Nada normal (2002)

Usted se encuentra aquí

Chelo Morales

Camino se paró en la cabecera del valle, sudorosa, algo desanimada por el cansancio (y eso que era joven y no había andado más que unos pocos kilómetros). Se paró delante de un cartel de hojalata oxidada y allí leyó:

“Usted se encuentra aquí.”

Y debajo de estas palabras había una X encerrada en un círculo, para indicar el lugar exacto en el mapa donde supuestamente Camino se encontraba. (Eso solía dar mucha tranquilidad al que lo leía; que alguien, no se sabe quién, además, te dijera dónde estabas en medio del mundo).

Allí se veía Camino (no se sabe muy bien dónde, después de todo), señalada con una “X” en una vereda de color amarillo, entre dos ríos azules, justo en la base de un circo montañoso salpicado de verdes y marrones, satisfecha ahora de haber llegado por fin a alguna parte y aliviada de ver claramente el sendero preciso que tendría que recorrer a partir de entonces si quería alcanzar la cumbre. Camino dio un pequeño salto para colocarse con firmeza el macuto, dispuesta a proseguir con la marcha que llevaba semanas planeando, a la espera del buen tiempo, para desintoxicarse de tantos meses de vagancia.

Aún le quedaba pasar por duras etapas durante el recorrido. En el cartel estaban señalizadas cada una de ellas con círculos rojos. La primera era un desfiladero: Desfiladero del diablo, leyó, donde la senda se estrechaba serpenteando sobre el río, 2 Km. en dirección norte. Muy probablemente, Camino iba a tener entonces que luchar contra el vértigo y la sensación de caer de un momento a otro por el precipicio. Pero hallaría su compensación más adelante porque, señalizado con un círculo azul como todos los demás lugares de descanso, al final del desfiladero se encontraba El mirador del paraíso, donde podría relajarse un rato y tomar bonitas fotos para el recuerdo. Tanteó el bolsillo lateral del macuto para ver si llevaba la cámara. Camino se imaginaba en el mirador, sentada en el suelo frente aquella vista, pletórica y sonriente después del esfuerzo, pensando que había merecido la pena.

Inmediatamente después iba a enfrentarse con El barranco de la muerte que tendría que atravesar cruzando un puente sobre el río, de tablas, imaginaba (si fuera un puente sólido de hormigón no estaría señalizado con un círculo rojo). Quizás la madera del puente estuviera resquebrajada o faltasen algunas tablas y habría de sortear agujeros que dejaran entrever el abismo bajo sus pies, o tal vez el puente se balancearía inestable a su paso. “Será duro”, pensó Camino (casi todo en la vida lo es, después de todo), “pero sólo serán unos cuantos metros”, se decía intentando averiguar exactamente cuántos, al tiempo que escudriñaba el cartel descolorido. Allí el puente era apenas una mota, insignificante en comparación con la amplia explanada verde que se abría al otro lado. Camino se conocía, no soportaba estar suspendida sobre la nada aunque fuera un instante. Pero decidirse a cruzar no iba a ser lo peor. Se veía en mitad del puente, demasiado cobarde para seguir y también para dar marcha atrás, agarrotada por el miedo. Ése iba a ser el peor momento, lo veía venir.

Allí estaba Camino, parada en medio del valle dudando ya de si merecía la pena, pero se animó a seguir el recorrido con la vista fija en el mapa, y cruzar el prado para llegar al Refugio del campesino, segundo círculo azul. “Estará vacío y sucio y olerá dentro a meaos”. Le vino a la boca una leve nausea (¡qué asco!). Pasaría de largo sin asomarse.

A continuación, varios kilómetros de marcha ascendente describiendo una ancha curva, tres kilómetros y medio en dirección oeste, interminables bajo la solanera, seguro. “Debería llenar antes la cantimplora”, pensó al instante. Y así llegaba al siguiente círculo rojo: Torrentera del infierno. De nuevo tendría que cruzar el río y volver a la otra orilla; pero esta vez no había puente, sino un pasillo de piedra que corría justo por detrás de la torrentera. “Resbaladizo de verdín”, imaginó (el colmo, vaya). Camino se miró las suelas de goma de sus botas para ver si no estaban muy gastadas; de ellas iba a depender ahora que se decidiera o no a seguir la marcha. Se empaparía, además. Le llamó la atención a Camino que un círculo azul estuviera situado también en el mismo lugar. Detrás de la cascada estaba La gruta tortuosa, donde tomar aliento ensordecida por el estruendo del agua. Podría gritar si quería hasta desgañitarse frente aquella tromba, gritar y reír como una loca (eso va muy bien para descargar los nervios, dicen).

Inmediatamente después de cruzar la torrentera el sendero se volvía un pedregal tan empinado que más que andar tendría que escalar. Ladera del desgalgadero se llamaba. Camino dudaba ya seriamente de que fuera capaz de llegar tan lejos. Empezó a plantearse si no estaría un poco desentrenada, la marcha se hacía más larga y difícil de lo que había planeado. Iba a tener luego tantas agujetas que no se podría mover del sofá. Pero ¡después del madrugón que se había dado para llegar hasta allí y no subir!, ¿cómo se iba a rajar ahora? “Vamos, voluntad firme y espíritu inquebrantable”, se dijo. No, una vez que cogiera el ritmo a la marcha no sería tan fatigoso como parecía, un poco larga pero era una excursión para principiantes, allí lo ponía en el cartel.

Para coger fuerzas respiró profundamente, descargó el macuto de los hombros un poco rígidos, y apartando unos momentos su atención del mapa enroñado, buscó dentro una barrita de cereales y pasas con chocolate.

“Usted está aquí”, volvió a leer. “Aquí sigo”, pensó tenaz, masticando, otra vez más animada.

Antes de llegar a la cumbre, superado el desgalgadero, se encontraba el escollo final, pero apenas se veía medio círculo rojo. En su lugar había un descorche de la pintura y era imposible saber de qué demonios se trataba porque la mancha marrón borraba aquella parte del mapa. Camino rascó un poco con la uña, pero debajo sólo había herrumbre. Nada, imposible saber qué le esperaba antes de coronar la montaña. Se quedó mirando confusa por no poder imaginar lo que le deparaba el destino en su fase final (¡así es la vida!). Algo había, pero ¿qué? Era un cartel informativo y resulta que no informaba del final, que es lo más importante.

Levantó la vista por encima del cartel hacia la cima de la montaña, ahora cubierta de nubarrones. El día se estaba volviendo poco apacible. Puede que lloviera cuando se encontrara en pleno pedregal o incluso antes, en el desfiladero. Cogió la cantimplora para beber y la agitó. Estaba medio vacía. “¿Dónde diablos habrá una fuente?” Camino miró alrededor y luego al mapa. “De esto tampoco informa, ¡vaya mierda de cartel!” Echó un vistazo a su muñeca, “¡las once y nueve! ¿Ya? ¿Dónde pensaba ir a esa hora? Y con esas botas además”. Camino se sentó en el suelo junto al cartel y apuró el agua que le quedaba. Al meter la cantimplora vacía otra vez en el macuto sacó un bocadillo, pero estaba tan correoso que se le quitó el apetito de golpe. Lo apartó a un lado y luego se sujetó un pie con las dos manos y estudió la suela moviendo la cabeza de un lado a otro. Demasiado bien estaban las botas con todo lo que habían andado por ahí en siete años, pero a Camino no le parecieron suficientemente bien para pisar por piedras resbaladizas. No, no se iba a arriesgar. No merecía la pena arriesgarse a dar un patinazo y romperse una pierna, y sola además. Ya habría tiempo otro fin de semana que fuera con alguien, ya pensaría con quién, a lo mejor conseguía convencer a Esperanza.

Camino se tumbó un rato cuando el sol volvió a asomar, sonriente, y se entretuvo pensando en el regreso al pueblo, sin prisas, cuesta abajo. Y en los huevos con panceta que se iba a comer en el bar de la plaza. Daría un paseo antes de coger el coche para volver a casa y darse un baño caliente. No, mejor saldría nada más comer, sin paseo, para no encontrar caravana. Se imaginó detrás de un autocar, a 50 kilómetros por hora, sin poder adelantar, ¿para qué?, si a los pocos metros habría un camión y luego otro y así. Iba a tener que apresurarse en bajar al pueblo para comer pronto si no quería pillar el regreso de todos los domingueros (lo malo es que todos los domingueros piensan lo mismo).

Se sintió culpable otra vez. La mañana estaba preciosa y bien mirado la excursión no era difícil, ¿por qué se empeñaba siempre en pensar en accidentes? Y cuando llegara arriba, ¡qué placer! Seguro que merecía la pena. Segurísimo.

Camino se levantó y tiró algunas fotos al valle para enseñárselas a Esperanza, a ver si se animaba a acompañarla otro día.

“Usted está aquí”, leyó antes de darse la vuelta y regresar.

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