Nada normal (2002)

Esa noche

Jorge Pfeiffer

El plato de puré de lentejas hirviendo aterrizó con un sonoro golpe en la mesa, cayendo parte de su contenido sobre la formica verde que quedó marcada con un bonito mapa de África un poco más oscuro de lo que aparece en el atlas. Qué horror, otra vez puré y de lentejas. Mi reacción fue inmediata:

—¡Jo, mamá, no me gusta!

—¡Eso es lo que hay! —me dijo ella mientras borraba el mapa de la mesa con una bayeta que iba dejando todo pringoso.

En ese momento entró papá por la puerta de la cocina. Acababa de llegar a del trabajo, tan tarde como siempre. Traía una cara ojerosa y mirada de pena. De una forma rutinaria repartió besos para mamá y para mí, buscó la botella de canchales que está siempre junto al exprimidor y se sirvió un vaso de vino. Yo daba vueltas al puré, llenaba la cuchara para luego vaciarla desde lo alto, salpicando todo y llenando la mesa de pintitas marrones. No había quien se lo tomase, mis labios se abrasaban cada vez que me acercaba la cuchara, por no hablar de lo mal que olía.

Papá se sentó a la cabecera de la mesa, a mi izquierda, con el vaso entre las manos, mirándolo fijamente. Se quejaba del trabajo, de los cambios de ánimo de su jefe, de García, el gran escaqueador, que le desviaba todos los marrones, de lo cansado que estaba, de lo poco que le pagaban, de la falta de perspectivas. Su voz me parecía apagada y cansina, sin la vitalidad de los domingos en el Retiro, cuando todo son carreras y risas. Entonces mamá, con el enérgico tono de voz que aún hoy conserva, apuntando con el cuchillo con el que cortaba la lechuga, empezó a repartir leña y toda iba contra él:

—Es que no le echas narices, a tu jefe le aguantas porque te da la gana, en nueve años que llevas es ese trabajo no has hecho nada por cambiarlo, te acobardas con todo, no sabes decir que no a García, no te atreves a hablar con tu jefe y poner las cosas en su sitio, eres una auténtica gallina, ni si quiera eres capaz de buscar otro trabajo, de verdad te digo que no sé qué vi en ti.

Yo empezaba a ponerme malo, no sé si por los vapores que me subían del plato o porque estaba viendo que por momentos mamá se iba creciendo y que papá no levantaba la mirada de su vaso de vino. El puré se iba templando, mis labios podían mojarse en él, pero el sabor era horroroso, su textura me daba grima, nunca había probado algo peor, me producía unas arcadas horrorosas. Cuando mamá vio los ascos que hacía, elevando más la voz y mientras encendía un pitillo, me dijo que o me tomaba el puré o me iba a la cama sin cenar. Me daba igual, no me gustaba nada, ni el puré ni los ataques de mamá a papá ni el silencio de él. El aire se me estaba haciendo tan espeso como el puré. Empezaba a ver todo tan oscuro como las lentejas y tan pegajoso como la mesa después de pasar la bayeta. Nunca les había visto así, nunca les había oído levantarse la voz.

Tras un silencio en el que solo se oía mi cuchara removiendo la asquerosidad que tenía por cena, cuando parecía que la cosa se iba a calmar, va ella y suelta:

—Harta, lo que es harta, estoy yo, y si tú quieres tragar con todo lo que te echen hazlo, pero habiendo quien me quiere más que tú y que está dispuesto a darlo todo por mí, a sacarme de tu asquerosa rutina, sabes lo que te digo, que me voy, que te abandono, que te aguante tu madre.

El puré ya no lo sentía ni caliente ni frío, ya no me olía, ya no me sabía a nada. Papá levantó la cabeza. No miraba el vaso de vino, pedía aclaraciones, no sabía a qué venía todo eso, se estaba quedando helado, no se había olido nada. En pocas palabras, mamá le explicó que el hueco que él había dejado hace tiempo había sido ocupado por otro, que el cariño que él no le daba, se lo daba Emilio y que ella se iba, que le abandonaba, que papá ya no le ponía, que no le motivaba, que no le inspiraba más que lástima, que mis tortugas tenían más vida que él.

Papá había vuelto a su vaso de vino y entre sorbo y sorbo se dedicaba a dibujar los aros olímpicos con la huella que dejaba sobre la mesa, se limitaba a escuchar con la botella de canchales cerca para poder rellenar el vaso. Yo ya no podía más, aunque entonces no alcanzaba a ver las repercusiones de lo que estaba viendo y escuchando, llevaba rato tragándome las lágrimas, con la respiración entrecortada y el pecho encogido. Rompí a llorar, mamá me miró y dijo:

—Y tú, ¿que haces ahí todavía sin probar bocado? Vete a la cama si no quieres que te zurre —me sacó de la cocina agarrándome con fuerza por el brazo, me arrojó al pasillo y tras de mí cerró la puerta como si de un lápida se tratara.

Me quedé allí tirado, escuchando entre sollozos los gritos de mamá. Cuando no me quedaban más lágrimas, agotado por el esfuerzo de respirar, me quedé dormido sobre la alfombra con olor a polvo, en tierra de nadie.

Haz clic aquí para imprimir este relato

Ir al siguiente cuento

Volver al índice del libro