Nada normal (2002)

Anorexia

Elena Sanemeterio

“Anda, hija, no seas mala, levántate.”
“No.”
“¿Por qué?”

“Porque no tengo arreglo y no me levanto.”

La madre sintió caérsele el estómago, como cuando bajaba en la noria gigante. Salió del cuarto, se fue al salón y se fumó un pitillo. Volvió al cuarto.

“Si no te levantas, llamaré a una ambulancia y que te lleven a urgencias.”

“¿Y por qué?”

“Porque si no te puedes levantar, es que estás muy enferma.”

Silencio.

La madre se fue al baño y se tomó una pastilla tranquilizante. Volvió al salón y se sentó en el sofá, frente a la ventana. Eran las nueve de la mañana y el sol difundía una clara luminosidad por detrás de las nubes grises. Tenían que estar en el hospital de día a las diez, para la terapia.

La madre sentía el estómago descolgado y el pecho oprimido, como si le hubiera caído algo muy pesado encima. Volvió al baño a tomarse un calmante, pero vio la caja abierta y recordó que ya lo había tomado. Tenía que pensar. Volvió al salón y encendió otro pitillo. Le escocía la garganta. Se levantó del sofá, se quitó los zapatos y se acercó sigilosa al cuarto. El leve cuerpo era apenas perceptible bajo el edredón. Decidió llevarle la medicación en un zumo. Fue a la cocina, abrió la nevera y lleno un vaso. Cuando estaba lleno, se dio cuenta de que era agua en vez de zumo. Se la bebió, llenó el vaso de zumo y seleccionó la medicación: media pastilla antiespasmódica, una antidepresiva, un neuroléptico. Volvió al cuarto. “Anda, hija, tómate esto y vámonos”. Silencio. “Te lo dejo aquí, encima de la mesa. Cuando quieras, te lo tomas y, si no, ya sabes, ya no tienes donde ir, ni hospital de día, ni urgencias, ni consulta, nadie te hace ya caso, así que tú verás. Debajo del puente tendrás que irte porque yo ya no puedo.” Había levantado la voz. No debería haber dicho eso. A ver si a ella también le hacía efecto el tranquilizante y podía estar callada.

Volvió al salón. Ahora era dolor lo que sentía en el estómago. ¿Por qué se dirá que sentimos con el corazón? Es el estómago el que sufre, el que palpita, el que duele, el que rechaza la comida cuando está oprimido...

Se levantó del sofá y agudizó el oído hacia el fondo del pasillo. Nada. Solo se oía el run, run, run de la lavadora en la cocina. Primero hacia un lado, paraba unos segundos, luego hacia el otro. Tenía que llamar al médico. Las nueve y veinte. Todavía no habría llegado. Volvió al sofá, apoyó los codos en las rodillas y sujetó la cabeza con las palmas de las manos. ¿Y si llorara? Sería peor. Tenía que pensar. Se levantó, fue al baño y orinó. Se bebió un vaso de agua y volvió al salón. El silencio era irreal. Solo la lavadora.¿O era su estómago? Sonó el teléfono. Se levantó de un salto, aunque no esperaba llamadas. Intentó contestar, pero no le salió la voz. Ahora tenía el estómago en la garganta. Carraspeó. “¿Diga?”

“Ha tenido usted suerte, señora, ha sido seleccionada para...” Colgó.

Volvió al baño y se lavó las manos. Volvió al salón. La lavadora ronzaba. ¿O era su estómago? ¿Dónde estaban todos? ¿En la cama, dejándose morir?

Decidió llamar al médico. Se levantó y sintió que su estómago giraba al mismo ritmo que la lavadora: derecha, izquierda, como una hormigonera. Sintió una gran náusea, vomitó sobre la alfombra, sintió una fuerte punzada bajo el hombro izquierdo y, justo cuando iba a levantar el teléfono, oyó unos pasos renqueantes procedentes de la habitación del fondo. Luego, nada.


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