Nada normal (2002)

Piedras

Ismael Perpiñá

Para lo único que permanece, para el amor invencible:
Para Miguel y para Angel.




Salí de la cabaña y miré la playa y el mar, detrás estaba la jungla. Esa mañana me desperté sin recuerdos.

Kim lo sabía todo, yo se lo había contado; por eso cuando aquella mañana regresé del pueblo y la encontré con María, la italiana, en el jardín, ella no dijo nada. Le había contado por qué estaba allí, en una playa a nueve mil kilómetros de casa. Le había contado que mi madre murió, le había contado que mi padre no tardó ni cuatro meses en meter a otra mujer en casa. Yo le decía a Kim que aquello lo había cambiado todo, así que me esfumé, había volado sin decir una sola palabra. A veces Kim me lo reprochaba, por eso cada vez que íbamos al pueblo y pasábamos al lado del locutorio ella me empujaba del hombro o me daba un tirón en la camiseta.

Por la noche todo había sucedido muy rápido; me levanté como un rayo y fui hasta donde estaba aquel hombre. Le di un manotazo al ordenador y el tipo se levantó pero no tuvo tiempo, le di un puñetazo en la cara, le tiré al suelo y le seguí golpeando. Luego los demás nos separaron. Cuando todo se calmó un poco el hombre se levantó del suelo, recogió el ordenador y se fue hacia su cabaña. Iba sangrando por las narices. María, Krishna, Kim y los demás me miraban como si no me hubieran visto nunca. Me miraban como si no me conocieran de nada. Yo me quedé allí de pie sin saber muy bien qué hacer, no entendía lo ocurrido así que a los dos minutos me retiré a mi cabaña. No pude dormir en seguida, esperaba a que Kim viniera para abrazarme pero no lo hizo, así que acabé por dormirme.

Por la mañana me desperté temprano y eché un vistazo alrededor. Kim dormía de espaldas en su lado del colchón, tenía los rizos negros sobre la cara y la boca un poco abierta. Salí de la cabaña sin hacer ruido, entonces noté un dolor sordo en el estómago, era como si me hubiera tragado el mar entero. Enseguida comprendí que tenía que buscar al tipo del ordenador para disculparme, decirle que no entendía lo ocurrido, decirle que, por favor, me perdonara. Salí por el jardín entre las palmeras y fui hasta la playa. El sol acababa de salir por un costado. Krishna y sus hermanos preparaban las redes para salir de pesca. Me acerqué hasta la barcaza y le pregunté a Krishna por el hombre del ordenador. Krishna me dijo que le había visto irse temprano camino del pueblo. Salí de allí a toda prisa y a los diez minutos había llegado. Le busqué por todas las callejas, en los bares, en el templo, le busqué en el mercado pero no hubo nada que hacer: el tipo del ordenador había desaparecido.

De regreso a las cabañas salí del camino y me detuve en el acantilado. El sol se iba levantando en el cielo, el mar estaba tranquilo y tenía el color de la ceniza: me pareció más inmenso que nunca. En un lado del agua, meciéndose, estaba la barca de Krishna pero se veía diminuta; jamás hubiera alcanzado a darle con una piedra. De todas maneras me agaché a por una y la tiré con todas mis fuerzas. Luego tiré otra y luego otra piedra más, tiré piedras hasta que el dolor me subió por debajo del hombro. Cuando llegué de vuelta a las cabañas Kim estaba en el jardín con María, la italiana, pero no dijo nada. Fue fácil entender, al mirarnos, que algo había cambiado de sitio, por eso aquella mañana fue la última.

La noche anterior todos habían rodeado a aquel hombre para asomarse en la pantalla del ordenador. También Krishna y sus hermanos. Había llegado por la tarde, dijo que se llamaba Ted y que venía para quedarse un tiempo. Era un hombre de unos cuarenta años con la barba espesa y el pelo moreno.

Decía:

—Hoy no se puede prescindir del ordenador, todas las cosas están aquí dentro —pulsaba el teclado sin dejar de mirar la pantalla.

Decía:

—Este aparato ha eliminados las distancias.

Los demás eran todo oídos. Miré de frente, hacia la playa, estábamos sentados en el jardín, debajo de las palmeras. Nos rodeaban las cabañas pero de frente el viento traía las olas del mar rizadas. A nuestra espalda la jungla se espesaba. Pensé en mi padre y quise preguntar a ese hombre qué sentido tenían sus palabras en un lugar como ese, pero no dije nada.

Algunas tardes, al volver del pueblo, Kim y yo nos deteníamos en el acantilado antes de regresar a las cabañas con los demás. Dejábamos las mochilas sobre una roca y tirábamos piedras. Eso nos gustaba a los dos y era una suerte. Aquella tarde, en el pueblo, habíamos visto a un extranjero en el mercado. Los pantalones de tela y su cara blanca resaltaban entre las faldas y los rostros oscuros de los indios. Nosotros también éramos extranjeros pero llevábamos por allí un tiempo. Era un pueblo pequeño, así que cada vez que veíamos una cara nueva nos extrañaba. El tipo llevaba su mochila en la espalda pero además le colgaba un maletín de la mano y eso nos extrañó aun más. Kim y yo hicimos compra para un par de días y no le prestamos más atención. Antes de salir del pueblo pasamos por delante del locutorio. Kim me tiró del brazo pero yo le cogí de la mano y seguimos andando en dirección a las cabañas.

El camino bordeaba el acantilado desde una distancia. Detrás se extendía una pradera verde salpicada con rocas. Nos separamos del camino y fuimos hasta el borde del acantilado. Faltaba más de una hora para que anocheciera así que teníamos tiempo. El sol brillaba de frente pero hacía mucho viento y el mar venía rizado. Dejamos las mochilas apoyadas contra una roca. Kim fue la primera en lanzar una piedra. Luego tiré yo y lo hice con todas mis fuerzas pero enseguida nos dimos cuenta de que el viento nos iba a fastidiar la tarde porque traía las piedras de vuelta y se estrellaban abajo pero no llegaban al agua.

—Maldito viento, así no hay quien pueda —le dije a Kim y me agaché a por otro pedrusco.

—Vaya, hoy mi hombre está sin fuerzas —Kim se reía. Me apretó el bíceps y luego me empujó. Yo la cogí por las piernas, la tiré al suelo y me senté encima de su cuerpo. Kim trataba de soltarse, se reía y daba gusto ver sus rizos morenos en la hierba y los dientes tan blancos.

—Ahora verás —me levanté y tiré otra piedra pero no llegué al agua ni de lejos. Así estuvimos un rato, con lo de las piedras, pero luego le vimos pasar. Era el hombre que habíamos visto en el mercado del pueblo. El camino estaba a una distancia y estaba anocheciendo, pero la silueta del maletín no dejaba lugar a dudas. El hombre nos vio y levantó la mano que tenía libre, luego desapareció al fondo, por el camino que conducía a las cabañas.

—Será mejor que volvamos —le dije a Kim—, se está haciendo de noche y no hemos traído las linternas.

Cuando llegamos a las cabañas estaban todos en el jardín. El tipo del ordenador se había hecho el dueño. Se había presentado como Ted y dijo que venía para quedarse un tiempo. Estaba sentado debajo de las palmeras con el ordenador abierto.

Decía:

—Con este trasto uno puede llegar donde quiera.

Decía:

—El mundo se ha convertido en un pañuelo, es inútil mirar para otro lado. Kim dejó la mochila en el suelo y fue a reunirse con los demás.

La playa tenía la forma de una pequeña bahía. Detrás estaban las cabañas dispuestas alrededor de un jardín con palmeras. A nuestra espalda la jungla se espesaba en todos los tonos de verde posibles. Al principio me pareció como si en ese lugar no existieran los recuerdos, pero ya no importa porque he vuelto a casa, con mi padre.

A veces me asomo por la terraza y me quedo mirando los coches. Desde aquí arriba se ven muy pequeños pero esto no se parece en nada al acantilado.

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