Nada
normal (2002)
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Breve memoria de un hombre que dudaba |
Juan Pimentel |
Diego Rubalcaba nació marcado por los astros. Era medianoche del 20 de marzo de 1759 cuando lo extrajeron al mundo. Equinoccial incluso en semejante trance, dudaba entre los líquidos amnióticos y el exterior. Quedarse ofrecía ventajas, aunque entrañaba peligros; venir al mundo despertaba su curiosidad, pero también su miedo. Y de optar por esto último, ¿cuándo hacerlo? ¿El día veinte o el ventiuno? ¿En primavera o en invierno? Pero la comadrona y su madre no estaban para titubeos, así que entre las dos resolvieron el metafísico dilema del pequeño Rubalcaba, cuyo apellido tuvieron a bien acompañar con el nombre de Diego.
Su infancia discurrió sin sobresaltos. Era el menor de tres hermanos y no sabía bien si sentirse dichoso, porque cuando uno es niño todo es nuevo, emocionante y extraordinario, o por el contrario desdichado, pues no se tarda tanto en descubrir que, bien mirado, la vida es incompleta, rutinaria y que además siempre acaba por rompérsele a uno el juguete más preciado. El Conde de Rubalcaba, su padre, le miraba confundido. No lograba descifrar qué pensaba, si es que esto ocurría, pues contagiado por el propio Diego llegó a ponerlo en tela de juicio. Pero el chico sí que pensaba. Vaya sí lo hacía. Tal vez demasiado. Debía tener siete años cuando una tarde su prima, Amalia Ruguera, le lanzó la pelota con gesto cómplice. Estaban solos, en el jardín de la antigua casa solariega. Era verano y sonaban las chicharras. Allí estaban, Amalia sabiendo bien qué hacía y Diego, completamente enamorado, ante su primer gran reto. Pues bien, desde que la pelota salió de las delicadas manos de su prima hasta que llegó a la altura de sus narices, se le ocurrió tal variedad de cosas que de haberlas puesto por escrito, habría tenido a su edad un tratado de filosofía moral listo y completo. La pelota, naturalmente, acabó por estrellarse en toda la extensión de su cara. Será tonto, pensó la prima. Ahí permaneció, impávido, mientras Amalia desaparecía y la pelota, sin dueño, consumía sus últimos botes, primero sonoros, luego nerviosos, finalmente imperceptibles hasta convertirse en un lento rodar desganado y cansino. Más tarde vinieron los años de juventud y con ellos la formación en las disciplinas que compendian el saber humano: lenguas clásicas, retórica, gramática, filosofía natural, teología e historia. Los años que forjan la personalidad del individuo sirvieron también a Diego para la más absoluta afirmación en sus dudas. Ya se sabe que los libros, en vez de aclarar las cosas, tienen la propiedad de complicarlas, lo que para él no consistía sino en la mejor de las virtudes. La Biblioteca del Seminario de Nobles se le quedó estrecha bien pronto. Recitaba a Virgilio de memoria, reproducía experimentos sobre el vacío y los peripatéticos no guardaban para él ningún secreto. Se entregó a la lectura con la fe del poseso. Y no como quien trata desesperado de hallar respuestas, sino como quien busca multiplicar preguntas, preguntas que se reproducen y remiten a otras, preguntas que se amplían sucesivamente como las imágenes de la redonda luna a través de una lente más y más precisa. Recibió cursos en universidades y academias, se carteó con enciclopedistas varios, era asiduo en tertulias literarias e incluso llegó a fundar un observatorio astronómico y filantrópico en su misma casa. Como escritor inédito no tenía rival, y de hecho su obra puede considerarse como la más incompleta, impublicable e inexistente de todo el periodo. Era un ágrafo obstinado. Escribir, lo que se dice escribir, escribía; pero más, mucho más, era lo que tachaba, borraba o rompía. Cada palabra le provocaba un silencio, cada línea una noche en vela, cada párrafo iba seguido de largos meses de melancolía y tedio. Sus manuscritos amarilleaban antes de ser redactados, y en cierta ocasión dudó tanto antes de volver a la pluma que, cuando al final lo hizo, había olvidado si en lo que estaba era verso, matemática o ensayo. Diego estaba enfermo. De la propia vida, solía apostillar con media sonrisa. Tenía veinte años y ninguna certeza. Su padre, angustiado, empezó por invitarle a que reflexionara. Pero pronto se arrepintió y le propuso soluciones: ¿Por qué no tomas las armas, hijo? Me falta arrojo, padre. No sabría qué partido adoptar. ¿Y el hábito? Ni tan siquiera sé si Dios existe. Hereda mi feudo, pues. Nadie sabe cuándo es su hora. Y fue entonces cuando recibieron noticias de un tío suyo, Gaspar de Bracamonte, oidor de la Nueva España. Les hablaba de los mil prodigios de aquellas tierras, del comercio lucroso con Oriente, de las promesas que auguraban los recientes hallazgos más allá de las Californias. A su padre se le iluminó la cara. Y aunque sobra decir que Diego no lo veía claro, nada pudo hacer por evitarlo: a las primeras de cambio lo embarcaron en Cádiz rumbo a las Indias. Llegado a México, Diego recibió de su tío toda clase de atenciones. Al corriente de sus achaques, le proporcionó empleos y negocios de qué ocuparse. No está tan enfermo, pensaba al tiempo que su sobrino aceptaba cualquier encargo por vano o inmenso que fuera. Y no es que Diego estuviera curado, sino más bien que ante el cansancio exagerado que le producía cualquier elección, frente al hastío del vivir en la conciencia de manera tan impropia, había optado por no hacerlo, o sea, por hacerlo todo, que vale tanto y es lo mismo que abrazar nada. Mirado desde el revés de las cosas, que es como los hombres acaban por mirarse en sus espejos, Diego descubrió que nada más sencillo había que dejarse arrastrar por los hechos. Le ponían al cuidado de las obras de desagüe de la ciudad, y allí se aplicaba él para extraer gota a gota las humedades del pantano que yacía bajo la urbe entera. Le pedían que ayudara en la real comisión botánica, y él se lanzaba por selvas y mesetas clasificando especies como quien recuenta las estrellas del firmamento. Y así fue como acabó metido en una empresa que parecía su condena, pues consistía en resolver la vieja polémica sobre la localización de la ciudad de México. Pasó años enteros calculando meridianos, grados, minutos, segundos, centésimas; corrigiendo errores, construyendo instrumentos. Si el mundo era achatado por los polos como una sandía o bien se ceñía en su cintura como un melón, era algo que escapaba a su ciencia. Pero eso no importaba: ahí transcurrieron sus horas, variando posiciones, ahora un poco a la izquierda, después algo más a la derecha, movamos más la plumilla hacia arriba, la rugosidad del papel quizás no admita la precisión de la justa medida. Vanos cálculos, la geodesia de Diego aún desconocía la imperfecta redondez de la tierra. Y fue madurando. Llegó a esa edad en que la incertidumbre ante lo venidero deja paso a la más insegura de las sombras, la que provoca el recuerdo. Atrás quedaban España y los libros, el perfil de la prima Amalia se deshacía como la espuma en el agua, el observatorio que una vez fundó no podía precisar si era astronómico o filantrópico, las tertulias aquellas eruditas o literarias. Un viernes de octubre, en una taberna, se enfrascó en una disputa con un capitán de infantería. Nadie recuerda el motivo, pero sí el tono ascendente que fue adquiriendo hasta llegar a la ofensa, la respuesta y el inevitable duelo. El rufían no tardó mucho en desarmarle. Diego estaba tendido sobre una mesa, con el extremo de un sable sobre su garganta, a punto de ser muerto sin justicia ni sentido. Y de pronto, quién sabe si a causa del alcohol o del propio miedo, se revolvió en una acción tajante, firme y espontánea como el llanto de un recién nacido. Rodó sobre sí mismo, se irguió y arrebatándole el arma al otro, le propinó un soberano sablazo. Pero fue tan poderoso el mamporro y con tan mala fortuna, que al derribarse el cuerpo del rival arrastró consigo la columna que sostenía las vigas. Desplomarse el techo y quedar sepultado Rubalcaba fueron todo uno. El pobre Diego expiraba atrapado entre escombros. Fue todo muy lento, pues ni él mismo tenía claro si acabar ya o seguir en el mundo. Oía voces a su alrededor, pero sólo acertó a distinguir la figura redonda de una pelota que botaba suelta y perdía brío. Su corazón, acelerado primero, comenzó a dilatar su latido hasta espaciarse tanto que apenas podía sentirlo. Agotado su último impulso, al fin se detuvo. Y ya sin peso, como un globo, ascendió y ascendió para perderse en el cielo. |
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