Nada
normal (2002)
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Tormenta de invierno |
Rosa Nicolás Vieira |
¡Vaya!, un apagón dijo Miguel. Estábamos en mi casa y terminando de cenar en la mesa baja mientras veíamos las noticias de la 2.
La última imagen que tuve fue la de la pantalla de la tele cerrándose en un cuadrado gris, que luego fue negro, a la vez que hacía un ruido raro, como un chisporroteo de leña en el fuego. Enseguida la oscuridad fue total. Y el silencio. Me sorprendió el olor a mandarina en mis manos. Seguro que vuelve enseguida dije, como necesitando decir algo. Espérate a ver, que últimamente con este rollo que se traen las eléctricas... contestó Miguel. Me sentí frágil en medio de aquella oscuridad. Acerqué la mano a la pierna de Miguel y me encontré con el tacto áspero de su vaquero. Él me cogió la mano con la suya y la sentí fría. Podemos aprovechar para meternos mano bromeó hablando en voz baja a mi oído. Empezó a desatarme la cinta con la que llevaba recogido el pelo. El aliento le olía a vino y a mí no me apeteció seguirle la broma. Retiré mi mano y me escabullí de él. Me acerqué a la ventana tanteando el aire, para no chocarme con nada. Sentí el calor del radiador que me indicó que ya había llegado. Subí la persiana con un golpe seco y me sobresaltó el ruido que yo misma hice. Nada, ni una luz en la calle. En el cielo, ni un atisbo de luna. De repente un relámpago lo iluminó todo y me obligó a cerrar los ojos. A continuación el trueno hizo vibrar los cristales y de forma refleja di un paso hacia atrás. Empezó a llover fuerte y pareció que la lluvia aflojaba mi crispación. Pero entonces habló Miguel y volví a sobresaltarme: ¡Vaya! ¡Lo que faltaba! ¡Menuda nochecita! ¡Ya es raro esta tormenta en pleno invierno! Yo miré hacia donde se suponía que estaba él, pero no le vi. Y ante esa presencia invisible, un miedo sin adjetivos me estremeció. Estaba temblando. ¡No te muevas! le grité. ¡No te acerques! Debió de sorprenderse y ni siquiera dijo nada. Me asusté todavía más. El olor a mandarina de mis manos era lo único que me daba cierta calma. ¡Di algo!, ¿dónde estás? pregunté angustiada y sin moverme. Aquí, aquí en el sofá, ni me he movido. Pero, ¿qué te pasa? Nada, nada contesté más tranquila y un poco avergonzada. No soporto la oscuridad cuando no estoy sola. ¿Cuándo no estás sola? se extrañó Miguel. Pues sí que eres rarita. Voy a tratar de encontrar una linterna que creo que está en un cajón del aparador, pero por favor, no te levantes del sofá, ¿vale? Vale, vale... Hija, vaya punto te ha dado. Al pasar junto a la mesa para acercarme al aparador, me golpeé con una de las esquinas en la pierna derecha y al llevarme la mano para amparar el dolor, me llevé por delante algo. Un olor agridulce llenó la habitación y sentí correr líquido por mis piernas desnudas. Había volcado la botella de vino que debíamos de haber dejado abierta. Al intentar levantarla, un ruido de vidrio que choca y se rompe, me hizo pensar que me había cargado de paso alguna de las copas o las dos. Sentí que algún cristal rozaba mis piernas antes de caer al suelo. Estuve a punto de ponerme a gritar. Me controlé y sólo dije: ¡Mierda!, ¡mierda!, ¡mierda! Y entonces un rayo iluminó la habitación. Además de hacerme una idea del desastre, tuve tiempo de ver en Miguel, que continuaba sentado en el sofá, una mirada extraña. El trueno ahogó algo que dijo. Estaba titubeando sobre cómo avanzar entre los vidrios rotos porque llevaba unas zapatillas ligeras, cuando sentí algo en el brazo. Entonces sí, di un grito histérico total y chillé completamente fuera de control: ¡No me toques!, ¡te he dicho que no me toques! Miguel ya no pudo contenerse más: ¡Te has vuelto loca, tía, te has vuelto loca! ¡Sigo aquí sentado sin moverme! Justo en ese momento, volvió la luz y la tele volvió a sonar. Garci y sus chicos presentaban la película del día: Pasión bajo la niebla. Me di cuenta que se me había soltado la cinta del pelo. Estaba en el suelo junto a mis pies. Al caer debió de rozarme el brazo. Miguel y yo nos miramos como dos extraños. Yo allí en medio de pie, él sentado en el sofá, y entre los dos aquella mesa en desorden. Sentí un sabor amargo en la boca y unas ganas enormes de que se marchara. Se levantó en silencio, sin mirarme, y empezó a recoger los platos con los restos de la cena. Yo recogí con cuidado los vidrios rotos y fui a tirarlos a la basura. Me sentía sucia y pegajosa. Las manos ya no me olían a mandarina. Cuando acabamos, Miguel me miró como sin saber qué hacer. Pero, ¿qué te ha pasado? preguntó. Y yo no supe responderle. Había dejado de llover y dijo que se marchaba a su casa. |
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