Nada normal (2002)

La última operación

Manuel García-Albertos

Ha terminado de coser la herida, la sonda ya está instalada. Su ayudante coloca los apósitos y dan por terminada la intervención. La última del día y, como todas en las que él es el cirujano, ha sido un éxito, uno más para el equipo de cirugía de la Clínica El Pinar, saldrá en todas las revistas médicas. El doctor Pérez no tiene prisa, nadie le espera. Ha salido del quirófano y se acerca al lavabo, se ha ido ya todo el mundo y se ha quedado solo. Mientras se lava se mira en el espejo y no se reconoce. Rostro demacrado, ojeras, arrugas en cuello y cara, cada vez mas afilada, poquísimo pelo, parece un viejo de sesenta y cinco años, pero sólo tiene cincuenta y uno. Mientras camina por los desiertos corredores de la Clínica hacia su despacho, recuerda sus inicios.

Era su último año de carrera en el Hospital General y se había metido en la Cátedra de Cirugía porque siempre soñó con ser un cirujano famoso. Estaba encargado de pasar las películas que la Cátedra consideraba interesantes. Las veía todas, solo, a través de la mirilla de la cabina de proyección. Terminó la carrera y entró en el Clínico para hacer la Residencia. Poseía esa vocación y ese espíritu de sacrificio del que quiere ayudar a los demás. Ya era novio de Margarita y le había prometido que se casarían cuando lo hicieran fijo. Morena, con ojos negros y una buena figura, estudiaba Preu pero decía, siempre con la sonrisa en la boca, que su carrera era casarse.

Durante los cuatro años de Residencia se esforzó en aprender porque quería ser famoso y en ayudar a los demás porque aún sentía plenamente su vocación. Su esfuerzo no obstante fue bastante vano, particularmente en el último año, que ayudaba a todos los residentes pero pocos sabían que él era el doctor Pérez. Estaba claro que no sabía vender su imagen, veía a otros como lo hacían y sentía una envidia malsana y unos celos tremendos. Él, que siempre soñó con ser famoso, veía cómo otros que no tenían su altura ni su capacidad triunfaban vendiendo humo, pero vendiéndolo muy bien. Era incapaz de hacerlo porque era cobarde. Fue acostumbrándose a que la gente olvidase su nombre, estaba cada vez más solo y su propia estima acabó resintiéndose.

Ha llegado a su suntuoso despacho, situado y no por casualidad al lado del que ocupa el doctor Alejandrini, jefe del equipo y dueño de la Clínica. Se ha sentado a la mesa, coge papel y pluma y empieza a escribir una carta, desecha la idea y tira el papel arrugado a la papelera. Tiene que hacer los informes para su estudio por el equipo y su posterior publicación. Los escribe de forma automática, como el escéptico en que se ha convertido, que ya no vive su trabajo como una vocación que hace tiempo perdió, sino como la única salida que le queda para huir hacia delante. Tan mecánica es su escritura y tan fácil para él la utilización de los términos médicos que deja ir la mente y piensa de nuevo en Margarita.

Cuando terminó la Residencia y tuvo plaza fija se casaron. A los dos años de casados tuvieron gemelos y eran felices. Vivian alquilados y se compraron un pisito. Eso supuso más trabajo, empezó a realizar guardias nocturnas, y no sólo las suyas, para cobrar más dinero, pero eso le llevó a estar más tiempo fuera de casa. Se le empezó a caer el pelo y ahora al cabo de los años está seguro que ahí empezó todo aunque ninguno se dio cuenta entonces. Los cinco primeros años de matrimonio fueron felices, durante ese tiempo Margarita a pesar de los gemelos había mantenido su alegría y su figura, aunque el pelo se le fue poniendo blanco. Estaba recuperando su estima, le llamaron de un par de sociedades y dijo que sí. Todavía imaginaba que llegaría a ser famoso. No se dio cuenta que estaba perdiendo lo mejor de su vida. Recuerda como Margarita empezó a cambiar. Sus conversaciones se repetían todos los días:

—Juan, estoy todo el día sola y encima muchas noches.

—Me lo vas a decir a mí, que ya ni duermo. Pero alguien tiene que traer el dinero a casa —se justificaba a sí mismo.

—Sí, pero no sabes el trabajo que da la casa y los gemelos. Estoy cansada —decía con voz aburrida.

—Pues si yo no trabajo, a ver quién trae el dinero a casa —contestaba engañándose, utilizando una vez más el trabajo, en el que se refugiaba cobardemente, como excusa.

—Bueno, tú verás, pero así no podemos seguir —concluía ella.

Ha terminado los informes y los deja encima de la mesa. Abre el armario y mientras se quita el pijama y se viste, observa que su mirada carece por completo del brillo que le caracterizó cuando aún soñaba con la fama. Mientras se dirige al garaje rememora de nuevo el pasado.

Las relaciones con Margarita ya estaban deterioradas cuando apareció el doctor Alejandrini, le recordaba vagamente como uno de los cantamañanas que vendían humo en su época de residente. Le dijo que si quería participar en un proyecto nuevo, iba a poner una Clínica particular en el Pinar de Chamartín. Se lo puso muy bonito, estaba muy metido en las instituciones colegiales, tenía magníficas relaciones con las farmacéuticas y escribía prácticamente en todas las revistas médicas de Europa. Le prometió un sueldo fabuloso y él dijo que sí. Pensó que con el dineral que iba a ganar se arreglarían las cosas con Margarita y soñó de nuevo con ser famoso. Se había vuelto egoísta, ya no pensaba más que en sí mismo, todas sus buenas intenciones se habían olvidado.

Había dejado el Hospital Clínico y se había instalado en la Clínica. Poco a poco al principio y después con plenitud, la Clínica y el equipo empezaron a crecer y a ser conocidos. La dura realidad fue que el único que terminó siendo conocido fue el doctor Alejandrini, el resto era el equipo. Él escribía la mayoría de artículos para las revistas, preparaba las ponencias para los congresos, lidiaba con los representantes de los laboratorios, incluso había descubierto un procedimiento nuevo para operar riñones y todo, todo, lo firmaba el doctor Alejandrini. Él ya se había dejado ir, trabajaba cada vez más y el doctor Alejandrini seguía figurando, se había resignado ya a no ser famoso, se estaba derrumbando moralmente y empezó a encerrarse en un muro de silencio, incluso cuando Margarita, las pocas veces que la veía, lo acusaba abiertamente de cobarde por no enfrentarse con su jefe.

Llevaban nueve años de matrimonio cuando Margarita estalló. Fueron muy civilizados. Los gemelos se quedaron con ella que se quedó con la casa y uno de los Mercedes. Se hizo el reparto como ordenó el Juez, y les pasa muy buena pensión. Todas las semanas, desde entonces, ha visto a sus hijos. Hoy mismo ha comido con ellos. Margarita rehizo su vida, y no la ha vuelto a ver. Sabe de ella por sus hijos.

Ha llegado al garaje. Se monta en el coche y se dirige al chalet. Aunque conduce a gran velocidad, lo hace cuidadosamente pues no quiere morir dentro del coche en un accidente. No teme a la muerte como les pasa a muchos médicos, y esta noche quiere llegar a casa sano y salvo. Recuerda retazos de la conversación con sus hijos. Ha confundido las carreras que estudian, no sabe ni el curso en que están y le han dicho que parece un viejo con la cara llena de arrugas. Ha comprendido de golpe que no tiene nada en común con ellos. Se ha sentido verdaderamente solo. El único sostén que lo mantenía se ha desvanecido como el humo, y eso lo ha decidido.

Ha llegado y se encamina al despacho. Se quita la chaqueta y la deja en el respaldo del sillón. Va al cuarto de baño, coge una ampolla de Fenobarbital, una aguja y una jeringuilla, se remanga y con la pericia que dan los años de práctica se la inyecta en el brazo izquierdo. Mientras se abrocha la manga se mira en el espejo y no se reconoce. Tira la jeringuilla y la ampolla a la papelera y vuelve al despacho. Se pone la chaqueta y se sienta. Coge papel y pluma. Solo le da tiempo a escribir: Sr. Juez, yo, Juan Pérez, doctor...


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