Nada normal (2002)

Viaje a la oscuridad

Begoña París

Estaba emocionado. Intentaba disimularlo tras esa expresión insensible, a veces tan difícil de mantener. Ya no era un niño, ni siquiera un hombre. Bueno, un hombre sí, pero no un hombre cualquiera. Era un miembro de las Fuerzas Armadas. Un defensor, no sólo de su gente, ni de su patria. Por primera vez en su vida iba a participar en un conflicto bélico, bajo las órdenes de los altos mandos de la OTAN, nada menos que como representante del mando aliado. Se sentía un defensor del mundo.

Las nueve últimas semanas, largas como meses, habían sido de una tensión insufrible. Todos esperaban ser “los elegidos”, algo incomprensible para sus familias y amigos, que les tenían por locos algunas veces, y otras (la mayoría) ni siquiera se atrevían a sacar el tema. Pero él, que había vivido su niñez en la admiración de los relatos de su padre, y su juventud bajo la presión de la academia militar, no había nacido para ser un simple instructor de vuelo, sino para imponer, siempre que no hubiera otra, lo que para él siempre fue primero; la paz.

En todo esto iba pensando mientras pilotaba su caza que se dirigía hacia su destino a una velocidad de vértigo. Todo era como un sueño. Era consciente de que mucha gente en su país era contraria a su actuación, pero para él aquello era ante todo una misión humanitaria, sin objetivos civiles, para poner fin a una terrible situación que avergonzaba a la humanidad.

Todo estaba controlado al milímetro. Su misil teledirigido había sido programado para alcanzar una fábrica de artillería pesada. Ya iba siendo hora que esos malnacidos se quedasen sin juguetitos con los que poder atormentar a la indefensa población civil.

Y así fue. Todo salió según lo previsto: fácil, rápido y sencillo. El objetivo fue alcanzado de lleno, con una precisión casi insultante. Si bien era cierto que le había temblado un poco la mano antes de pulsar el botón, ahora se encontraba tranquilo, satisfecho consigo mismo por el deber cumplido, y deseando llegar a la base para recibir la felicitación de todos.

Pero al tomar pista, ya le extrañó que no hubiese nadie recibiéndole, solamente su superior, que con los ojos medio llorosos, se limito a decir:

—Lo siento, muchacho, has hecho lo que tenías que hacer, nadie sabía nada, no eres responsable.

—¿Responsable? ¿De qué? —preguntó él sin entender palabra, y sin comprender la reacción de aquel hombre que se encontraba frente a él.

—Escudos humanos —respondió él—. Esos cabrones han utilizado a población civil como escudos humanos, niños, mujeres, ancianos, todos muertos.

Pasaron los días, meses y años. Todo el mundo se volcó. Padres hermanos y amigos se desvivían por hacerle comprender que no era culpa suya, que él era un buen hombre, un gran profesional, y que siempre contaría con el apoyo y respeto de todos.

Pero aquella frase, “escudos humanos”, aquellas dos horribles palabras, “escudos humanos”, “escudos humanos”, acribillaban su cabeza, su corazón y sus entrañas. Aquellas dos malditas palabras marcaron, desde la primera vez que fueron escuchadas y para siempre su vida...

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