Nada
normal (2002)
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Viaje a la Luna |
Beatriz Montero |
Para el Alma de
la familia
Todo comenzó la tarde que encontré en el bidé un libro sobre el cosmos y empecé a leerlo sentada en la taza del váter. Fue entre tensión y relax como se me ocurrió la idea de casar a mi hermana con un astronauta. Aunque su sueño siempre fue casarse con un pescador, terminé convenciéndola para que frecuentara los bares de las bases aéreas, con el argumento de que los pescadores escaseaban. Al final enamoró a un astronauta, un oficial de segunda. Al menos con Juan dedos cortos, como le conocíamos familiarmente, tuvimos nuestro primer y único viaje, hasta el momento, hacia la Luna. En aquella mini caravana nave, modelo A999-dk-99, viajamos toda la familia y cuando digo toda incluyo a Antonio, nuestro loro. En las primeras semanas de viaje mi padre estuvo extasiado mirando todas aquellas estrellas. Con la boca abierta comentaba que se veían muchas más que en una noche despejada desde casa. De tanto fijar la vista por una de las ventanillas para no perderse ningún movimiento en el cosmos terminó con sequedad en las pupilas. Menos mal que mi hermana siempre llevaba colirio para abrillantarse los ojos. Mi padre se pasaba las horas intentando sentir el calor estelar pegando las manos en el cristal. Bobadas de poeta senil, decía mi madre, que no paraba de hablarle a Juan dedos cortos de columnas jónicas, arcos mozárabes, catedrales góticas y curiosidades varias sobre la ingeniería romana que de tanto escucharlo nos aburrían. Sólo paraba de hablar cuando agarraba el trapo para abrillantar los sillones de cabina. A mí, con sinceridad, me aburría tanto espacio vacío con estrellas tan separadas unas de otras. Los primeros días dibujaba palotes con un bolígrafo en el edredón, intentaba calcular cuándo llegaríamos a la Luna. Según mi regla de tres, si en avión se tardaba unas dos horas en llegar a Londres, con un aparato como ese tardaríamos unas semanas en llegar a la Luna, pero debieron de fallarme los cálculos. A las cuatro semanas, creo que eran cuatro porque perdí la cuenta, seguíamos dando vueltas por el espacio. A esas alturas del viaje me molestaba hasta el sonido del lavavajillas y de la lavadora al llenarse de agua y eso que poníamos una de ciento en viento. Qué decir de las palomitas explotando dentro del microondas. Me estallaba la cabeza. Me hubiera encantado pisar a fondo el acelerador para que aquella nave fuera más rápido. En esos momentos apretaba los ojos y me tapaba la nariz para no asfixiarme con el olor del ambientador a limón que puso mi hermana por toda la nave que intentaba camuflar la mezcla de sudor y mierda que impregnaba incluso los alimentos envasados. La nave tenía un potente aspirador dentro de la minúscula taza del retrete, y cada vez que me sentaba en ella rezaba para que aquello nunca fallara y no salieran disparadas las heces y flotaran por la mini nave con todos nosotros. Lo más incómodo era dormir atado con cuerdas para no pegarse al techo. Claro que dormir, dormir, lo que se dice dormir era un eufemismo. Nadie podía pegar ojo más de tres horas seguidas por las lucecitas de los mandos que no dejaban de brillar y parpadear. En mi cabeza retumbaban las voces de todos y los comentarios repetitivos de mi hermano comparando la nave con su autobús escolar. Al levantarnos aquello era una lucha campal por el agua. Las duchas se contaban por decilitros. Había que enjabonarse en seco antes de entrar a la ducha. Y aquí tengo que dar la razón a mi hermana, aquello era un asco. El jabón no se extendía bien por la piel seca. Vamos, una mierda. Tanto pronunciamos esa palabra durante el viaje que la aprendió Antonio, el loro. La pronunciaba tan alto y con tal claridad que cuando le oía cruzaba los dedos para que aquello no flotara, no flotara. Aquellos días fueron interminables, uno no sabía cuándo era de día o de noche. El peor momento del viaje fue sin duda cuando Juan dedos cortos cometió la torpeza de comentar que en la Luna no había tiendas de firmas de prestigio. Mi hermana comenzó a comerse las uñas hasta sangrar y pronunció tal cantidad de insultos, que me sorprendió la riqueza de nuestro idioma. Tardó en calmarse y dejar de llorar por su mala suerte y por la mierda de vacaciones que iba a tener. Antonio, el loro, se entusiasmó con todo aquel ataque de histeria y se puso a corear mierda sin parar. Juan dedos cortos martilleó los mandos con los dedos, y la nave giró a derecha e izquierda a tal velocidad, que terminamos por vaciar los estómagos ensuciando las paredes y el techo de metal. Con tanto viraje, perdimos las ganas de comer durante dos días. En aquel viaje también hubo momentos de paz. Pocos, la verdad, pero los hubo. Nos inmovilizábamos cuando en ese cosmos tan oscuro veíamos resplandecer de pronto estrellas que morían en un parpadeo como luciérnagas en la noche. En esos momentos de abstracción soñaba con caminar por la Luna y me olvidaba por unos instantes de aquel viaje interminable, en el que ya no sabía si llevábamos dos semanas, nueve meses o un año volando por el cosmos. Lo que sí que puedo asegurar es que jamás llegamos a la Luna. Cuando llevábamos recorridos unos cuantos años luz, tampoco sabría decir cuántos, presenciamos una explosión cósmica. ¡Una supernova!, exclamó Juan dedos cortos. Por su mueca de dolor entendimos que debía ser algo serio, pero lo veíamos tan lejano que no comprendimos como pudo chocar tan rápido aquel pedrusco en el lateral de la nave. Por culpa de aquel tremendo golpe nunca llegamos a aterrizar en la Luna y nuestro astronauta decidió regresar a casa para arreglar los daños. Mi hermana se alegró enseguida del regreso a la Tierra. Llevaba tiempo sufriendo en silencio que se le acabara la gomina y que el pelo saliera disparado hacia arriba. Juan dedos cortos cayó en desgracia en la familia por inútil y falto de iniciativa. Nada más aterrizar en el campo de fútbol de Carnivales, en Valladolid, de donde habíamos partido, mi hermana cortó su relación con él. Nosotros no supimos qué decir. Mi padre le apretó la mano y Antonio, el loro, fue el único que abrió el pico para decir: mierda. Después de un año y cinco meses de toda esa aventura mi hermana siguió buscando al pescador de su vida. Se aburrió de los astronautas que sólo hablaban de planetas y de cálculos matemáticos. Las estrellas estaban en todos los hogares; en ninguno faltaba las estrellas de queso, ni se perdían el programa Lluvia de estrellas que echaban por Internet. Todos querían ver estrellas. Con esa excusa se convirtió en un hábito fumar marihuana después del café y tomar tripis como aperitivo. Los más modernos se tatuaban estrellas en las pupilas. Toda una moda. El libro del cosmos lo coloqué encima de la lavadora y desde que cumplí la mayoría de edad frecuento el bar Estelar, donde volví a ver a Juan dedos cortos. Estoy segura de que esta vez conseguiré llegar a la Luna; ayer nos dimos el primer beso. |
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