Nada normal (2002)

El abrigo

Elena Hernández Matanza

Para Juan José, mi inspirador.
Para el otro Juan José, uno de mis maestros.





José Manuel se puso el abrigo y enseguida notó que pesaba demasiado. No solía fijarse mucho en la ropa que se ponía, pero el abrigo que le acababa de dar su mujer le había gustado especialmente.

—Te sienta bien —le dijo ella—, se nota que era de un señor importante. La verdad es que está como nuevo. Si casi no tuvo tiempo de disfrutarlo, el pobre, tanta política y ya ves...

José Manuel se miró en el espejo de la habitación y se encontró atractivo con aquel gabán azul marino, como si estuviera más estirado. Sin duda, el abrigo era de buen paño y por eso pesaba tanto.

Luego salió al pasillo, dio una vuelta por la cocina y el baño y volvió a entrar en el dormitorio. Se colocó de espaldas al espejo, metió las manos en los bolsillos y giró despacio hasta quedarse de nuevo frente a su imagen. Quería comprobar si su primera impresión no había sido errónea.

Lo cierto es que el abrigo destacaba lustroso en el espejo y él parecía cada vez más alto. Ensayó una mueca al estilo de un padrino de la mafia y luego sonrió satisfecho por el resultado. No había estado mal, pensó, nunca hasta ahora le había salido aquel rictus de hombre duro y poderoso.

Sacó las manos de los bolsillos para echarse el pelo para atrás con los dedos y observó contrariado que su cara volvía a ser la de siempre, con la frente ligeramente arrugada y los mofletes demasiado blandos. Intentó rescatarse a sí mismo y recuperar ese rostro duro que tanto le había gustado. Volvió a meter las manos en los bolsillos del abrigo azul marino de paño y comprobó con satisfacción que de nuevo su cuerpo se erguía y su frente se despejaba, ahuyentando las arrugas que hasta hace un instante conferían a su rostro esa sensación de debilidad y angustia a la que estaba tan acostumbrado.

Su mujer le apremió desde el baño para que saliera ya hacia la estación para despedir a su madre, pero él se demoró todavía un poco más ante el espejo. Luego, con las manos todavía en los bolsillos y la nueva expresión de dominio que había adoptado, se metió en el baño para despedirse de su mujer que estaba terminando de pintarse los labios.

Ella se giró de pronto y le dio un beso en la boca. José Manuel abrió mucho los ojos y luego, cuando ella ya se había separado de él y volvía a retocarse, los cerró brevemente para disfrutar de ese momento. Hacía mucho que no sentía los labios de ella en su boca. Salió del baño todavía embelesado, mientras su mujer comenzaba a cantar inusitadamente una canción que José Manuel no conocía, pero que le puso la carne de gallina.

Cuando iba a marcharse, apareció su hija, que había permanecido encerrada en su cuarto mientras se preparaba para salir esa noche. La chica le dedicó una breve mirada de aprobación y él se sintió más seguro que nunca. Sentía las manos muy calientes dentro de los bolsillos.

—¿Volverás antes de la una, no? —le preguntó a su hija.

—¿La una? ¿Ya estamos otra vez, papá? —protestó ella.

Él la miró muy serio y le dijo simplemente:

—Sí, volverás antes de la una.

La hija se quedó callada y él salió hacia la estación. Sin embargo, cuando sacó la mano para abrir la puerta de la calle, oyó las protestas de su hija y, de pronto, le pareció que ya no tenía tanta autoridad sobre ella.

En la calle hacía frío y la parada del 9 estaba vacía. Le tocaría esperar unos quince minutos. Se sentó en el banco metálico de la marquesina y tras subirse el cuello del abrigo metió las manos en los bolsillos. Se sentía bien dentro de aquel abrigo de paño, sobre todo ahora que se había acostumbrado a su peso. Todo le parecía más fácil. Estaba claro que aquel abrigo le daba suerte.

El autobús apareció enseguida. Picó su abono transporte y se dirigió al único asiento que había libre, pero una señora con sombrero se le adelantó y le quitó el sitio. Él la miró contrariado y ella le respondió con un mohín de reproche. En su nueva situación, le pareció que aquel pequeño percance era un contratiempo inaceptable. Volvió a guardarse las manos en los bolsillos e inmediatamente un joven le cedió su asiento. Él se sentó y luego giró la cabeza para dedicar una mirada de triunfo a la señora del sombrero.

En la estación le esperaban ya su madre y su hermano. Nada más llegar, su madre le miró de arriba abajo con detenimiento. Él sonrió con la boca ligeramente ladeada y ella cambió su habitual cara de enfado por una sonrisa un poco forzada. También su hermano le había mirado de una forma diferente. Se había separado un metro para contemplarle mejor y luego le había dado un abrazo en lugar del sobrio apretón de manos con el que solía saludarle.

José Manuel supo que todo iba bien, que todo iría bien de ahora en adelante. Luego su madre le preguntó:

—¿Me has comprado la napolitana de crema para el viaje?

José Manuel no se inmutó ante lo que, en circunstancias normales, podía haber sido una tragedia. Mientras, su hermano hacía como que buscaba algo en una de las bolsas de viaje.

—No, mamá. Y deja ya de comer tantos bollos, que te estás poniendo tremenda.

La madre enmudeció por completo, mientras su hermano seguía rebuscando en las bolsas sin levantar la vista.

—Bueno —balbuceó ella al fin—, quizá tengas razón.

José Manuel les invitó a un café y luego les acompañó hasta el tren. Una vez que se habían instalado, sacó la mano para despedirles y enseguida vio cómo su madre mascullaba algo que parecía desagradable al otro lado del cristal y su hermano le dedicaba una mirada de odio. José Manuel no quería seguir mirándoles y se marchó apresuradamente del andén.

Cuando llegó a casa, se dejó caer en el sofá sin quitarse el abrigo y sin sacar las manos de los bolsillos. Permaneció así un rato, en silencio, tratando de entender lo que estaba sucediendo. Entonces, su mujer salió de la habitación, se sentó en sus rodillas y rodeándole el cuello con sus brazos perfumados le dijo:

—Pero bueno, ¿es que mi galán no va a quitarse nunca este abrigo?

Luego ella le guiñó un ojo y él pensó en los meses que llevaba sin besar su ombligo y sentir sus caderas. La siguió dócilmente hasta el dormitorio y se tumbó sobre la colcha como si fuera un muñeco. Ella se subió la falda y sin quitarle el abrigo empezó a cabalgarle con destreza. A José Manuel le costó trabajo contenerse ante aquella imagen de su mujer gimiendo con la cabeza ligeramente echada hacia atrás. Esperó a que ella explotara y luego se dejó llevar por sus movimientos.

En el momento del orgasmo, José Manuel no pudo más y sacó las manos de los bolsillos para posarlas en las caderas de su mujer. Dejó escapar un grito agudo y prolongado y luego permaneció allí tumbado, saboreando todavía las formas de aquellas caderas tan añoradas.

José Manuel continuaba inmóvil sobre la cama. Ella comentó mientras se colocaba la falda:

—¡Ah! Y que sea la última vez que me vienes con éstas. Ya sabes que mí me gusta lo clásico.

José Manuel se quedó solo en la penumbra de la habitación con las manos tendidas sobre la colcha y se dio cuenta de que dependía totalmente de aquel abrigo. Mientras oía cómo su mujer preparaba la cena en la cocina, empezó a pensar cómo iba a ser su vida de ahora en adelante. Pensó en las cosas que podría hacer con las manos en los bolsillos y se imaginó que sólo podría dormir, pasear por el barrio saludando a la gente con un movimiento de cabeza, esperar al autobús en una mañana fría y ver la televisión sin cambiar de canal.

Luego, sin darse cuenta, le empezaron a venir a la cabeza todas las cosas para las que necesitaría usar las manos: hacer el amor con su mujer, jugar al chinchón con los vecinos, manejar el ordenador en el trabajo, parar un taxi, comer ensalada de pasta, lavarse los dientes, ducharse, leer el periódico. Enseguida, todas ellas empezaron a agolparse hasta que de pronto le vino la imagen del verano. Eso sería el fin.

Entonces se levantó como un autómata y con la vista perdida en el fondo del armario se quitó el abrigo. Lo dobló con cuidado y lo dejó encima de la cama. A continuación metió un poco de ropa en una bolsa. Luego entró en la cocina y le dio un beso a su mujer en la frente. Ella dejó de batir los huevos y durante unos instantes se quedó mirando el edificio de enfrente. Luego gritó:

—¿Se puede saber adónde vas ahora?

Pero José Manuel ya había cogido el ascensor y no la oía.

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