Nada normal (2002)

El collar de perlas

Adelina Ramos

Florita, la mujer de Paco Santos, de joven debió de ser bonita y elegante. Cuando la conocí rondaba los cuarenta y se paseaba por el pueblo del brazo de su marido, con una expresión de ensueño y ternura en los ojos. Vestía siempre de domingo, unos trajes de chaqueta pasados y descoloridos que alguna vez debieron de ser verdes, rosas o azules, que acompañaba de unos zapatos de tacón afilado y unos discretos y ajados bolsos a juego. Yo tenía nueve años y en aquella época de minifaldas, cuando los Beatles hacían furor y se acercaba el tiempo de las flores y la psicodelia, la figura decadente de Florita me resultaba patética. “Qué guapa debió de ser esta mujer”, decía mi madre cuando la veía pasear del brazo de su marido por la plaza. “Y qué elegante”, añadía mi abuela, “fíjate qué trajes, qué bonitos debieron de ser”. Y es que para ellas, desde el corto horizonte que da el vivir en un pueblo entre montañas, Florita era algo así como una Audrey Hepburn: linda, exquisita y delicada. Pero la luz de su estrella debió de extinguirse tiempo atrás y por todo recuerdo de sus días de esplendor, conservaba aquel vestuario anticuado y una preciada joya, que como una suave caricia rodeaba siempre su fino cuello: el collar de perlas.

Ya fuera verano o invierno, tanto en la iglesia como en la cocina, llevaba siempre aquel collar. Y es que la pequeña renta de Paco Santos no daba para sirvienta, y la elegante Florita, con una triste sonrisa acudía a diario a comprar el pan y la leche con su collar de perlas, para que nadie olvidara que había sido una niña rica de ciudad.

Pero aquello era un pueblo y no había sobremesa ni se tomaba el té, ni las mujeres se reunían a tomar chocolate calentito, ni los domingos por la tarde jugaban a las cartas, ni se hacían confidencias. La falta de amigas y otras carencias las suplía Florita reuniendo todas las tardes a la chiquillería del barrio para tomar café. Allí acudíamos limpitos y con nuestra mejor sonrisa para alegrarle las tardes. Nos sentaba alrededor de una mesa, y en unas lindas y menudas tacitas, nos servía un líquido humeante y de color marrón, que olía a gloria y con un sabor que ahora distingo en la malta, pero que entonces pensaba que era café. Las niñas jugábamos a ser señoritas mientras ellos, los niños, se daban patadas bajo la mesa. Los domingos acompañábamos los sorbos de dulces bocados que Florita preparaba para nosotros; eran porciones muy pequeñas, como los platos y cubiertos que utilizábamos, piezas de un universo de niña rica, que trataba siempre de rescatar. Entonces aquellas menudencias me entusiasmaban pues eran el mundo hecho a mi medida y con ellas podía sentirme mayor, aún siendo tan pequeña. Cuando después crecí y sufrí y aprendí que ese mundo de adultos que entonces tanto ansiaba, no era el cuento de hadas que me hicieron creer, comprendí el porqué de los juegos de aquella mujer.

Florita era tan dulce como una madre. Yo la quería, pero me daba un poco vergüenza verla vestida con aquellas ropas pasadas de moda. Mis amigas se reían de ella en el colegio y no siempre me atreví a defenderla. Como su casa estaba al lado de la nuestra, muchos días al volver de la escuela entraba a darle un beso. En realidad yo hacía esto porque me lo mandaba mi madre: “Anda, ve un ratito con ella, que está muy sola”, me decía y cuando entraba en su casa la encontraba siempre dando un repaso con la aguja a alguno de sus trajes o vestidos, mientras al fuego, lentamente se iban cociendo las patatas, las judías o los garbanzos. “Los vecinos siempre comen potaje o cocido”, decía después extrañada a mi madre. “No seas curiosa hija; además, ésa es una comida muy buena”. Nunca me convenció aquel argumento, porque odiaba los garbanzos y las lentejas y, si algún día los ponía mi madre para comer, huía a casa de mi abuela en busca de otra cosa. Pero en casa de Paco Santos, a pesar de los trajes de chaqueta, de las corbatas y del collar de perlas de su mujer, comían cocido a diario.

Mi madre y mi abuela pasaban las tardes cosiendo y hablando y mirando a la gente que paseaba por la plaza. “Pobre Florita”, decían viéndola arriba y abajo del brazo de su marido, “¡qué cuentos le contaría el pájaro ése para casarse con ella!”

Pero un otoño dejaron de pasear porque ella se puso enferma, y con los paseos se acabaron los sorbitos de malta y nunca más jugamos a ser señoritas. Fue un invierno triste el que siguió a aquel otoño en que acabaron los juegos. Mi madre y mi abuela continuaron pasando las tardes cosiendo y hablando, y alguna de aquellas tardes puede que me enamorara de lejos.

Mientras tanto, Florita pasaba los días sentada en un sillón de mimbre junto a la chimenea, arropada con una manta. Siempre la recordaré con su cara de porcelana y el collar de perlas rodeando su cuello. Allí, junto al fuego, las perlas reflejaban el color de las llamas, como sus ojos la inmensa tristeza de su alma. Al llegar la primavera Florita debió de encontrar rincones más bellos donde pasear y una tarde de abril, mi madre y mi abuela vieron a Paco Santos paseando solo por la plaza. “Pobrecita”, gimoteó mi abuela, “lo joven y guapa que era”. “Dicen que desde niña tenía el corazón enfermo”, añadió mi madre mientras secaba sus lágrimas.

No soportando su ausencia Paco Santos decidió marcharse del pueblo. Antes de hacerlo vendió las pocas tierras que le quedaban. La casa, que en tiempos fue de alguno de mis bisabuelos, la compró mi padre siguiendo una ancestral costumbre, según la cual, lo que ha sido alguna vez nuestro, nunca deja realmente de serlo. Junto con la casa mi padre adquirió todas las ropas y pertenencias de Florita. Todo menos el collar de perlas. Pero Paco Santos, que no era un mal hombre, se lo dio al final a mi padre. Recuerdo que entró cabizbajo en nuestra casa, era mediodía y comíamos un estofado de buey; se sentó a la mesa y abrió un estuche dorado que llevaba en las manos: dentro brillaron las perlas.

—Este collar, mi mujer pensaba regalárselo a tu hija cuando fuera mayor —dijo y le brillaron los ojos.

—Hombre..., yo... —empezó a decir mi padre, pero se calló cuando vio que el otro le entregaba el collar.

—Me cuesta desprenderme de él, pero dáselo —añadió Paco Santos y dos goterones le surcaron el rostro.

Aquel día Paco Santos se quedó a comer con nosotros; lloró recordando a Florita. Mi madre y mi abuela le acompañaron en su llanto. Mi padre no lloró, pero de vez en cuando se sonaba los mocos. Al día siguiente, desde la ventana de la plaza lo vi marcharse en el autobús, carretera abajo.

Mi madre guardó el collar para mí durante muchos años, y el día de mi boda lo lucí en memoria de su antigua dueña. Después muchas han sido las veces en que me he sentido como una auténtica reina llevando el collar de Florita. Pero por contratiempos de la vida, tan dura a veces, hace unos años tuve que desprenderme de él para hacer frente a algunas deudas. Me costó mucho tomar aquella decisión, pero en aquel momento mi marido necesitaba dinero para levantar su negocio: “Te compraré otro mejor cuando salga de esta”, dijo tratando de animarme. Recuerdo la mezcla de emociones que sentí el día que fuimos a tasar el collar y otras pequeñas joyas que mi marido me había regalado; me sentía muy triste y no sabía si aquella tristeza lo era más por verlo a él tan hundido, o por la pérdida de tantos recuerdos que aquel collar se llevaría. Pero ocurrió algo inesperado: resultó que el collar era falso, y la cara de mi marido, fulminándome con los ojos cuando el tasador nos dijo que el collar no valía nada fue una autentica revelación. Yo me sentí engañada, y no por las perlas, que en el fondo me alegré que fueran falsas porque así recuperaba mi pasado. Entonces a mi mente vino la figura de Florita más triste y patética que nunca. “Pobre Florita”, pensé, “a ti también te engañaron”.

Desde aquel día muchas cosas han cambiado en mi vida, pero conservo y cuido el collar que para mí será siempre auténtico y la más valiosa de mis joyas, pues en cada una de sus perlas lleva guardada una parte de mi infancia y el dulce recuerdo de su antigua dueña; aquella mujer sin hijos pero tan guapa como una madre, que aunque no me enseñara a leer como lo hizo mi madre auténtica, me dejó soñar por las tardes junto a una taza de malta.


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