Nada normal (2002)

Don Derecho

F. J. Herbosa Lorenzo

Cuando las cosas se volvieron a torcer por décima vez, mi padre acudió a don Derecho, el único hombre capaz de reconciliar a Ángela y Saturnino, que por unas o por otras llevaban nueve años dejándoles con el sí metido en la boca. Y se lo pidió, no porque no resistieran un nuevo “ahí os quedáis en los bancos de la iglesia y allá os las compongáis”, sino porque el abuelo de Saturnino llevaba nueve años esperando el sí para morirse tranquilo, y lo cierto es que ya no aguantaba más con la fosa abierta. “Esto que me estáis haciendo es contra natura... ¡Tengo ya más de ochenta años!... Tenedme un poco de piedad...”, abroncaba a su nieto cada vez que se lo echaba al ojo.

Conjurados para que aquel año se cumpliera por fin el compromiso, llamaron a don Derecho, que no soportaba las torceduras y siempre hacía en línea recta sus paseos. “Si las cosas se tuercen, vete a don Derecho”, decía mi madre, y no le faltaba razón. Había una costumbre en el pueblo de llevar a su casa, los miércoles de ceniza, una caterva de torcimientos, y por allí pasaban gibosos, ancianos corcovados, chavales demasiado altos, desviaciones de tabique y torceduras de tobillo que se curaban no más les impusiera las manos.

Un día mi padre llevó a don Derecho a la casa de Saturnino para que se entrevistara con el chico. Al salir su gesto de preocupación era considerable. Le explicó que el asunto era muy delicado. A Saturnino le había crecido un capullo de rosa en sus partes pudendas; pero eso no era lo peor, sino que cada vez que se iban a casar, la rosa le florecía, con pétalos, espinas y todo. Esa era la razón por la que Ángela le rechazaba un año sí y al otro también desde hacía nueve, porque aunque los calzoncillos le olieran muy bien y los pétalos fueran suaves al tacto, las espinas... ¡ay! las espinas.

Don Derecho acudió también a hablar con Ángela, que le hizo entender que en esas condiciones era muy difícil cumplir con el rito del matrimonio; ella quería mucho a Saturnino pero no pasaría por engendrar una rosaleda en vez de un niño. Después de pensar y repensar, de consultar aquí y allí, don Derecho encontró el modo de poner firmes las cosas, y convenció a Ángela para que se apuntara a un curso de jardinería de un año, en el que aprendería el arte de la siembra, el cuidado y poda de los rosales. Lo tomó con tal empeño y dedicación que, al cabo, Ángela ya era una autoridad en la materia, así que don Derecho le dijo a Saturnino que ya estaba todo preparado para el casamiento. La boda se consumó para el asombro de toda la vecindad, que asistió a los oficios con la boca abierta, y el abuelo de Saturnino pudo por fin estirar la pata a gusto en la fosa que tenía abierta desde hacía nueve años. Desde entonces Ángela se dedicó a mimar y dar tibieza al brote que Saturnino tenía en sus partes pudendas, para que llegada la primavera floreciese impetuoso, que de las espinas ya se encargaría con la poda, pues sabiendo como sabía de jardinería no tenía temor a manejar el asunto.

Don Derecho se quedó definitivamente tranquilo el día que llegó al mundo el vástago de Ángela y Saturnino. Lo llamaron Rosauro; tenía la piel suave como un pétalo y las únicas espinas que le salieron fueron en la lengua, aunque bien de daño hacía cuando pinchaba. Tras morir, en lugar de pudrirse, su cuerpo emanó un aroma a rosas que aún después de enterrado, a los enamorados les hacía buscar su tumba para devorarse a besos en el cementerio. Y de don Derecho, tenemos constancia de que ya muy anciano inclinó la cabeza, y cómo don Derecho sólo había uno, ya nadie se la consiguió enderezar.

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