Nada normal (2002)

Deseos de vivir

Mercedes de la Guardia Rosales

A Francisco


Aquel día amaneció nublado, como si fuese a llover. Incluso en Alhaurín llueve en otoño. Rocío estaba un poco mareada, y se notó muy pálida al maquillarse. No le dio importancia, ni siquiera se lo comentó a Pedro para no alarmarlo. Desde que pasaron los primeros tres meses de embarazo no se había vuelto a marear. Se empezó a vestir para ir al Ayuntamiento. Pedro le acarició la barriga, le resultaba emocionantísimo sentir como su hija se movía, era increíble. Para ambos era un momento de gran dulzura. Rocío había engordado bastante y la barriga se le notaba mucho, sin embargo estaba mucho más guapa, tenía la cara iluminada, y su piel parecía de seda. Sintió una punzada en el bajo vientre y fue al baño. Vio que algo no iba bien, se alarmó, se lo dijo a Pedro.

Rápidamente salieron para Urgencias del Carlos Haya, a Málaga. Fueron solos, no querían preocupar a la familia. El camino se les hizo muy largo. Aunque no había demasiados kilómetros, a ellos les pareció eterno. Pedro la miraba de reojo, y a Rocío las lágrimas no paraban de manarle, a pesar de sus esfuerzos por evitarlo, sabía que eso era malo para el bebé. Pero había sido un camino demasiado largo para quedarse embarazada de esa niña tan deseada como para que se echase todo a perder. Trataba de alejar esos pensamientos tan negativos, pero una y otra vez volvía a lo mismo, sentía cómo su estómago se le encogía poco a poco, y de repente, como un rayo, un dolor le atravesó todo el abdomen, de un costado al otro, la hizo encogerse.

Pedro le tenía cogida la mano y notó cómo, además de sudorosa, apretó la de él cuando sintió el dolor. Sin pronunciar palabra aceleró el coche.

Llegaron a Urgencias. Dos celadores la sentaron en una silla de ruedas y se la llevaron a Maternidad. A Pedro le dijeron que esperara en la sala, que le avisarían por los altavoces.

La doctora Garijo apareció a los diez minutos y tras hacerle el historial, le hizo una ecografía y un reconocimiento completo.

—Rocío, malas noticias, el feto está bien, pero tú estás dilatando, y no hay forma de retenerlo. Es un aborto —le dijo la doctora.

Rocío empezó a llorar desconsoladamente, la doctora le cogió la mano para darle ánimos.

—Tranquila —le dijo—, intenta estar tranquila. Sé que es muy difícil, pero ahora digo que te den un sedante y un analgésico, si no los dolores van a ser más fuertes y va ser peor.

Casi sin poder articular palabra, Rocío le dijo:

—¿Cómo que un aborto?, ¿no es un parto prematuro?

—No, con cinco meses de gestación el feto no puede sobrevivir. ¿Ha venido tu marido contigo?

—Sí —contestó Rocío, y le dio una nueva contracción.

—Ahora le avisamos. Te van a pasar a una habitación y en cuanto quede libre el quirófano te haré la intervención.

Pedro llegó en ese momento, aún no sabía nada, pero no necesitó más que ver la cara de Rocío para comprender qué pasaba. La besó, besó sus lagrimas intentando contener las suyas, lo que le hacía temblar el bigote. Ella tenía una palidez que él nunca le había visto, hasta los labios parecían sin color, solo destacaban los ojos rojos por el llanto.

La llevaron a una habitación con una cama y un pequeño sofá, en la zona de privados, y le dieron un camisón que se puso. Una enfermera le dio unas píldoras y le dijo que se las tomara con un sorbo de agua. Le tuvo que dar varios pinchazos para ponerle la vía, Rocío tenía las venas muy finitas, pero era tal su abatimiento que ni dolor sintió. El suyo era profundo, interior, sentía que su última oportunidad de ser madre se acababa de esfumar. Nunca más lo conseguiría. Le entró una especie de sopor, y le pasó, a través de imágenes inconexas, el proceso que había vivido para quedarse embarazada, solo interrumpidas por el dolor de las contracciones que cada vez eran más fuertes y seguidas. Revivió la consulta en que le dijeron que el problema podía ser sus 38 años y cómo se sintió, como un producto caducado, que ya no sirve para nada, el vacío que ello le produjo, las ilusiones que de nuevo le despertaron con los tratamientos y cómo uno tras otro intento fallido, se volvían a esfumar, hasta que por fin vio la primera ecografía de su hija. La felicidad que sintió cuando le dijeron que iba a ser una niña. Pedro la observaba, porque, aunque la creía dormida, su gesto iba cambiando, de cara de desconsuelo, a sonrisa, a enfado. No sabía qué hacer ni cómo interpretarlo. Se quedó la mano de ella entre las suyas y mirándola.

A las dos horas se la llevaron al quirófano. Pedro se despidió de ella con beso en los labios y diciéndole “te quiero”. Ella ya no lloraba, había caído en un estado de abatimiento y resignación tal que, unido al sedante, le había adormecido los sentimientos. Le respondió a Pedro que le quería.

En el quirófano, tras anestesiarla, los médicos le hicieron una cesárea. Al extraer el feto lo tiraron a la basura con los otros residuos, para dedicarse definitivamente a la mujer, e impedir que tuviese una hemorragia ó una infección. Entonces alguien del equipo dijo:

—¿Qué es eso?, ¿oís?

Se callaron todos. Del cubo de la basura provenía un ruidito que parecía el llanto de un bebé. Lo abrieron y efectivamente el feto estaba llorando. Rápidamente lo envolvieron en mantas, y por un micrófono dieron la alerta para que viniesen rápidamente los pediatras de urgencias. Se organizó un revuelo descomunal. La centralita del hospital no daba abasto localizando a todos los profesionales que podían echar una mano. Era un caso insólito, la primera vez que un feto de 5 meses sobrevivía al parto.

Con Rocío se quedó solo la doctora Garijo, el anestesista y una enfermera, que acabaron la intervención rápidamente. Y la llevaron a la sala de reanimación hasta que se despertase de la anestesia.

A la niña la metieron en una incubadora, y la empezaron a poner tubitos por todas partes, lo importante era mantenerle el calor del cuerpo, y la respiración asistida. Trabajaron a unas velocidades de vértigo. Era como si lo hubiesen estado haciendo toda la vida, pero ciertamente tras unos minutos iniciales de confusión, el doctor Galera había tomado la dirección del equipo de neonatología, y se habían organizado rápidamente.

Pedro, en la sala de espera estaba ajeno a todo esto. De nuevo le llamaron por los altavoces. La doctora Garijo le informó de lo sucedido y del estado de Rocío, que era bueno, en unos minutos podrían llevarla a la habitación.

Rocío volvió de la anestesia, estaba como en una nube, y sintió cómo le tiraban los puntos de la tripa. Tenía sueño. Una enfermera se dio cuenta de que había abierto los ojos, y le preguntó que cómo se encontraba. Ella le respondió que le dolían los puntos y el alma, que tenía mucha sed. Pero aun no podía beber agua, hasta que le quitasen el gota a gota.

—La vamos a subir ya a la habitación —le informó.

Allí la estaban esperando Pedro y el doctor Galera, que le contó lo que había sucedido, el corazón le empezó a latir fuerte y las lágrimas le volvieron a manar, no podía hablar, el nudo de su garganta se lo impedía. Como pudo le preguntó al doctor:

—¿Qué posibilidades tiene la niña de vivir?

—Ni idea, es el primer caso que se ha presentado en España, y no sabemos, pero no tenga dudas de que vamos a hacer todo lo posible y lo que la ciencia nos permita. Incluso, si fuese necesario vendrían médicos de Madrid a ayudarnos, por tanto, solo cabe esperar.

—¿Puedo verla?

—No, hoy todavía no. Mañana, si puede levantarse la llevarán a verla.

Al día siguiente bajaron a Rocío a ver a su hija. Era muy chiquitita, del tamaño de una de sus manos. Había pesado 500 gramos. No tenía piel, sólo la cubría como una especie de membrana, y se le veían todas las venitas azules por el cuerpo, pero por lo demás era un bebé en miniatura, lo tenía todo, sus brazos, manos, piernas, pies, todos los deditos. Sus órganos vitales estaban formados y había que esperar a que se acabaran de desarrollar. A Rocío le parecía un sueño, que aquello tan chiquitito, fuese su niña. Rocío les dijo estaba claro su deseo de vivir.

A la semana, a Rocío le dieron el alta, pero le dijeron que tendría que ir a diario al hospital. La niña tenía que sentirla cerca, tenía que hablarle, necesitaba oír su voz, sentir su tacto, eso la ayudaría a desarrollarse. Rocío pidió en el trabajo un permiso especial. Durante nueve meses fue al hospital, día a día, para ver y hablar a su hija, al cabo de los cuales los médicos le dieron el alta.

Rocío se pidió la excedencia para disfrutar ese milagro de la naturaleza.

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