Nada normal (2002)

La espera

Mª Sol Gómez Arteaga

El viejo Andrés espera. Espera todos los días desde hace nueve años el coche de línea que llega del pueblo. Una tartana de color azul cobalto, que luce en letras amarillas el nombre de La vallisoletana. Como todos los días, el viejo Andrés llega puntualmente a la estación a eso de las once y media, y antes de tomar asiento en un banco frente a las dársenas, despliega la hoja de periódico que lleva guardada en el bolso de la pelliza, la misma hoja de periódico que conserva desde que cambiaron los bancos de madera de toda la vida por unos modernos de metal con agujeros, y a él éstos, incluso en verano, le parece que le dan frío.

Permanece sentado cosa de media hora. Las manos, de abultadas venas y pellejos, apoyadas en su cacha oscura, mirando con curiosidad a los viajeros que descienden de los autobuses, a los que no se han bajado y miran desde la ventanilla, algunos seguro le miran a él, a los que en este preciso instante hacen cola ante el conductor que comprueba sus billetes y que los llevará a otros destinos. Cada día ha visto decenas de viajeros, cientos de viajeros en estos nueve años.

Minutos antes de que den las doce, el viejo Andrés se levanta y se acerca despacio a la dársena diez para ver llegar, un poco a trompicones, como si hiciera un esfuerzo superior a sus fuerzas, la tartana azul. El viejo Andrés busca, como todos los días desde hace nueve años, entre los viajeros que se bajan, alguna cara conocida, algún rasgo o algún gesto entre los rostros jóvenes que le resulte familiar, que se asemeje al rasgo o gesto de algún viejo amigo. Del autobús desciende un chico al que pregunta:

—¿No eres tú de Nava?

Así, de sopetón, le ha salido. No sabe muy bien por qué. El viejo Andrés es un viejo discreto y sólo pregunta cuando cree estar seguro de acertar. El joven dice que sí, que es de Nava. Y al oírlo, el corazón le da un vuelco. Le pregunta por Bareta, por Demetrio, el del pajar, por Ramón, el tuerto, y el chico resulta ser nieto de Ramón ¿Cómo anda tu abuelo, chico?, pregunta con voz temblona. El joven le dice que está bien dentro de lo que cabe, pero que desde que se cayó de la escalera del pajar y se rompió una pierna ya no puede vivir solo, que ahora vive con ellos. El viejo Andrés se sonríe, pensando que “el tuerto” ni de viejo dejará de zascandilear, y le dice que nunca olvidará cómo se ganó el apodo, aquella noche que, siendo quintos, fueron a embestir reses bravas a la finca de don Esteban. Lo recuerdo como si hubiera sido ayer mismo, fue visto y no visto, cómo le amarró el toro, chico. Pero el joven le dice que lleva prisa, que todavía tiene que sacar el billete para Madrid. En el pueblo, añade, no hay vida; además, el pueblo no me gusta. Dale recuerdos a tu abuelo, de Andresín, dile, el del caserío. Y añade, con la confianza que le da el compartir lugares y gentes Y tú chico, aprovecha, que eres joven. El joven asiente, le da una palmada en el hombro y sigue hacia adelante. Pero antes de que sea engullido por la puerta de cristal de acceso a las taquillas, el viejo Andrés grita: Que no se te olvide, eh, los recuerdos. El joven, sin echar la vista atrás, levanta el brazo. Y se da cuenta: No le ha parado porque sí. Ese chico lleva en las venas la misma determinación y arrojo que demostró tener su abuelo hace sesenta años. Ojalá tenga más suerte.

Y contento, ésta es una de las escasas ocasiones desde que llegó del pueblo que alguien le da razón de un viejo amigo, emprende el camino de regreso a casa. De vez en cuando le han llegado noticias de cómo van los arreglos de la vieja torre de Santa María, tres años llevan ya de obras, o si el campo está amoroso. Pero de sus viejos amigos, nada. Por eso, para el viejo Andrés encontrar al chico hoy, es una muestra de que la espera vale la pena ¿No son el hijo de Ramón y mi Gloria de un tiempo? Ya verás cómo se alegra cuando le cuente. El viejo Andrés camina despacio, agradeciendo el tímido sol que le da en el rostro, que le calienta los hombros. Total, prisa no tiene, su hija por lo general llega después que él, le da tiempo de sobra para poner la mesa antes de que llegue. Ella le tiene dicho que si llega más tarde de las tres vaya comiendo, pero a él no le gusta comer solo, por eso no le hace caso y la espera. Será cosa de costumbres, pero en casa siempre se comió en familia. Hoy, lo ha visto antes de salir, hay sopa. La sopa, a la que le gusta echar migas de pan para que enfríe, es su plato favorito.

Abre la puerta de casa, el bolso y el abrigo de su hija están colgados del perchero de la entrada, y la ve en el salón, de espaldas, con el auricular del teléfono en la mano.

—Padre como siempre, tía, con su manía de ir a la estación a ver si ve a alguien del pueblo. ¿A quién va a ver, si la mayoría de los de su edad han muerto? Mejor estaría en casa que no por ahí, exponiéndose a malas contestaciones.

El viejo Andrés retrocede y sale de nuevo a la calle. Se sienta en el primer banco que encuentra, sin preocuparse de extender el papel de periódico, y pese a que el sol de diciembre le da de lleno en el rostro, siente un frío por dentro que le hace castañear los dientes. No sabe el tiempo que pasa así, sentado. Luego regresa a casa.

—¿Es que no se da cuenta de qué hora es? Creerá que no tengo más preocupaciones...

El viejo Andrés no contesta. Se fija en el plato de sopa que hay encima de la mesa. En el manto cuajado que la recubre.

El viejo Andrés se sienta, así quieto parece una estatua. Su hija, en cambio, se mueve de un lado para otro. Cuando regresa a la cocina lleva el abrigo puesto.

—Ah, se me olvidaba, llamo la tía Flora, me dio recuerdos para usted.

El viejo Andrés contempla el plato de sopa fría muy quieto.

—¿Me ha oído lo que le he dicho?

—Sí, la tía Flora.

La hija se detiene un instante mirando al viejo Andrés. Como si quisiera decir algo. Sólo dice:

—Bueno, me tengo que ir.

El viejo Andrés se queda solo frente al plato. Solo frente a la tarde que se avecina. Comerá y quitará la mesa, procurando, al retirar el mantel, no caer migas en el suelo. Encenderá el televisor y verá uno de esos documentales sobre animales que tanto le gustan. Luego jugará a hacer solitarios. Cinco distintos se sabe... Pero hoy no, tiene una idea mejor: Jugará al tute con Ramón. Eso es, como cuando echaban la partida en el bar de “Cholo”, a ver quién llega antes a los treinta y dos tantos. Y mañana volverá a la estación, como todos los días, desde hace nueve años, a esperar la llegada de la vieja tartana azul. Es lo que tiene que hacer. Coge la cuchara y con resolución se lleva la sopa a la boca.

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