Nada normal (2002) |
Una cuestión de justicia |
Jesús Pérez |
La policía judicial entró en el apartamento a las doce del mediodía. Era el 12 de octubre de 2043, domingo, y en el exterior había una rara tormenta electromagnética. No obstante, pudieron utilizar las cámaras y comprobar que todo estaba en perfecto orden antes de pasar. Lo único discordante que encontraron fue al inquilino, tumbado en una hamaca descolocada, en mitad del salón, de espaldas a la ventana. Robert yacía con los brazos caídos por los laterales y la cabeza un poco ladeada hacia la derecha, inclinada sobre su hombro. Llevaba muerto varias horas, pero su rostro seguía igual, plácido, sin ninguna señal de violencia ni de miedo. A su lado, sobre una mesilla, había un vaso, una botella de whisky, una jarrita de agua y un bolígrafo sobre un bloc de notas abierto. Enfrente, la pared proyectaba aún la imagen de una puesta de sol artificial.
Nueve años antes Robert había cometido un crimen horrible. Había matado a su hermana y a su madre con un veneno paralizante que poco a poco había ido atenazando sus entrañas. Después, una vez que habían muerto, había paseado sus cuerpos por las amplias avenidas de Nueva York en una vieja camioneta de inspiración hippy practicando toda una serie de aberraciones necrófilas. Los detalles, siguiendo la Ley del 33, sólo se dieron a conocer dentro del pequeño ámbito que le había de juzgar (100 personas elegidas al azar a lo largo de todo el estado, 12 del jurado y un juez), pero produjeron una fuerte impresión. La mayoría de los sabedores del Acta RZ9836AT no encontraban sentido alguno a los hechos. ¿Pero por qué lo hizo? le preguntaba una fiscal vestida con un uniforme gris y poco atractivo. Pues porque..., porque estaba harto... Muy bien, señor García. ¿Y nos podría explicar de qué estaba usted harto? Pues..., de todo, no sé... contestaba él dudando. No sé..., de no saber qué hacer..., de... no poder hacer lo que me diera la gana... ¿Libertad? No, vamos, no es eso..., no sé, de verdad que no lo sé... Ya, ya vemos, señor García, pero yo me pregunto si era necesario... Entonces volvían otra vez los detalles. La letrada enumeraba uno por uno sus actos, escogiendo muy bien las palabras para no manipular a nadie, o que el acusado pudiera sentirse maltratado. Pues..., no sé respondía él sonriendo con timidez. ¿Experimentaba usted, señor García, algún sentimiento digamos de euforia, algún deseo...? Pero Robert ya no contestó y tampoco lo haría en adelante. Desde entonces, se mostró aburrido, cansado e inseguro, como si no comprendiera muy bien aquella especie de persecución. Cuando la fiscal se dirigía a él, Robert se quedaba mirando fijamente a la cámara incorporada en las lentes de aquella señora delgada e inquisitiva, como intentando aclarar el porqué de aquel interés excesivo y rápidamente volvía a encerrarse en su mundo. Debía pensar que todo era tan absurdo, tan irreal, que tenía tan poco que ver con él que ya no atendió más. El juicio concluyó un mes más tarde y Robert García fue condenado a muerte. El texto de la sentencia, como era preceptivo, no especificó ni cuándo ni cómo se ejecutaría la sentencia, solamente señaló que mientras llegaba el momento el condenado viviría en el Centro de Reintegración Ejemplar (CRE), donde seguiría un programa de reeducación integral. Los nueve años siguientes los pasó Robert en aquel lugar. Allí le enseñaron a convivir en sociedad y a respetar a los demás. También le enseñaron un oficio, el de oyente, y le dieron un trabajo. Todos los días laborables, de lunes a jueves, debía dedicar cinco horas de su tiempo a escuchar. A las ocho de la mañana entraba en una salita agradable y bien iluminada, se sentaba en un cómodo sofá y esperaba a que entrara la gente. Al principio no se le acercaban muchos, pero poco a poco se fue ganando la confianza de sus compañeros confinados y de sus educadores que acudían a él porque hablaba poco y no daba consejos. Tras la jornada laboral comía, paseaba un par de horas por las cintas transportadoras y, finalmente, descansaba sobre una hamaca escuchando la reproducción de sonidos naturales como las corrientes de agua, el aire o, sobre todo, el canto de los pájaros. Después de cenar, y antes de ir a dormir, pasaba por el taller de manualidades donde reproducía cuadros de Fra Angelico desaparecidos ya. Durante aquellos años, y poco a poco, el educando García.1.3 se fue convirtiendo en un modelo de corrección, un ejemplo del espíritu de la reintegración del segundo tercio del siglo xxi y de la función de compromiso de tales centros privados con la sociedad. Por ello, el día que le dijeron que era libre, que se podía marchar, no se extrañó, aunque sí tardó en reaccionar. Estaba de pie, sobre una tarima, frente a una representación de todos los funcionarios y educandos del CRE que habían acudido a felicitarle y no sabía qué decir. El educador-director, que estaba a su lado, tomó entonces la palabra: Señor García, todos los que estamos aquí queremos felicitarle... El Papa, como le llamaban todos, hizo una semblanza de su personalidad y recorrió uno a uno los logros que había conseguido durante aquellos años para finalizar de nuevo con una felicitación más extensa y personal. Cuando acabó, Robert le miró, se quedó en silencio y sonrió. Hora y media después salía del Centro con sus escasas pertenencias a cuestas. Parecía contento por la novedad. Él sabía que la libertad no le libraba de la pena de muerte, al menos no necesariamente, pero es posible que la idea de morir en la casa que le habían asignado, su hogar, como uno más, le pudiera gustar. Aunque nunca se sabe. Por lo demás, su vida no cambiaría mucho. La única diferencia era que a partir de ese momento tendría que ocuparse de sí mismo y cuidar también de la casa, y de una mascota electrónica que acababa de comprar. Y al final de la jornada, podría echarse sobre su hamaca a ver caer la noche en la pared, con un vaso de whisky en la mano y, por primera vez en su vida, solo. Un día, unos meses más tarde, el juez que seguía su caso le llamó para comunicarle que la sentencia se llevaría a cabo. No tenía nada más que decir. Robert sabía que con la libertad existía la posibilidad del perdón definitivo, pero también que éste podría no llegar. También sabía cómo le llegaría la muerte: tras colgar, el juez activaría un mecanismo microscópico introducido en su corazón. En cuestión de sesenta o setenta minutos, el ingenio envenenaría su sangre. La muerte llegaría como un sueño, lento y embriagador. No se volvería a despertar. Se lo habían contado muchas veces. Su caso no era el único. Antes que él, muchos condenados habían sido ejecutados tras quedar en libertad. Algunos pocos se habían librado, pero había sido por azar. Todos los años se celebraba un sorteo y los números premiados se libraban. Así de sencillo. La ley se servía de la esperanza para lograr la reintegración. Resultaba irónico, pero era razonable: si no existía la posibilidad de obtener el perdón, los educandos no tendrían aliciente alguno para reintegrarse en la sociedad. El resto, sin embargo, debía responder de sus actos por una simple cuestión de justicia. Robert lo sabía y lo aceptó. En pocos minutos se quitó la ropa, la dobló con mimo y la guardó. Luego sacó el viejo pijama de lana sintética del armario, se lo puso y fue al baño a por el albornoz. En el salón, colocó la hamaca a su antojo y acercó la mesita. Cogió un vaso ancho del aparador, le puso unos hielos dentro y antes de tumbarse cogió la botella de escocés para tenerla a mano. Una vez recostado en el respaldo de la hamaca estuvo un rato pensando, con los ojos cerrados. En cuanto los abrió, buscó el bolígrafo de punta gruesa, escribió unas palabras en la libreta y sonrió. Una vez que hubo colocado todo de nuevo sobre la mesilla, se sirvió un whisky con un poco de agua, dio un pequeño sorbo y se tumbó. Finalmente transmitió las órdenes pertinentes a los sensores de la casa puesta de sol 1, Brooklyn, los Haces Gemelos de luz al fondo, con trino de pájaros y esperó. |
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