Nada normal (2002)

El ruido del reloj

José Luis Pereira

Sentía hambre y se dirigió a la cocina. Desde que su mamá estaba al abrigo de un metro de tierra no había comido. Miró en el interior de una bolsa de plástico, detrás de la puerta, y se encontró con una sola patata, acompañada de unas pajas secas.

Junto con su mamá, sacaban las patatas de la tierra y las guardaban en un lugar —en un chiscón, al lado de la cuadra sin animales—, que él recordaba cuando le decía: “Trae una bolsa de patatas, hijo”, y su voz era la barandilla, el pasamanos que le guiaba al sitio donde estaban guardadas, y sin ella, sin su voz, no encontraba el camino.

Decidió, con el pensamiento en penumbra, enterrar la patata. Sembraba los surcos con azadón, entonces, acompañado de la mirada vigilante de su madre, pero ahora hizo un hueco con la mano en la trasera de la casa, en tierra blanda, y tapó la patata.

Olvidó que tenía hambre y se fue a dormir. Escuchaba el clac..., clac..., clac..., clac..., del reloj: “Mamá, ¿por qué hace ruido el reloj?”, le preguntaba cuando aún vivía. “Para que te duermas pronto y no lo escuches”, le contestaba su madre arropándole.

Nada más levantarse, se acercó a observar el montoncito de tierra donde la patata descansaba. El vacío en su interior crecía, y se concentraba en una letanía para que la planta brotara lo antes posible. Algún alimento quedaba por la cocina, pero su mente se colgó en la imagen fija de su madre, preparándole la comida.

Pasaba ya todas las horas de vigilia maquinando cómo acelerar que la patata brotara. Se le ocurrió colocar el reloj al lado del montoncito de tierra: si a él le hacía dormirse pronto, a la planta la haría crecer pronto; brotaría rápido al oír el clac..., clac..., clac..., clac..., reflexionó certeramente con su lógica en zapatillas. Esa tarde, cuando se fue a la cama, le costó dormirse sin el familiar ruido del reloj, pero le ayudó la debilidad por falta de alimento.

Para su regocijo, a los nueve días de enterrarla, un brote, con dos hojas muy pequeñas, sobresalía en medio del montoncito de tierra. A partir de entonces pasó a su lado las horas del día, y también las noches, que ya eran templadas. La tierra conservaba el calor del día, y se tumbaba en ella al oscurecer, formando una media luna, mientras la observaba arriba rodeada de estrellas, con las dos hojitas de la planta a la altura de su vista. Además podía volver a dormir escuchando el clac..., clac..., clac..., clac..., del reloj.

Pasaba el tiempo observando la planta, mimándola: la regaba a diario con una jardinera, y movía el reloj con el sol, para que su luz, reflejada, iluminara más clara la planta.

En la crecida de los días, el calor se volvía más intenso y, el cristal del reloj, convertido en abrasadora lupa, laceraba la tierna patatera; sus continuos riegos anegaban la tierra, ahogando la planta. El sol le quemaba el rostro y una profunda melancolía inundaba su cara de lágrimas.

Tres veces nueve, los días que pasaron. El reloj se paró, se agotó la pila, el corazón que lo movía y que él no sabía ver.

Se detuvo, como la planta y el reloj, y se durmió en un sueño sin vuelta.


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