Nada normal (2002)

Desidia

Pablo Insua

Jaime se levantó tarde el sábado. Apartó el montón de ropa sucia que había a sus pies y se calzó a tientas las zapatillas que había debajo. Se acercó con paso cansino hacia la ventana, en la oscuridad palpando para no tropezar, y subió la persiana. El cambio de luz apenas se notó. Fuera el cielo estaba gris, llovía con fuerza y los árboles del parque que había enfrente se sacudían con violencia. Abrió la ventana para ventilar un poco la habitación cruzando la doble hoja para que no entrara el agua. En el interior olía a rancio, a cerrado.

Jaime caminó aún en pijama hacia el baño para afeitarse, pero al ver el revoltijo que había con el bote de espuma abierto y reseco, restos de pelo en la ducha y el grifo goteando cada vez más deprisa le hicieron dejarlo para más tarde. O quizás dejarlo definitivamente. Dejarse crecer la barba, cambiar de aspecto.

Dio unos pasos hacia la cocina. La pila estaba llena de platos sucios. Buscó un vaso en el estante de encima de los fogones. Cogió el último que quedaba limpio. Abrió la nevera y un olor pestilente le penetró por la nariz. Sacó un trozo de queso mohoso y una manzana medio podrida y los tiró a la basura. Cogió el cartón de leche de la puerta y no le hizo falta arrimar la nariz para saber que era imbebible. La volcó en la pila sobre los platos sucios y la cocina se lleno aún más de un olor agrio. Dejó con violencia el vaso que tenía en la mano sobre el resto de cosas sin fregar mientras maldecía entre dientes.

Sonó el teléfono. Jaime corrió al salón y descolgó. Al otro lado de la línea, con una voz seria y cortante, Laura le ordenaba que fuera a su casa y después colgaba con violencia. Jaime volvió a dejar el teléfono en su sitio sin decir nada. Comenzó a pensar qué demonios le podía ocurrir. Había estado con ella la noche anterior y parecía feliz, un poco abstraída como últimamente, pero nada raro. No se podía imaginar por qué le había hablado en ese tono.

Volvió a su habitación, abrió el armario, se puso los únicos vaqueros que quedaban y la última camiseta, un jersey negro que había arrugado sobre el escritorio y salió hacia la puerta. Cuando fue a coger las llaves del colgante que había junto al perchero del que acababa de quitar el plumífero vio que no estaban. Buscó en todos sus bolsillos sin encontrarlas. Volvió a la habitación. Sobre la mesilla tampoco estaban, ni en los cajones ni en los bolsillos del pantalón del día anterior. Comenzó a ponerse nervioso, iba a llegar tarde y Laura no parecía estar para demasiadas bromas. Fue a buscar en el salón pero sobre la mesa tampoco las encontró. Intentó pararse a pensar. El sudor comenzaba a gotearle por la frente. Recordó que la noche anterior al volver de su cita con ella se había quedado dormido en el sofá viendo la televisión. Levantó los cojines y las vio.

Corrió hacia la puerta y bajó de tres en tres los nueve escalones que daban a la calle. Giró a la derecha en la primera calle tapándose la cabeza con la espalda del plumífero para no mojarse. Cuando encontró su Opel Corsa rojo se metió dentro, arrancó y salió derrapando. Mientras conducía por el concurrido tráfico de la ciudad, en la radio un locutor con voz ronca narraba el último crimen pasional ocurrido esa misma noche, una mujer, al parecer harta de la indiferencia de su marido, le había envenenado con no sé qué sustancia. “¡Tú dame ánimos!”, dijo Jaime hablándole al locutor. El semáforo se puso en verde, Jaime, que seguía dándole vueltas a la llamada de teléfono, se puso en marcha cuando el coche de atrás le pitó. Las ruedas volvieron a chirriar contra el suelo. Giró a la izquierda, siguió hasta el final de la calle y frenó en seco frente a la casa de Laura. Tiró del freno de mano, quitó las llaves del contacto y bajó del coche sin preocuparse por dejarlo en segunda fila.

Buscó con pulso tembloroso el botón del piso de Laura en el portero automático y lo apretó tímidamente. Sin mediar palabra, Laura le abrió la puerta. Jaime subió sin prisa las escaleras hasta el primer descansillo. Se detuvo un instante para tranquilizarse. Subió el último tramo de escaleras y entró en casa de Laura por el hueco que esta le dejó al apartarse sin decir nada.

La claridad que entraba por el ventanal del salón le pareció desproporcionada para el día de perros que hacía fuera. La casa, a juzgar por su aspecto, podía estar esperando al fotógrafo de una revista de decoración. El tono salmón de las paredes resaltaba los cuadros enmarcados en madera con estilo antiguo. Los adornos de flores secas sobre la mesita y las figuras de escayola pintada que había en las esquinas le daban a la estancia un aspecto majestuoso. Junto al sofá azul de los viejos tiempos de pasión había un revistero de madera que parecía diseñado para ese rincón. Frente al sofá un televisor de pantalla panorámica y una moderna cadena de música se situaban sobre el mueble bar que tras sus puertas de cristal tallado dejaba ver las copas de champán que él compró para la cena de su aniversario

Laura le pidió que se sentara. Jaime esperó siguiéndola con la mirada a que Laura se sentara junto a él, pero no lo hizo. Laura cogió de la mesa del comedor contiguo una silla y se sentó frente a él al otro lado de la mesita baja del salón. Apartó el cesto de flores y lo sustituyó por un cenicero también de cristal en el que posó el cigarrillo que sostenía entre sus labios.

Jaime esperaba ansioso a que Laura rompiese el silencio. Cruzó los brazos sobre su pecho, enderezó la espalda y la miró a los ojos.

El tono de Laura se endulzó cuando comenzó a hablar. Los reproches fueron saliendo con suavidad de su boca. Laura hizo una pausa para encender otro cigarrillo y Jaime intentó interrumpirla pero ella no se lo permitió. Sin elevar en absoluto el tono Laura dijo que su relación no podía continuar. No dijo que su relación no pudiese continuar así, lo que le hubiese dado a Jaime una enésima oportunidad, dijo simplemente que no podía continuar. Con gesto triste Laura se levantó para invitarle a marcharse y Jaime la acompañó en silencio hacia la puerta. Antes de salir Jaime volvió a intentar decir algo, pero Laura le puso el índice sobre los labios, se acercó a él para besarle en la mejilla y mientras decía que le llamaría abrió la puerta para dejarle salir.

Cuando Jaime llegó de nuevo a la calle vio que su coche no estaba donde lo había dejado.

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