Nada normal (2002)

Práctico de Anatomía

Mª Fátima Ramón Rosa

A mi madre, que confía pacientemente en mí


Doña Manuela, la dueña, era una mujer avejentada para su edad. Se había quedado viuda muy pronto, pero tenía un buen sentido del humor. Hacía todo lo posible por mantener limpia y ordenada la casa y tener contentos a los estudiantes.

El salón era convertible; podía ser comedor a las horas de desayuno, almuerzo y cena, sala de televisor, sala de teléfono, sala de estudio y biblioteca, sala de visitas, salón de juegos de cartas, de todo, menos salón de baile, ya que eso le aturdía a doña Manuela. Era una mujer de gran papada que lucía por encima de sus jerseys de cuello alto. Siempre preparaba termos para sus inquilinos, llenos de caldo hecho con verduras y huesos de jamón. “Yo sé bien cómo conformar los vientres de ‘mis chicos’ en estas noches heladoras y oscuras”, decía a menudo.

Elena, tras su primer día de clase, en octubre, entró en la habitación. Mientras colgaba sus pantalones en el armario empotrado, dijo a su amiga que estaba tumbada en la litera con el flexo encendido:

—Mi profesor de Anatomía ha dicho que esta asignatura se estudia sobre los huesos humanos y que a primeros de diciembre habrá un examen práctico sobre esta materia. —Y continuó—: En el laboratorio no hay huesos para todos y nos ha recomendado ir a la fosa común de la villa.

La compañera se puso pálida, cerró el libro que estaba leyendo, lo puso en la estantería de la pared y salió de la habitación tapándose la cara y exclamó:

—¡No pretenderás que te acompañe! —Elena implorando añadió—: Además, en este pueblo tan mortecino, ¿cómo voy a ir al cementerio sola? —La amiga añadió bajando la mirada:

—Yo no te acompaño —y cerró la puerta.

Una mañana de diciembre, Elena decidió ir al osario de la pequeña ciudad. Encima del abrigo largo se puso una capa de agua, color aceituna, y se calzó unas botas de plástico. Sacó una bolsa blanca de la cocina y la llevó consigo. Cruzó varias calles y pasó por una iglesia a pedirle a Dios un poco de valor. Llegó a su destino rodeado de cipreses y tierra fangosa. Dijo en voz alta “menos mal que hay luz de día” y percibió que le palpitaban las sienes y resbalaban gotas de sudor frío sobre las mejillas. Al llegar a la fosa del camposanto, que se empezó a cubrir por una gran sombra, observó que había muchos restos de huesos fragmentados. Cerró los ojos e imaginó cómo serían las personas a las que pertenecieron en vida. No vio flores. Empezó a llover. Se echó su larga melena negra hacia los hombros, y notó que tenía los cabellos muy húmedos. Con las manos temblorosas y mojadas se apresuró a coger unos cuantos, sin tomar medida de si se trataban de húmeros, fémures, tibias o falanges de los dedos y los introdujo en la bolsa. Le llamó la atención un trozo de vértebra que tenía un color ámbar; de repente escuchó un ladrido, quiso echar a correr y sintió que las piernas no le respondían. Se sentó en el suelo y metió la cabeza entre las piernas, hasta que empezó a clarear. Se tomó las pulsaciones en la muñeca y comprobó que estaban descendiendo. Se levantó y empezó a caminar.

Regresó a la pensión, atravesó el salón, y tropezó con la alfombra redonda que ocupaba casi por entero el suelo. Se dirigió hacia la cocina a beber agua. En ese instante la avisaron; tenía una llamada de teléfono, y salió de la cocina de forma precipitada. Olvidó la bolsa encima de la mesa.

Volvió al momento doña Manuela, como todos los días y a la misma hora del mercado. Dejo las bolsas de la compra encima de la mesa de la cocina, puso las flores frescas en el jarrón del comedor, margaritas blancas, y empezó a preparar la comida y el caldo como hacía siempre. Después de dejar hervir el agua con la verdura, en una antigua olla, recuerdo de su abuela, que todavía conservaba, tocó una de las bolsas, palpando fragmentos duros y, sin más, los puso junto a los otros ingredientes para darles sabor. De segundo plato preparó huevos revueltos con chorizo frito, al tiempo que canturreaba “Corazón de melón, melón, melón...”, con ojos alegres y dando vueltas al caldo con una cuchara de madera.

Eran las nueve de la noche según el reloj de péndulo del salón, la hora de la cena. La dueña encendió, como todas las noches, la lámpara de araña que colgaba del techo. Dispuso la cacerola rebosante de sopa encima de la mesa del comedor, preparada con un mantel de plástico azul, y comenzó a servir sonriente a cada uno de los estudiantes. Empezaron a comer; cuando Elena acercó la tercera cucharada hacia su boca vio algo que le resultaba familiar. Se fue directamente a vomitar la comida. Invitó al resto de comensales a un resopón en la chocolatería, mientras pensaba que no aprobaría el primer parcial práctico de Anatomía. Doña Manuela echó una carcajada que hizo sobresalir el peludo lunar de su labio.


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