Nada normal (2002)

Enriqueta Cienfuegos

Henar Mateo

A mi padre y a Miguel



Enriqueta Cienfuegos era viuda desde hacía muchos años y sólo había parido un hijo. El pequeño Daniel nunca había conocido a su padre, pues recién nacido los hombres de negro habían hecho desaparecer a Pedro Cienfuegos en circunstancias extrañas. Aquella historia jamás se la contó su madre a Daniel, sino que las arenosas calles de Verdelago se la susurraron al oído. Fue en este pueblo donde Daniel vino al mundo en una soleada tarde de verano.

Como cada mañana aquel día de agosto, Enriqueta Cienfuegos se levantó temprano para preparar el desayuno a su marido. Calentó un poco de leche en un viejo cazo y horneó pan. Después de desayunar juntos, Pedro Cienfuegos besó a su esposa en la mejilla, acarició la enorme tripa y se echó a la espalda el hatillo del trabajo. Como cada mañana Enriqueta se recogió su largo pelo en un moño, se lavó en la palangana, se ajustó una faja a la barriga y se puso el amplísimo vestido de algodón azul que había cosido en los primeros meses de embarazo.

Pero según el sol iba tomando posición en el cielo, Enriqueta comenzó a sentirse indispuesta. Le pesaba demasiado la tripa y notaba que unos espasmos le agarraban con fuerza los riñones y la parte baja de la barriga. El dolor parecía no desaparecer de su cuerpo y cuanto más avanzaba la mañana más intenso se hacía. Sentada en el banco de la cocina notaba como Daniel se movía dentro de ella. Ya lo había sentido muchas veces, pero aquel día era distinto porque Daniel siempre se revolvía al caer la noche y lo hacía justo cuando sus padres estaban acurrucados en la cama. Enriqueta comenzó a tener miedo.

El calor de Verdelago se había colado por la ventana de la cocina y cubría el cuerpo de Enriqueta, que aunque permanecía sentada en el banco tenía las piernas abiertas y empujaba con fuerza imponiendo así un leve alivio a aquel dolor. No podía moverse. No podía bajar la cuesta que le llevaba al pueblo para buscar ayuda porque los espasmos parecían haberle detenido el andar y sólo lograba empequeñecerlos empujando fuertemente desde sus entrañas. Con esfuerzo subió sus húmedas piernas a la tabla del banco y agarrándose con una mano a la mesa y con la otra a la ventana comenzó a empujar intensamente queriendo echar fuera el dolor.

Fue entonces cuando una cabeza chiquita y pelona empezó a salir de entre sus piernas. Daniel llegaba a Verdelago tras pasar varios meses creciendo y revolviéndose en el interior de su madre, la joven de caderas estrechas que nunca iba a darle hijos al apuesto don Pedro Cienfuegos, según se decía en el pueblo. Enriqueta siguió empujando con todas sus fuerzas hasta que Daniel salió del todo y su llanto ocupó la cocina.

Todavía unidos por un cordón abultado y coloreado en rojo, Enriqueta cogió en brazos a su hijo y comenzó a limpiarlo con el bajo del vestido de algodón azul. Mientras le retiraba los restos de sangre sus ojos se rellenaban de enormes lágrimas. Unas lágrimas que se deslizaban velozmente por sus pómulos y una vez detenidas en los labios tomaban impulso para cubrir el cuerpo del hijo. Con unas tijeras cortó el cordón umbilical, hizo unos nudos y tapó a Daniel con una sábana. Enriqueta se puso unos trapos entre las piernas para detener la hemorragia. Temblorosa y cansada tras el esfuerzo, la madre abrazó al hijo esperando la llegada del padre. A pesar de que el sol se retiró y la luna llegó a Verdelago, Pedro Cienfuegos no regresó. Aunque la luna desapareció y el amanecer tomó Verdelago, Pedro Cienfuegos no volvió. Todavía las calles del pueblo aprovechan las ausencias de los hombres de negro para recordar cómo se llevaron a Pedro Cienfuegos.



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