Nada normal (2002)

Vuelve cuando empiece la tormenta

Aránzazu de Isusi

Para Amama y Osaba Jaime
que duermen bajo el Udala





—Papá, coge la cachaba, que Germán nos está esperando en el coche. Ángel se puso el abrigo, metió en su bolsillo derecho una postal antigua que representaba a una bruja y cogió varias bolsas de plástico de un rincón del pasillo.

—¿Qué llevas ahí?

Ana Mari se acercó y se agachó hacia las bolsas. Ángel las acercó hacia su cuerpo amarrándolas fuerte y contestó:

—Son las fotos que tenía mamá en el arca del portal.

—Pero papá, ¿para qué quieres llevar todo eso si volverás para el verano?

—Así las ordeno.

—Venga, vale, compraremos unos álbumes. ¿Has cerrado las persianas del salón?

—Sí, Ana Mari.

—Pues venga, dame las llaves y sal de una vez.

Ángel apagó la luz del pasillo y bajó despacio las nueve escaleras que había hasta el portal.

Germán les esperaba en su Audi, salió y le ayudó a acomodarse en el asiento trasero. Arrancó y tomó velocidad.

Ángel miró sus montes. Aquel día el viento hacía que las peñas parecieran recortadas.

Se despidió de la peña de Udala, que acompañaba a las fotos familiares desde que él tenía memoria. Y allí, abrigados por Udala, dejaba a todos sus muertos. Y allí bajo la peña descansaba María.

Ángel respiró profundamente y trató de concentrarse en las ovejas que había en los prados de al lado de la carretera.

Pasaron por la ermita de San Adrián y pensó en todo lo que había bailado de mozo en aquel lugar, y vio el monte Amboto que, como un padre, velaba por su valle.

—¿Te acuerdas, Ana Mari, cuando había tormenta?

—Sí, papá, siempre nos contabas que la dama de Amboto iba volando desde Amboto hasta Udala entre rayos y truenos. Siempre se lo cuento a Anita cuando hay tormenta en Madrid.

—Es que es verdad, Ana Mari, ya me lo contaba el abuelo Ramón cuando era pequeño.

Poco a poco el paisaje fue amarilleando hasta que llegaron a Madrid.

Ana Mari y Germán se mostraron todo el tiempo cariñosos con él. El cuarto que le habían preparado tenía televisión y una camilla pequeña con una butaquita para sestear.

Deshizo la maleta y colgó la ropa en el armario. En el último cajón de la cómoda colocó sus bolsas de fotos.

—¡Papá, a cenar!

—Voy, Ana Mari.

—Mira, papá, este será tu sitio, al lado de Anita que está encantada de que vengas a vivir con nosotros .

—Gracias, pochola —dijo Ángel pasando la mano por la cabeza de la niña.

—Sí, abuelo, podrás venir al colegio a buscarme y me contarás todas las historias de brujas que le contabas a mamá de pequeña. Todo lo de brujas mola, ¿sabes?

—Brujas no, damas, les gusta que les llamemos damas.

—Toma, papá, este será tu servilletero. Seguro que te vas a encontrar muy cómodo aquí, ni siquiera echarás de menos el mus de los jueves, ya verás.

Ángel sonrió:

—Seguro, hija.

Comieron la verdura y el huevo frito y pasaron a ver la tele.

—Ana Mari, hija, me voy a dormir.

—Bien, papá, estarás cansado del viaje.

—Hasta mañana, pochola. Te contaré muuchas historias de damas.

—Adiós, abuelo —y le besó.

Ángel sacó su pijama azul, entreabrió la puerta de su cuarto para asegurarse de que no había nadie en el pasillo y se dirigió al baño. Una vez aseado volvió a su cuarto y sacó las bolsas de fotos. María no las había puesto en álbumes pero había cierto orden cronológico. Vio una foto de él con sus hermanos pequeños y sus padres. Gabriel —el pequeño— en brazos del aña, la vieja Leona, la de Goiko-etxe. Aparecían bajo las peñas de Udala en un día azul.

Una foto de comunión de su hermana Teresa, los seis hermanos de gala y al fondo las peñas.

Su preferida, una foto dedicada de María que aparecía cerca de unos montones de heno un día que fueron de excursión a Amboto cuando aún eran novios. Ángel miró por la ventana. Había varios coches en el semáforo. Un grupo de chicos reía. En Madrid nunca era totalmente oscura la noche. Sacó la foto de boda. Se la hicieron un año después y María vestía de negro y llevaba el pelo a lo garçon. Aquí no estaban los montes, el fondo era gris. Ángel miró otra vez por la ventana, vio la casa de enfrente. Un hombre gordo veía la tele. En Madrid no se veían las estrellas. Cerró los ojos tratando de dejar de pensar.

Cuando los volvió a abrir amanecía y el semáforo ya estaba lleno de coches. La persiana del señor gordo estaba cerrada. Ángel se vio rodeado de fotos. La montaña se veía enorme. María se veía enorme. Miró para abajo y vio que sus piernas habían adelgazado y que acababan en unas uñitas que parecían de pájaro. Pensó que soñaba pero vio que ya no tenía manos sino alas. Movió el ala derecha, después la izquierda, luego las dos y revoloteó hasta la lámpara. Debía estar soñando. Volvió a la camilla. Escuchó la puerta.

—¿Papá, estás ahí?

—Pío, pío —contestó.

—Papá, contesta. ¿Estás ahí?

—Pío, pío.

—Papá, por favor...

Ana Mari abrió la puerta. Vio las fotos sobre la camilla.

—¿Qué haces ahí, pajarraco? Anda, sal.

Abrió la ventana.

El pájaro revoloteó en torno a la lámpara y salió por la puerta en dirección al cuarto de Anita. La observó durmiendo y se posó un poquito en su cabecero

—Adiós, pochola, mamá te contará cuentos de damas —pió.

Ana Mari le perseguía.

—Venga, fuera de aquí, pajarraco.

El pájaro se posó en la camilla y cogió con el pico la foto de María con los montones de heno. Ana Mari le siguió, volvió a comprobar que su padre no estaba y dijo:

—Papá, papá ¿Dónde te has metido? Tú, pajarraco, ladrón, deja esa foto.

Ángel la siguió sujetando con el pico y salió por la ventana. Se posó en el alfeizar de la ventana del gordo y contempló la casa de Ana Mari.

—Adiós, hija, y gracias. Esto no es para mí, sea o no un pájaro.

Tomó camino hacia el norte. Pasó montañas, prados amarillos, iglesitas románicas, ríos con choperas y alguna catedral. El paisaje comenzó a ser verde y plagado de ovejas latzas. Ya veía los caseríos en las montañas, ya pronto llegaría a su peña de Udala.

Empezó a llover y se refugió en la rama de un pino pensando que, si seguía, su foto se estropearía. A lo lejos ya se veían sus montes. Comenzó a volar hasta que se posó en la torre de la ermita de San Adrián.

Por fin, vio la peña de Udala. Ahora podría llegar hasta la cima como cualquier pájaro y quizá vería a la bruja llegando en las noches de tormenta. Fue volando hasta la falda de Udala y encontró el sitio de María. Sobre una ranurita dejó su foto y le trajo una margarita del prado de al lado.

—Los pájaros no rezan —pió.

Levantó el vuelo y llegó a la cima. Cuando comenzó la tormenta Ángel presintió que la dama estaba cerca.

—Hola, dama, desde pequeño te quería conocer. Tú has sido mi compañera de mil tormentas.

Tras un trueno ensordecedor la dama contestó:

—Sólo los que aman los montes pueden verme. Bienvenido a mi tierra.

Entonces distinguió claramente su silueta. La vio bajar y esconderse en su cueva.

Cuando cesó la tormenta, Ángel vio que la noche era oscura y que desde el cielo le acompañaban las estrellas.

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