Nada normal (2002)

Verano

José María Mateo

A Henar, que me metió en esto.

Me había levantado tarde aquella mañana de principios de julio y después de que Carmen me llamara por teléfono para decirme que ella recogería las notas otro día. “Un rollo familiar”, me dijo. Decidí ir solo.

Bajé a la calle. Como no hacía mucho calor, en vez de ir al metro preferí caminar un poco más y coger el autobús que me dejaba más cerca del rectorado. Durante el trayecto me acordaba de Carmen, mi mejor amiga. Menudita, con el pelo negro muy corto y unos enormes ojos negros. Si estaba enamorada de mí nunca me lo dijo. En ese momento la echaba de menos.

Cuando llegué a la parada en la que tenía que bajar, me di cuenta de que la cola salía del edificio y se pegaba a la fachada donde daba algo de sombra. Dudé un instante en darme media vuelta y volver otro día, pero ya que me encontraba allí...

Estaban muy juntas. La morena le enseñaba a la más baja un bloc de dibujo.

—¿Sois las últimas?

La más baja se volvió despacio y mirándome con indiferencia dijo:

—¿Y tú qué crees?

Me las quedé mirando sin saber qué decir, ni una ocurrencia, nada. No sé el tiempo que pasó hasta que balbuceé: “Bueno, ahora el último soy yo”. Se echaron a reír. “No es para tanto”, dijo la morena, guardando el bloc en un bolso enorme. Era alta, delgada, el pelo liso muy negro le caía sobre los hombros. Vestía vaqueros y una camiseta de fondo azul oscuro, en la que en un pequeño recuadro central estaba estampada una reproducción del beso de Klimt

—Me llamo Teresa, ¿y tú?

—Carlos —dije, mientras le estrechaba la mano.

—Vale, soy Lola —dijo la más baja extendiéndome la suya.

Lola tenía el pelo castaño recogido en una cola de caballo que resaltaba su rostro ligeramente moreno y sus hermosos ojos marrones. Sus labios eran finos y risueños. Vestía un amplio pantalón color malva, muy liviano y una blusa verde oscura, brillante, de manga larga; de su hombro izquierdo colgaba un bolso del que asomaba lo que parecía un cuaderno de pastas de hule negro.

Mientras avanzábamos al ritmo desigual de las colas, me dijeron que Teresa había dudado entre hacer Bellas Artes o Arquitectura y se había decidido por esta última. Le gustaba pintar y pensaba exponer en el bar que su hermano y dos amigos iban a abrir a primeros de septiembre al lado de Quevedo, y se iría al día siguiente a la casa de su abuela en un pueblo cerca de Cuenca para terminar los cuadros de la exposición.

Lola tenía decidido hacer Biológicas y julio lo iba a pasar en Madrid estudiando Inglés por las mañanas y en agosto, como todos los años, se marcharía a Laredo con sus padres y su hermana.

Yo les conté que iba a hacer Económicas y el verano lo pasaría en Madrid trabajando en una piscina.

Eran casi las dos cuando terminamos y nos fuimos caminando hasta la casa de Teresa que vivía a menos de diez minutos. Tras una breve despedida desapareció en la penumbra del portal. No se había acabado de cerrar la puerta cuando Lola, cambiándose el bolso de hombro, dijo:

—Bueno, también me voy, ya nos veremos.

—Si quieres, te acompaño, no tengo prisa —repuse.

—No merece la pena, dijo, vivo aquí al lado, en Fernando el Católico.

—Al menos ¿te puedo llamar y salimos algún día?

—Como quieras —añadió, y me dio su número de teléfono.

La seguí con la vista mientras se alejaba. Cuando dobló la esquina me fui hasta el metro pensando en que había quedado con Carmen por la noche, aunque no le iba a decir nada de mi encuentro.

Llamé a Lola la tarde siguiente.

—Soy Carlos —dije—. ¿Te acuerdas de mí?

—Claro, el último de la cola, ¿y?

—Que me gustaría verte —contesté.

—Bueno, pues quedamos y me ves —respondió.

Creí apreciar un cierto sarcasmo en sus palabras, así que añadí:

—Si quieres lo dejamos o te llamo otro día.

—No seas tonto —repuso—. ¿Te parece bien mañana?

—Bien —dije, intentando adoptar un tono neutro en mi respuesta—, ¿qué tal a partir de las ocho? Es que he empezado a trabajar.

—Vaya, me alegro, ya me contarás.

Cuando llegué a la cafetería en la que habíamos quedado vi que estaba escribiendo. Levantó la vista y cerrando el cuaderno me saludó:

—Hola, ¿siempre eres el último?

—No llego tarde —contesté—. ¿Llevas mucho tiempo?

—Un rato, pero te puedes sentar, hombre.

Me senté frente a ella y pedí una cerveza. Le pregunté qué escribía.

—Cosas, escribo cosas que quiero recordar como creo que son —dijo.

—¿Puedo ver lo que escribes?

—No, yo te diré si a lo mejor algún día puedes.

Sentí que era imposible tener peor comienzo en el primer encuentro, así que opté por cambiar de tema y hablar de sus clases, de mi trabajo y del proyecto de irnos un amigo y yo en auto-stop a París cuando terminara el contrato en la piscina. Me contó que Teresa y ella se conocían desde pequeñas y habían estudiado en el Liceo Francés. Le hablé de Carmen, mi mejor amiga y me habló de Teresa, que cuando no estaban juntas se escribían cartas larguísimas. Esa noche la acompañé a su casa y quedó en llamarme.

Seguimos saliendo cada dos o tres días. Me gustaba más cada vez. Con Carmen procuraba ir al cine o estar con algún amigo común, así me era más fácil no sentirme mal. Con Lola prefería quedar en alguna terraza o pasear y hablar. Alguna vez intenté besarla pero siempre apartaba sus labios. Entonces, si íbamos caminando se colgaba de mi brazo y me besaba en la mejilla.

El uno de agosto Lola se marchó a Laredo. El tres, Carmen se fue a Denia.

Carmen me escribía las postales más horrorosas que encontraba. Se lamentaba de su suerte de cuidadora de hermanos pequeños, de las excursiones familiares a paisajes pintorescos o de las películas del cine de verano, enfrentada al dilema de elegir entre Las que tienen que servir o El retorno de Maciste, mientras que yo debía pasármelo genial. Medía el tiempo que faltaba para regresar con un: “Muchacho, dos postales más y volvemos a vernos las caras. Te quiero”.

De Lola recibí tres cartas. En general me contaba que no había mucho que decir. Escribía su cuaderno a diario y dedicaba la mayor parte del tiempo a leer y a darse grandes caminatas. La última me llegó una semana antes de que volviera a Madrid. Era la más larga, estaba ansiosa por regresar y ver colgados los cuadros de Teresa, habían hablado tanto de ellos: “Es como si los hubiéramos pintado las dos”.

Lola me llamó recién llegada.

—Pasado mañana inauguramos, por favor, no faltes, tengo ganas de verte —dijo.

Aproveché para decirle que si no le importaba iría con Carmen, que acaba de venir de vacaciones.

—Fenomenal, me apetece mucho conocerla.

A Carmen aún no le había dicho nada, pero estaba seguro de que tratándose de la apertura de un bar iría encantada, y además no se me ocurrió forma mejor para que supiera de la existencia de Lola.

Cuando entramos fue Lola la que, sorteando la gente que estaba junto a la barra, vino hacia nosotros. Me dio dos besos y sin darme tiempo a presentaciones, dijo:

—Tú debes ser Carmen. Anda que no me ha hablado de ti. Pero vamos a ver los cuadros.

Nos dejamos llevar. Quise decirle que la encontraba preciosa pero no dije nada.

No era un bar muy grande. La barra estaba según se entraba a la izquierda y después se abría en un espacio rectangular en la que había un par de mesas a los lados quedando el centro libre. Los cuadros, seis en cada una de las paredes laterales, eran totalmente naïf y representaban escenas cotidianas llenas de colorido. Me llamó la atención que sobre una de las mesas había un cuaderno de pastas de hule negro que Lola guardó en gesto rápido en el bolso. A mi lado Carmen miraba uno de los cuadros en el que se veía a dos niñas saltando a la comba cogidas de la mano, captadas en el momento en que están en el aire cuando apareció Teresa que me saludó con un “Hola, Carlos, ¿te gustan mis cuadros?”, y volviéndose hacia Lola le puso las manos en las mejillas y la besó largamente en los labios.

Carmen se asió con fuerza a mi brazo y salimos en silencio.

Unos días después me llegó por correo un cuaderno de pastas de hule negro.

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