Nada
normal (2002)
|
Fría noche de diciembre |
Teresa Ros |
Al abrir la puerta del coche en aquella fría noche de diciembre, salió a recibirme un intenso olor a flores rancias, a hierba cortada tiempo atrás. Me senté despacio mirando alrededor sin encontrar el origen, por lo que cerré de golpe y puse en marcha el motor. Empecé a rodar hacia mi casa, que estaba al final de la carretera. Abrí la ventanilla y entró, junto al aire de la noche, un penetrante olor de pétalos de rosa secos y una música lejana que retumbó en mi cabeza haciéndome apretar el volante con fuerza. Las personas que caminaban con prisa sobre aceras pobladas de sombras no parecían sorprendidas. Doblé hacia la izquierda y después del semáforo entré en la autovía que me llevaba directamente a casa. Olores caducos poblaban la noche: olores a comida pasada, bebidas agrias, pasteles secos y fruta mohosa me acompañaron hasta que en la salida 9, frenando suavemente, entré en el paseo.
Ya estaba en el garaje. La puerta metálica, tan conocida, produjo al abrirse un agudo chirrido que me recorrió los nervios. Tuve que cerrar los ojos y tensar la mandíbula, por lo que el estruendo producido al chocar la hoja metálica contra la pared me dejó paralizada momentáneamente, incapacitada para decidir que hacer a continuación. Por fin pude poner primera y sorteando un charco de agua turbia, estancada, que reflejaba la mortecina luz de una farola que recordaba luminosa tiempo atrás, entré en ese sótano-catacumba que se aprovecha para dejar los coches guardados. A duras penas lo llevé hasta la plaza 12, la de siempre, con esos desconchados que hacen imposible leer el número, y la eterna gotera que cae imperturbable plin, plin, plin sobre el coche del vecino. Apagué el ensordecedor ruido del motor, cerré la puerta y fui hacia la pared de atrás para pulsar el interruptor que pone en marcha el ascensor. Cadenas poco engrasadas contestaron al reclamo; dando tumbos y chocando contra las paredes de un hueco que imaginé sucio, grasiento y poblado de restos de basura en su fondo, la jaula apareció finalmente y me trasportó a una realidad dolorosa: el descansillo de mi piso, a oscuras otra vez, o la misma. No duran o no se cambian, pero las bombillas del 2º permanecen con tenacidad en una negrura que me obligó a palpar la cerradura, tardando en acoplar la llave que se negaba a entrar en la abertura no visible. Por fin estaba en un recibidor que había sido acogedor. En la atmósfera flotaba ese olor a cloaca previo a una fuerte lluvia que se incrustó en mi cerebro, enturbiándolo hasta el punto de entorpecer mis pies, que se arrastraron hacia una ventana que finalmente abrí permitiendo que los aromas ajenos e inhumanos que poblaban mi presente desaparecieran. Olvidé por un instante que el frío era total y que el aire no solo traía ruidos lejanos, también dejaba un polvo espeso arrancado de jardines invernales que rodeaban el edificio. Cerré la ventana, bajé la persiana y encendí la calefacción. Sola en medio del comedor permanecí un tiempo queriendo olvidar los últimos olores, los ruidos percibidos, el frío, el polvo y la oscuridad. Sedimentaba la evidencia de la situación: Nadie me haría la cena, encendería la radio ni me daría un regalo, un beso, una sonrisa. Al quitarme el abrigo que aún llevaba puesto tuve que apoyarme por un momento en la pared, pues del fondo de mis entrañas surgía un vacío que estrangulaba mi garganta. Mi respiración se hizo jadeante y tuve, en una ráfaga, presentimiento de muerte. Sacudí con fuerza la cabeza en clara contradicción interna. No quería dejarme ganar por el desaliento, por una tristeza tan profunda que me anclaba a un mundo negro y desconocido. Desde el fondo de todo ese magma, surgieron voces y empecé a darme órdenes como si dos personas se enfrentaran. Estaba viva y quería seguir en la lucha, solo era una etapa más, tenía que seguir adelante, mañana el amanecer traería un cristal rosa a través del cual la vida mi vida me parecería distinta. Mientras tanto debía encontrar una rutina conocida que me diera paz y un respiro, lazos con los tiempos felices que había vivido y ahora añoraba. Entré en la cocina y al poner una cacerola al fuego las imágenes se agolparon de repente en el fondo de mi mente llenas de luz. Pelé patatas y rebocé la carne; con las manos húmedas de huevo y pan rallado, oía el chisporroteo tranquilizador del aceite en la sartén cuando se trasformó en música y el olor caliente me llevó a escenas familiares. Nítidamente sonaban las carcajadas infantiles, los gruñidos del abuelo y los cantos imposibles de aquella tía que nos visitaba siempre en éstas fiestas. Hasta el ladrido de Gogy, el dóberman que acompañó mi juventud, sonó a campanillas azules en mi interior, y por primera vez en horas, una sonrisa asomó a mis labios. El cariño de todos ellos me envolvió, y dentro de una manta cálida cené esa Nochebuena, la primera que lo hacía sola. |
Haz clic aquí para imprimir este relato
|