Nada normal (2002) |
Los pozos de mercurio |
F. Javier Peteiro Cruz |
Sólo habría que arrancar la cortina de un tirón y lanzarse al vacío. Un golpe de luz resplandeciente, y después la negrura, el punto final, o tal vez el signo de exclamación con que acabar estos meses. No debería de ser tan difícil, no... no deberían de temblarme así las manos. Ya está todo decidido, al fin y al cabo. Él dijo que era lo que debía hacer, y tengo fe. Oh, sí, aunque al principio me costase tanto aceptarlo sé que puedo confiar en él y en nadie más. Al fin y al cabo, siempre he sabido cuando alguien me miente con una mirada a sus ojos, es un don que tengo. Un don que me ha traído muchos problemas este año, la verdad. Y todo porque la cosa ha ido más allá, y he pasado de ser intuitivo a adivinar de verdad lo que se le pasa a la gente por la cabeza. Por eso me veo ahora en esta situación, pero aún así debería ordenar mis pensamientos, ya que al fin y al cabo va a ser la última oportunidad que tenga.
Todo empezó cuando comencé a anticiparme en las conversaciones, a responder a preguntas que la gente todavía no había formulado, a conocer los nombres de personas que no me habían presentado jamás. Todo eso mirando a los ojos, a las pupilas. Ahí podía verlo todo, todos los deseos ocultos de la gente estaban al alcance de una mirada. La verdad es que al principio creí que me había vuelto loco, o que eran una serie de casualidades, casi imposibles, pero casualidades al fin y al cabo. Luego me atemoricé, ya que si yo podía ver lo admirable o terrible que puede ser un individuo con una simple mirada, tal vez habría más gente capaz de hacer lo mismo. Al fin y al cabo, ¿por qué iba a ser yo el único? Todos tenemos secretos y pasiones ocultas, cosas que no deseamos que nadie más sepa y que sólo nosotros mismos tenemos derecho a conocer. Empecé a evitar a la gente, ya que me ponía muy nervioso en presencia de cualquiera, y tenía que estar todo el rato esquivando las miradas. Hubo personas a las que esquivé a conciencia, ya que había visto en su interior algo verdaderamente inquietante, una parte bestial que podía saltar de un momento a otro y que me causó auténtico pánico. Era algo que había visto con anterioridad, y que me esforcé por recordar a conciencia, ya que podría tener mucho que ver con mi don y con mi fobia a los ojos. Busqué y busqué en mis recuerdos hasta que encontré algo. La respuesta fue desalentadora. Había atisbado esa parte bestial a los nueve años. Recuerdo que tenía un grupo de amigos con los que llevaba a cabo constantes travesuras, y que hubo una especialmente desagradable. Casi todos los niños han torturado alguna vez un animal sin ningún motivo, sencillamente por crueldad. Lo que pasa es que cuando nos hacemos mayores nos olvidamos de esos detalles desagradables. Algunos le arrancan las alas a las moscas o queman insectos, otros torturan ratones o golpean ranas hasta que se les ven los cartílagos. Nosotros torturamos un gatito, sencillamente porque intentó arañarnos. No deseo volver a recordar lo que le hicimos, pero la cuestión es que nos habíamos quedado absortos, fascinados por los chillidos y estertores. Recuerdo haberme quedado hipnotizado mirando los ojos del animal, hasta que pasó algo que me causó una sacudida de temor. No voy a decir que viese humanidad en los ojos del gato, ni nada así. Sencillamente debí de tener un atisbo de racionalidad que me produjo una arcada. Ojalá nunca hubiese apartado la mirada, porque fue entonces cuando me quedé clavado contemplando las pupilas de los otros niños. No sé que fue exactamente lo que vi allí, pero chapoteaba algo que no era del todo humano, y sin duda su visión me dejó marcado hasta hoy. El problema es que poco después de recordar esto tuve otro atisbo de esa bestia, pero esta vez no fue en los ojos de otra persona. Fue en el ascensor de mi edificio. De modo rutinario había pulsado el botón de mi planta, girándome después hacia el espejo para peinarme. Entonces me di cuenta de que los ojos de mi doble no se fijaban en el pelo como los míos, sino que intentaban atrapar mi mirada. Un escalofrío me recorrió la espalda cuando aterrado y fascinado a la vez me dejé caer en los pozos de sus pupilas, preguntándome si el color de sus iris sería el mismo que el de los míos. No recordaba tener unos ojos tan oscuros. Cuando por fin se abrieron las puertas del ascensor, el hechizo se rompió y mi corazón aceleró sus latidos, guiándome a trompicones hasta la puerta de mi piso. Lo que había visto en el espejo no era una parte de mí, era otra conciencia, otro individuo que había comenzado a susurrarme algo terrible, algo que no debía ser escuchado. Los días que siguieron fueron un infierno. ¿Dónde no hay espejos, o una superficie en la que reflejarse? Veía mi doble en todas partes, en escaparates, ventanas, retrovisores... en todas partes estaba el reflejo de mis ojos, o, mejor dicho, sus ojos. No me quedaba sino recluirme, no ya sólo asustado de la gente, sino también de mí mismo. Comencé a destruir todo aquello en lo que podía reflejarme dentro de mi casa, porque cada vez los susurros se volvían más fuertes, lo que veía en las pupilas del doble me obsesionaba más y más. Igualmente, sabía que nadie podía aconsejarme, así que corté el teléfono e hice oídos sordos a cualquier persona que llamase a mi puerta. Dejé mi trabajo, sin preguntarme de dónde iba a sacar el dinero. Me consumió la dejadez, saliendo sólo de casa a comprar comida cuando recordaba que necesitaba comer, y comencé a acumular basura sin darme cuenta. No sé muy bien por qué, pero hubo un espejo que nunca llegué a destruir. Por las noches me acercaba a él, y me abandonaba durante breves segundos a su contemplación. Me decía a mí mismo que era para vencer el miedo, para poder salir de nuevo a la calle, pero la realidad era otra. Quería saber. En los ojos del doble, en el espejo, duermen secretos olvidados, cosas que la humanidad ignora y que él parece conocer a la perfección. Nunca miente, y sus verdades son terribles. Me he ido abandonando a sus palabras, y su último consejo me obliga a tomar una decisión. Y aquí estoy, delante de la cortina, pidiéndole a mi cuerpo que se tranquilice. El conocimiento que ahora poseo es un veneno demasiado potente. Aunque mis manos tiemblan y los ojos me lloran sé que no queda otra vía de escape. En unos instantes todo habrá terminado. Debo pensar en que será como algo con anestesia Ojalá la cortina cubriese una ventana por la que arrojarme al vacío, pero la realidad es otra. Cuando la retire me zambulliré en el espejo que oculta, dejaré que mi mente caiga en los ojos del doble, dejando a éste libre por fin. Escucharé hasta el último de sus secretos. Sé que no seré el mismo, que en cierto modo lo que voy a realizar es muy similar a un suicidio, pero no hay vuelta atrás. Agarro la cortina y cuento mentalmente. Uno. Dos. Allá voy. |
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