Nada
normal (2002)
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Crisis |
Belén Echeandía |
A mi hermano Carlos
Saltó de la cama con la hora pegada a los talones y corrió al baño para abrir la ducha y que el agua se fuera templando mientras se apresuraba a la cocina para encender la máquina del café. Intentó resistir el primer cigarrillo. El peor, en ayunas, se dijo, pero no pudo. Después de un rápido maquillaje, se bebió de un trago el café sin azúcar, observó su imagen en el espejo y pensó: Bueno, Raquel, no estás tan mal. Algunas arruguitas en los ojos y un par de kilos de más. Hoy seguirás la dieta. Antes de salir cogió el Lexatín, el teléfono móvil y la sacarina. Al volante de su deportivo, de camino al trabajo, escuchó por la radio las noticias sobre el crack de la bolsa en Japón. En la oficina de Raquel, sus compañeros corrían de un ordenador a otro con la preocupación clavada en los ojos. ¡Gilipollas! ¡No te he dicho que no arriesgaras más del 30 y me sales con un 50! gritaba Diego a Roberto. ¡Me va a cortar los huevos mi amiga Clara! ¡Todos sus ahorros! se lamentaba José Carlos limpiándose con un pañuelo el sudor de la frente. Raquel atravesó la sala de inversiones casi a la carrera, y se mordió el labio inferior al empujar la puerta del despacho de Dirección. José Luis, su jefe, le dirigió una mirada tensa. Sin darle tiempo a quitarse el abrigo, se lanzó a ennumerar las principales carteras, ante la avalancha de mensajes que se les venía encima. Cuando terminó, Raquel puso en marcha el ordenador, encendió un cigarrillo y comenzó a enviar y abrir e-mails. Todos los recibidos contenían quejas, preguntas y hasta amenazas. Los que enviaba intentaban aplacar el ánimo de los clientes de más de siete cifras. Hacia las doce, Raquel dio un resoplido, movió los hombros en círculo y, al palpar la cajetilla de tabaco, notó que casi no le quedaba. Cerca de las dos, su jefe dijo: Imposible perder hoy la hora y media de la comida. Raquel tomó aire, cogió el abrigo y bajó al bar de siempre para subirle una tortilla francesa y una manzanilla. Trató de pedir una ensalada para ella, pero Antonio le sugirió: ¿Qué va a ser? ¿Un pincho de tortilla recién hechita? Perfecto, contestó, tratando de acallar el sonido de los jugos gástricos con la mano. Cuando Raquel terminó el pincho estaba llena, sin embargo pidió tarta de chocolate con el café. Me siento hinchada, pensó al recoger el paquete de tabaco de la escupidera de la máquina. No cenaré, se propuso minutos después en el ascensor que tanta claustrofobia le daba, intentando controlarse, respirando profundamente, para ser capaz de afrontar la segunda parte de aquel maldito día. Justo en el momento en que Raquel empezaba a sentir las palpitaciones previas a una de sus migrañas, llegaron las noticias de Nueva York. Confirmaban lo que José Luis su jefe, Diego, Roberto, José Carlos y ella misma esperaban: no había nada que esperar. A partir de ese 9 de febrero del 2002, se abriría uno de esos angustiosos ciclos de crisis económica en los que no sólo el despacho, sino miles de personas, se hundirían. Se acordó de su amigo Juan, víctima de un infarto cerebral, y de la penosísima rehabilitación que tuvo que seguir hasta reponerse. Entonces, sacó del neceser un fuerte analgésico y se lo tragó en seco. Deseó conectar el móvil para ver si tenía algún mensaje, o para hablar con alguien porque, por si fuera poco, en centralita tenían orden rigurosa del jefe de no pasarle llamadas. Por un momento dejó escapar su mirada por la ventana hacia el cielo plomizo, vaciando automáticamente el cenicero, pero volviendo enseguida a la paralizante realidad: el ordenador no respondía. Hijoputa de ordenador, masculló mientras rebuscaba en el bolso el Lexatín. En ese instante, la entrada en estampida de José Luis hizo que apartara bruscamente la mano del bolso. Su jefe se desplomó en el sillón de dirección y concretó: Todos los ordenadores se han bloqueado. Han desconvocado el gabinete de crisis. Puedes irte. Raquel suspiró aliviada, trató de infundirle coraje y salió casi a la carrera, antes de que cambiara de opinión. En el ascensor, marcó en el móvil el teléfono de su madre, pero colgó antes de que respondiera. Al cruzar la calle, se vio irresistiblemente atraída por los escaparates de una tienda de ropa que ya exhibían los nuevos modelos de primavera. Entró, se probó y, aunque al ir a pagar se asustó de la cifra, le dio apuro dar marcha atrás. De vuelta a casa, aparcó un momento en doble fila para comprar una tarrina de helado de vainilla con nueces y el segundo paquete de tabaco del día. Al abrir la puerta de su apartamento, un trueno anunció tormenta y, por un instante, se detuvo y pensó: Estoy agotada. Cayó desfondada en el sofá, pero aún sacó fuerzas de flaqueza para hablar por teléfono con su madre, su hermano, la asistenta, la frutería y algunos amigos. Luego puso el contestador, apagó el móvil y fue a por una cucharilla, antes de que el helado se hiciera papilla. Cuando acabó con la tarrina, recordó su propósito de hacer dieta, y entonces explotó. Ahogándose entre sollozos se repetía: No puedo más, no puedo más, llevo meses así, no sé qué me pasa, mientras su mano rebuscaba en el bolso el Lexatín. |
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