Nada normal (2002)

Maguila-gorila y el Rata

Jesús Liante Sánchez

Maguila-gorila era el muchacho más alto y grandote del colegio. Luisito, el Rata, era el muchacho más bajito y pequeñín. Estudiaban en un colegio que se encontraba en estado ruinoso. Vamos, que se caía sin remisión. La categoría de que disfrutó en otro tiempo, había sido sustituida por una enorme colección de goteras. El tiempo le había hecho perder su buen nombre. Maguila-gorila y el Rata, junto a unos veinte chavales más, todos con sus nombres de pila y sus motes, formaban la clase de cuarto de bachiller, allá por los años en los que era obligatoria la reválida de cuarto, cuando ser bachiller era algo y cuando los chavales de ese nivel, no tenían ni idea de la importancia de los idiomas, ni de que la informática ya existía.

Maguila era bastante bruto y tan feo como un gorila. Tenía tres hermanos y era hijo de un carnicero, que no necesitaba ayuda para acarrear sobre su espalda un toro abierto en canal. Su madre tampoco tenía dificultad para descolgar costillares enteros de los ganchos de la carnicería, o aplastar de un mazazo un buen filete. Gente trabajadora que utilizaba parte de su dinero en la educación de su hijo. Por desgracia esa pobre criatura repetía cada curso dos o tres veces y, precisamente por eso, estaba con compañeros más pequeños que él. Tal era el caso de Luisito el Rata, chiquitillo y no muy espabilado para los estudios debido a su poca voluntad e interés por aprender.

Por la mañana de un lunes del frío invierno, un inspector de enseñanza se acercó hasta el colegio. Lo hacía pocas veces, porque le daba cierto reparo entrar en esa casa tan destartalada y con pocos recursos. El buen nombre que había tenido ese colegio era lo que impedía que fuera cerrado por el Ministerio. Tras recorrer algunas clases, el inspector llegó a la de Maguila-gorila y el Rata. No es necesario decir el respeto y el miedo que estas visitas causaban en los alumnos, por culpa de las preguntas que el inspector hacía. En esta ocasión el inspector se acercó a el Rata y con mucha prosopopeya le preguntó: “Vamos a ver, muchacho, dígame qué libro está usted leyendo”, y el pobre Luisito, con muchos nervios, tras un largo silencio, le respondió: “Pues... un libro gordo que tiene mi padre”. El cachondeo posterior encabezado por Maguila, fue general. Su padre era un emigrante de los que se fueron a Alemania, que a duras penas le mandaba algo de dinero a su familia, para que pudieran comer y para pagar los estudios básicos del también repetidor Luisito, que era hijo único y no acababa de entender que el esfuerzo de sus padres debía tener un respuesta por su parte. Lo que sí tenía Luisito para su edad era mucha picardía y mucha mundología de barrio, mucha más de la que tenían los demás compañeros, excepto Maguila-gorila, claro. Este sí que era el rey de los pícaros. Los dos chavales, pese a sus diferencias, eran amigos y andaban picados todo el día gastándose bromas.

Los abrigos de los niños y muchachos, se colocaban en un largo perchero que estaba situado en el segundo y último piso del destartalado edificio del colegio. Allí subían todos los alumnos, con el ánimo desatado, para coger su abrigo y bajar a toda carrera hasta el patio y la calle, gritando y alborotando. También se encontraba en el último piso la clase de los más pequeños, cuya maestra era doña Pepita. ¡Qué mujer tan hermosa! Era una chica joven y muy moderna para su época. En la clase en la que enseñaba doña Pepita a los chicos de preingreso, el techo estaba apunto de caerse y las paredes estaban llenas de desconchones. Allí reinaba doña Pepita con sus ajustados vestidos y sus faldas cortas, que marcaban sus generosos y firmes pechos y dejaban ver sus bellas piernas. Ese frío lunes de invierno, durante el recreo, Luisito descubrió un agujero en el tabique donde se sujetaban las perchas, pared con pared a la clase de doña Pepita. Con todo disimulo se escaqueó de la última clase para subir a ver, todo lo que se podía ver de doña Pepita. Pero su felicidad duró poco, porque Maguila lo siguió y se enteró del asunto. El Rata no pudo mirar por el agujerito en exclusiva, porque el grandote acaparó el invento y nadie más que él podía mirar. El pobre Rata se resistió, pero Maguila le asestó tal manotazo que le hizo volar hasta la pared de enfrente y gracias a los abrigos, aquel golpe que se dio no tuvo más importancia para su cabeza. No era la primera vez, porque el grandote se sabía fuerte y pegaba a todo aquel que osaba llevarle la contraria. Maguila siguió con el ojo pegado al orificio, con su culazo en pompa y tan extasiado, que su mano andaba distraída por la entrepierna, dándole al vaivén. De tan entusiasmado que estaba, no se dio ni cuenta del final de las clases. El griterío de chavales se le acercaba como una nube de langostas y él a lo suyo. De repente a Luisito se le ocurrió echarle encima un abrigo y con rapidez el resto del chavalerío, como si de un golpe guerrillero se tratara, comenzó a darle una lluvia de manotazos a la cabeza tapada de Maguila. Se quedó un poco aturdido y cuando quiso darse cuenta, sus compañeros habían desaparecido y era doña Pepita la que lo contemplaba con severidad, tirado en el suelo, con la bragueta abierta y con el pajarillo asomando algo chorreante. A Maguila no sólo le cayó una lluvia de golpes en su dura cabezota, también le cayó una buena tunda de tortas por parte de su padre el carnicero. Pero lo peor fue que el agujero de la clase de doña Pepita se tapó.

Por la tarde de ese lunes frío de invierno los muchachos se fueron a jugar al fútbol en la clase de gimnasia, al solar del tío Enrique. Era un bancal abandonado entre las vías del tren y unos almacenes de madera cerca de la estación. Allí esperó Maguila sabedor de que aparecerían sus compañeros futboleros. El balón se ponía a correr y todos los muchachos detrás de él. Al Gorila eso de correr no le gustaba nada, pero lo que sí le gustaba era coger al Rata desprevenido por la oreja y obligarlo a introducirse con él en un hoyo del bancal. Allí, semiocultos por el hoyo, como si fuera una trinchera, Maguila se encontraba en su reino. El pobre Luisito, el Rata, sabía que no le quedaba más remedio que ser dócil y buen amigo de Maguila. Además, tampoco le gustaba jugar al fútbol. Luisito había mostrado a algunos de sus compañeros, una revista pornográfica, ajada y de color sepia, que le había robado a su padre el emigrante. Las pocas palabras escritas que tenía eran en alemán, pero a ellos lo que les importaba eran las tías en pelotas. Un tesoro nunca visto. Hasta que por un descuido se la quitó Maguila. Desde entonces si el Rata quería ver la revista de su padre, tenía que pasar por la voluntad, en forma de pescozón, de su colega. Al solecito de la fría tarde de invierno y con el resto de sus compañeros pegándole duro al balón, Maguila compartía con Luisito la revista que le había quitado. En ese ambiente propicio, el Gorila se iba tocando el pajarillo, hasta que poco a poco tomaba su natural rigidez, pero ridículo comparado con el tamaño del resto de su anatomía. Luisito sabía que no se podía reír ante minúsculo espectáculo, disimulando todo lo que podía y poniendo él también su imaginación a volar. Pero Maguila que era un abusón, aplicando un certero capón en la cabeza de Luisito, le obligó a que se pusiera en faena y manipulara, eso sí con tacto, su pequeño animalejo. El Rata se reía para sus adentros, mientras con una mano manipulaba la polleja de su compañero y con la otra sujetaba la revista, bien visible, llena de señoras con curvas generosas y en pelotas. Maguila se animaba cada vez más y a golpe de pescozón, sobre la maltratada cabeza de Luisito, le iba marcando el ritmo, hasta que empujado por la excitación, él mismo se la cogió y a la novena sacudida salió disparada la frenética leche, que impactó sobre lo primero que pilló, revista incluida. Luisito al soltar al grandote, se puso a lo suyo y al poco tiempo, también se relajó. Al acabar la faena, Maguila y el Rata salieron del hoyo y se fueron tras sus compañeros que regresaban al centro de la ciudad, hacia sus casas. El sol de aquella fría tarde de invierno se ocultaba tras ellos mientras caminaban al contraluz perfilando sus sombras sobre las tapias próximas. Un gran corpachón y otro algo más pequeño también recrecido, proyectaban sus sombras alargadas; las de dos rivales pero amigos cogidos por el hombro.

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