Nada
normal (2002)
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Sola |
José San Leandro Ros |
Para Ana, con mucho
afecto
Tenías enfrente el café con leche y reconociste tu taza, con tu plato, los que tu madre te había asignado tiempo atrás en aquella casa de campo donde tus padres se retiran siempre que pueden, donde a ellos les gustaba estar. La mañana te pareció fresca en el patio; a pesar de ser mitad de agosto, la sentiste balsámica. Tenías al lado el platito con el donut, el que tu madre compraba expresamente cuando tú ibas, y fue al empezar a cortarlo cuando se lo dijiste, aún con el sueño puesto; te brotó suave pero incontenible: Pues he pensado que si no cambia mi situación en uno o dos años, me insemino. Tu madre estaba a tu lado, con la taza en la boca, y tardó en reaccionar. ¡Ay, hija, qué cosas dices! Le miraste a los ojos unos segundos hasta que prosiguió: Pero hija, yo es que te veo más guapa que nunca. ¿De verdad que no tienes ningún novio... No. ...ningún pretendiente? No, nadie. Intentaste escudriñar su rostro, querías saber cuánto le había sorprendido tu anuncio, aunque tenías alguna idea. Para tu sorpresa ella suspiró y cambió de tema. Tú la ayudaste a recoger la mesa y la dejaste sola en la cocina. Pensaste que no ganaba para sustos contigo, y sin embargo sentiste que, por fin, después de tantos años teníais un lenguaje común. Imaginaste cómo se lo diría a sus amigas cuando aparecieras con la extensión natural: No penséis nada malo, es de inseminación y le han garantizado que es de un chico guapísssimo y con dos carreras. Y en la cara que pondría Feliciana, la que te quiere tanto, cuando tu madre se lo contara: Seguro que piensa que fui raptada y violada ¡tiene una imaginación tan calenturienta! te dijiste con una media sonrisa. Recordaste aquél cuento que te relataba de pequeña, donde unas niñas quedaban indefensas dentro de una casa mientras por la calle se oían unos pasos marciales, sonoros, amenazadores, que se acercaban inexorablemente hasta la puerta y allí se paraban; te acordaste de cómo le sudaban las manos cuando llegaba a aquél punto del relato y te abrazaba y notabas que el corazón le latía más rápido, cuando seguía relatando que las niñas se apretujaban abrazadas, mientras oían unos golpes atronadores que ella decía que eran de empuñaduras de alfanjes. ¡Ay, Dios mío, aquellos infieles acostumbrados a disponer de tantas mujeres las deshonrarían y las llevarían a sus harenes de donde no podrían salir nunca más! Y la guerrera de Carmenchu que seguro pensaría que Pues vaya, se queda con lo pesado sin haber catado lo bueno del asunto, ¡ja, ja! Saliste al jardín otra vez porque oíste como un maullido tímido. Siempre te sorprende el silencio de aquel jardín: incluso cuando el viento se oye pasar entre las agujas de los pinos; es como si lo hiciera con cuidado, no queriendo molestar. Te fijaste en una hilera de hormigas que serpenteaba entre varias piedras y tallos de rosales hasta el agujero del hormiguero. Un saltamontes que estaba mimetizado en una hoja saltó de improviso cuando tú pasaste buscando el tímido sonido. El jardín de aquella casa estaba lleno de vida que rodaba suave, silente. Y lo encontraste: el gatillo tendría apenas unas semanas y estaba rodeado de yerbas que eran mucho más altas que él. Iba en plena exploración selvática, perdido, separado de su madre. Le cogiste aunque el retrocedió cuando tú le acercaste las manos. Lo acariciaste y fuiste con él hasta la puerta de la cocina que daba al jardín. Le pusiste un platillo con leche y te quedaste mirándolo cómo lamía el líquido blanco y se limpiaba los morrillos con la lengua. Quisiste darle algo de tiempo a tu madre antes de sacar de nuevo el tema y saliste a vagar por el pueblo durante unas horas. Cuando volviste la encontraste realmente preocupada: ¡Vaya por Dios, ayer se me olvidó comprar apio! ¡Y a tu padre ya sabes cómo le gusta, siempre está diciendo que una ensalada sin apio, no es una ensalada! ¡Dios mío! ¿Por qué no vas al pueblo y miras a ver si está abierto la tienda de Casimiro? Acabo de volver de por allí y está cerrada. Mamá, hoy es domingo, y además, ¿que más da?, por un día sin apio no va a pasar nada. Ay, hija, qué desastre eres, ¡claro que pasa! ¡lo peor pasa! Viste cómo se agachaba buscando por los cajones entre latas de conserva, ni siquiera le quedaba una lata de pimientos del piquillo para poder resolver la situación. La viste suspirar y balancear la cabeza ligeramente dirigiéndose al fuego donde estaba la cazuela con el bacalao al pil-pil y con la mano comenzar a el movimiento rítmico que seguía al de la cabeza. La oíste decir, como suspirando: Menos mal que tengo bacalao, ¡con lo que le gusta! La dejaste en la cocina y pasaste al comedor. Te miraste en espejo, estaba un poco en penumbra pero te viste guapa y te giraste para verte de perfil. Estabas bien, muy bien, pensaste. Sacaste el vientre y te pusiste las manos donde pensabas que llegaría el embarazo, y un pequeño rumor te fue creciendo por el estómago, como un hormigueo suave y alegre. Entendiste de improviso que la palabra amor tenía otro significado nuevo cuando te fijaste en aquella silueta que sólo tu imaginación veía y que te produjo ternura y un profundo sentimiento de dignidad. La soledad es mala, pensaste. Sentiste un poco de vértigo y apoyaste la espalda en la pared. Te viste grávida (qué palabra, ¿verdad?). Cerraste los ojos y volvió aquel sueño que tuviste hacía tanto tiempo: Estabas en un lago de aguas oscuras, sobre una barca. Te volvió el azoramiento de verte cerca del borde del lago. En aquel lago te movías libre, remando tranquilamente, con placer, pero siempre tendiendo a internarte por los recovecos de la costa, buscando tras cualquier recodo aquel punto que no sabías definir, temblando ante la posibilidad de encontrarlo. Y un día ocurría: un día entrabas en unos pliegues de la costa que formaban un túnel por donde te internabas decidida. Intuiste que era un viaje sin retorno pero aún así continuaste hasta que salías del lago y despertabas de tu sueño, excitada y feliz. Te sentiste bien pensando en servir de lago. Aquel hijo sería tuyo, algo indisputablemente tuyo. Con tu hijo, te dijiste, todo sería diferente. Su sonrisa, sus bracillos, sus cantos, sus correrías, su sarampión, sus dibujos de colores, su cartas a su primera novia, su emoción cuando le salga bien por primera vez el Para Elisa, sus enfados cuando le suspendan injustamente, todo aquello comenzará en tu lago. Sí, se irá de ti, pero él siempre sabrá que ha navegado feliz con su barca por tu lago. ¿Por qué tengo que decirle nada a mi madre, ni a nadie?, te dijiste. Ella apareció desde la cocina y te sorprendió mirándote; se quedó un poco cortada cuando te vio en aquella postura y salió del paso diciendo: Ayúdame a preparar la mesa. Voy a ver a tu padre. Ya sabes que vienen Carmen y Rocío y Rafael. La viste acicalarse el pelo antes de salir por la otra puerta del salón, derecha a ver de que humor estaba tu padre. En la comida no pararon de preguntarte por el nuevo empleo en la multinacional. Tu sobrina Rocío fue la más explicita en sus intenciones: ¿Y tendrás que ir a París? Así me podrías llevar otra vez a Eurodisney. Cuando sacó el bacalao tu madre lo dijo: Ramón, ¿ya sabes la última de tu hija del alma?... ¿No?... Pues dice que se va a inseminar. Según parece no encuentra ningún hombre que le cuadre. Miraste a tu padre con una sonrisa. Tu padre hincó los ojos en el plato y te dijo: Pues muy bien, hija, iremos a cuidarte el niño a tu casa de la capital. Muchas gracias, papá. El niño y yo vendremos mucho a esta casa. |
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