Nada normal (2002)

Debajo del magnolio

Marisol Perales

Cuando la acaricié supe que estaba muerta. Ella, que siempre me esperaba en la cornisa de la ventana, aquel viernes no estaba allí. Subí corriendo a casa. Al abrir la puerta esperaba oír su maullido, pero no la vi. La busqué por la terraza donde solía tomar el sol y allí no estaba, la busqué por las habitaciones, la llamé y hasta miré en el armario donde Miguel guardaba las cosas de la pesca, que alguna vez tuvo que reñirle porque le enredaba los hilos y jugaba con los carretes, pero tampoco estaba allí. ¿Dónde podía haber ido Missi? Le pregunté a Miguel si la había visto. Me dijo que no. Terminaba de llegar de la oficina.

Salí de nuevo a la terraza y me asomé al jardín. Allí estaba despanzurrada junto al magnolio, medio cubierta de hojas amarillas. Bajé corriendo. Esperaba que Miguel bajara conmigo, pero se quedó en casa. Tal vez le diera pena verla, y eso que a veces se llevaban mal. Me acerqué a Missi. Tenía un golpe muy grande en la cabeza. Al caer se debía de haber dado alguna piedra y tenía una herida muy profunda. La sangre le llegaba hasta los ojos. La toqué. Todavía estaba caliente. ¡Vaya golpe! Seguía sangrando por la cabeza. Si se hubiera caído habría sido más suave. Estaba segura de que alguien la había empujado.

No había nada que hacer, así que le cerré los ojos y escarbé en la tierra con mis manos. Hice un hoyo y la enterré. Luego levanté la cabeza y miré a la ventana de doña Amparo. Los geranios estaban en flor y las macetas chorreaban de agua, como si las acabaran de regar. ¡Ha sido ella! Menuda bruja, ya me lo había jurado que si Missi volvía a entrar por su ventana la mataría. Nunca creí que pudiera hacer una cosa así. “Se va a enterar. La denunciaré y va a saber quién soy yo”.

Subí a casa después de tapar a bien a Missi y cubrirla de hojas secas. Miguel paseaba de un lado a otro del pasillo, se quitaba las gafas y se las volvía a poner. Siempre lo hacía cuando estaba nervioso. Parecía que la muerte de Missi le había afectado a pesar de que a veces se enfadaba con ella cuando se metía en las cañas y le enredaba los hilos. Decidí ir a casa de doña Amparo, que vivía al final del pasillo, dispuesta a ponerla verde por lo que había hecho. Toqué el timbre de su puerta a la vez que la golpeaba. Me abrió María, la asistenta. Me dijo que doña Amparo se había ido a Benidorm con su marido en un viaje de esos del Inserso. Me quedé parada. Si no había sido ella, ¿quién habría podido empujar a Missi?

Me pasé la tarde mirando el jardín. Las hojas del magnolio caían sobre el suelo. Por la noche no pude dormir. Cuando me levanté vi a Miguel ordenando el armario donde guardaba las cosas de la pesca. “Nos podríamos ir este fin de semana”, me dijo, “nos vendría bien descansar un poco, y a mí me apetece pescar”. A mí también me apetecía salir de casa así que preparé la maleta, mientras Miguel se entretenía enredando el hilo en el carrete. Después se fue a echar gasolina mientras yo terminaba de arreglarme. Cuando estaba poniéndome las medias llamaron a la puerta. Era Alberto, el chico de la tienda de pesca de la esquina. “Vengo a traerle el cubo de peces que me encargó su marido. Con este cebo pescará buenos lucios. Pero guárdelos bien, señora, no se los vaya a comer otra vez la gata.” Esperé con el cubo en la mano detrás de la puerta, y cuando volvió Miguel le tiré los peces en la cara.

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