rugido incluso, pero cuando realizó con su mano el ademán de la garra, lo consideró amanerado. Practicó incluso con personajes del libro de la selva, pero al final le gustó el del lobo y se puso a lanzar alguna que otra dentellada al aire mientras gruñía.

Cuando salió, llevaba la americana colgada de los dedos de la mano, la camisa sacada por fuera del pantalón, con sus mangas arremangadas, la corbata excesivamente floja, el pelo despeinado con aire de rebelde y por dentro, puestos los calzoncillos sucios y la camiseta de tirantes.

Pegando a la gasolinera, alquiló un Ford Mustang descapotable del 56, de color rojo intenso, que estaba aparcado al lado de una casa de madera, y en cuyo porche se encontraban cantando y bailando tres gordas mujeres de color negro, cuyas caderas chocaban a cada compás, junto a un anciano de cabellos blancos, también negro, ataviado con un peto azul y que aporreaba un bombo. Cuando subió al coche les oyó cantar:

¡Oh-little-boy!-no-te-marches

a-la-guerra-que-por-las-noches

hace-frío.

Mientras comprobaba su nuevo look en el espejo, se quedó escuchando el rap.

¡Aquí-estamos-little-boy!-A ti-el

hombre-blanco-te-cortó-un-pie

y-ahora-bailamos.

¡Dios-Salve-a-America!-little-boy!

Cuando arrancó el coche no cayó en la cuenta de que la marcha atrás estaba metida, con tan mala fortuna que el enorme maletero del vehículo se estampó contra el porche de la casa atropellando al viejo del bombo. Con el ruido producido por los tubos de escape no escuchó los gritos que daban las tres mujeres y si en cambio pensó que los gestos que hacían con los brazos y que vio a través del espejo retrovisor, formaban parte de la coreografía.

La nube de polvo que dejó al partir le impidió ver como un enorme bombo con la inscripción The Sullivan’s Sisters le perseguía dando botes.

Llevaba un buen rato conduciendo por la autopista en dirección a la frontera y recibió una llamada. Era el colibrí. “¡¡Osote!!”, le gritó con voz de pito. “¿Te has enterado de la noticia?”. “¿Que noticia?” preguntó molesto. “Hay un loco suelto, subido en un descapotable rojo, que ha atropellado al líder del grupo ese que queríais ver”. “¿De veras?” dijo él. “¡Sí! y ha salido huyendo”, dijo nerviosa. Entonces él conectó la radio tratando de escuchar algo y no pudo por culpa del ruido del helicóptero que se le puso justo encima. “¡Johnny, Johnny!” gritó ella por el móvil, “¡saben quien es! Han encontrado su cartera en los lavabos de una gasolinera y ahora le persigue la policía desde un helicóptero. ¡Lo están sacando en la tele!”. Johnny empezó a atar cabos hasta que no le quedó ninguno. Quiso contárselo todo a su mujer pero ella volvió a gritar “¡¡¡Jooohhnnnyyy!!! Estoy viendo al loco por la tele. Tiene secuestrado a Coco”. En ese momento Johnny comprobó cómo el perro le miraba feliz desde el asiento trasero sin el lazo fucsia. No sabiendo qué decir colgó y dando un acelerón al coche atravesó un control de policía y no se detuvo hasta cruzar la frontera. Cuando estuvo seguro paró y sacó la carta de su bolsillo. Marcó el número de nueve cifras que figuraba junto al nombre de una mujer y dijo: “¿Dolores?, soy yo, tu lobo. ¡No te laves, que voy!”

No volvió a contactar con ella hasta que localizó entre palmeras la casa donde vivía: Un coqueto chabolo de cuatro tablas rodeado de geranios, con una plancha de metal por techo al que se le habían adherido, a modo de tejas, numerosas bayetas de color azul empapadas en agua que mitigaban en la medida de lo posible los sofocos del desierto.


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