Nada
normal (2002)
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La estatua |
Mª Encarnación Jaca Uriarte |
A Javier
Después del largo y cansado viaje, la caja en donde había sido transportada se abrió, invadiéndome una agradable sensación. Dos fornidos hombres me extrajeron de entre la paja en la que estaba sumergida y, con suaves paños, frotaron mi exterior hasta quedar reluciente. Cuando estuve lista me trasladaron hasta el podio de mármol negro diseñado especialmente para sostenerme. Depositada sobre él, se aseguraron de que estaba bien asentada. Así fue como llegué a mi nuevo hogar. Había pasado muchos años a la intemperie y, aunque mi estructura no sufrió ningún daño importante, la piedra sobre la que me tallaron estaba algo corroída y deteriorada. Aún recuerdo el gesto de admiración en el rostro de Livia, la esposa del emperador Augusto, cuando me vio finalizada. Ella había encomendado el encargo a un afamado escultor griego, allá por el siglo I a. C., para ser entregada como ofrenda a las sacerdotisas de la Casa de las Vestales. La única intención de la patricia era ganarse los favores de la diosa Vesta, en cuyo honor estaba construido el templo. Su patio interior, junto al estanque, fue mi morada durante nueve siglos. Inmóvil y silenciosa he sido testigo de múltiples acontecimientos: ante mis ojos ha ardido Roma, víctima de la tiranía de Nerón y han florecido los rosales del jardín todas las primaveras. He oído desfilar las legiones de Pompeyo entrando triunfantes en la ciudad, así como el alegre y alborotado cántico de los gorriones en sus cortejos nupciales. Sobre mi suave textura he sentido las caricias de las jóvenes sacerdotisas añorando el amor que sus votos de castidad les impedían conquistar, y también el abrazo brusco del perturbador viento que acompañaba las tardes otoñales. Mi destino cambió cuando las tribus germanas, saqueadoras de la ciudad, destruyeron el Foro. Salí intacta del desastre, pero al reconstruirse la urbe quedé sepultada bajo tierra durante mucho, mucho tiempo. Poco puedo rememorar de aquel oscuro mundo en donde sólo oía el silencio y mi única compañía era la soledad. Liberada de aquella prisión eterna, ahora me siento afortunada por haber sido ubicada en esta sala tan concurrida. Rodeada de personas que vienen y van; personas que se aproximan a mí, me observan; personas que murmuran, exclaman, sonríen; personas que extienden sus manos calientes y me acarician. |
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