Nada normal (2002)

Sin aliento

Mónica Sedeño

Yo no hago deporte. Hace años que dejé incluso de correr. No por perezoso, sino porque no puedo, no soporto oírme respirar jadeando. Me trae a la memoria el día en que murió mi madre. Un puñado de inspiraciones y expiraciones profundas y rítmicas, y reaparece lo que sentí aquella tarde de mi infancia.

Recuerdo que ese día mamá estaba sentada en la mesa de la cocina pelando patatas para la tortilla. Llevaba aquel fresco vestido de flores azules que tanto le había gustado siempre y varios mechones rebeldes se soltaban de su moño. El sol se ponía y era poca la luz que se filtraba por la ventana. Mamá tarareaba una melodía y seguía el ritmo distraídamente con el pie derecho.

Yo estaba sentado frente a ella rodeado de cuadernos, hojeando a escondidas el último número de mi cómic El Hombre Invisible y mirándola absorto. Tenía entonces nueve años y no podía imaginarme nada más bonito: Mamá. Su olor a canela y a magdalenas, su risa. La delicadeza con que me pasaba el peine con colonia por el flequillo, la ternura en sus besos de buenas noches mientras remetía bien apretadas las sábanas bajo mi cuerpo y su paciencia infinita al ayudarme con los quebrados. Y aunque entonces no estaba mucho en casa, siempre encontraba el momento para que nos contáramos nuestras cosas.

—¿Quieres saber por qué mamá está tan contenta hoy? —Me preguntó haciéndome un guiño cómplice—. Mira, cielo. Quizás al principio todo sea un poco difícil: Un nuevo cole, nuevos amigos... La casa seguro que será más pequeña, pero así estaremos más juntitos y seremos más felices. No podrás ver a papá en una temporada pero total, para lo que le ves ahora... Sin embargo, luego, cada vez que os veáis será una fiesta y estará deseando tenerte para él... Pero por ahora es mejor que él no sepa nada. ¿Vale, cielo? Es nuestro secreto —me explicaba sin levantar la vista de las patatas. Otra monda caía sobre la mesa.

Toda esta parrafada me sacó de mi ensoñación. No había entendido nada. ¿A dónde nos íbamos? ¿Ahora? ¿Cambiar de cole? Y... ¿En serio que papa no iba a venir?...

Mamá debió de verme la cara, porque se levantó deprisa y me dio un fuerte abrazo mientras me pedía que no le fallara ahora, que teníamos que ser fuertes los dos y sobre todo, que teníamos que estar contentos de que esto se acabara. Empezó a llorar.

Y en ese momento papá llegó a casa. El portazo en la entrada nos dio el aviso. Quizá si ella hubiera tenido tiempo para recuperarse de las lágrimas y de recordar lo feliz que se sentía hacía solo un momento, las cosas hubieran sido distintas

Papá traía las manos sucias, como siempre, y olía a desatascador y a cal, el pelo negro revuelto y la mirada escondida bajo las ojeras. Con su caja de herramientas en una mano y El ABC que luego leería para no tener que hablarnos, enrollado en la otra. Entró en la cocina y miró a mamá. Los ojos de papá se ensombrecieron y tensó las mandíbulas.

—Mierda de casa. 14 horas trabajando como una bestia para que luego al llegar te encuentres con un espantapájaros, llorando a saber porqué coño y con la cena sin acabar. —Tiró en periódico sobre la mesa y el ruido contrajo a mamá, que bajó la cabeza y en silencio volvió a sus patatas—. ¡Cuántas veces te lo he dicho! ¿Cuántas? —Se secó el sudor con el brazo y miró sus manos sucias—. ¡Mierda! —Golpeó con fuerza la mesa con el puño y algunas patatas cayeron al suelo rodando— ¡Y mírame cuando te hablo!

Recuerdo que pensé simplemente que ya empezaban de nuevo. Papá pegando voces y gesticulando como un loco y mamá encogiéndose a cada grito de él un poquito más. Yo les miraba intentando no moverme, sin respirar siquiera y deseando ser capaz de hacerme invisible como el superhéroe de mis tebeos. Algunas veces había intentado separarlos corriendo hacia ellos y colocándome delante de mamá, e incluso una vez arremetí a puñetazos contra él. Pero entonces, a mis nueve años sabía que eso era peor, que se ponía más rabioso y la pegaba más fuerte.

Supongo que aquel era mi mundo y ya tenía asumida nuestra pequeña rutina diaria. Por eso simplemente esperé a que él se cansará para luego ayudar a mamá a llegar hasta la cama. Supongo que aprendí cómo sobrevivir viéndola, actuando como ella. Y como a ella, esperar me pareció la solución.

Siempre he imaginado que se le escapó. Era la mejor guardando secretos, pero en aquel momento de aquella tarde, los lloros y lamentos de mi madre callaron y en su lugar un grave y rotundo “basta”, brusco y decidido, tronó por encima de la desencajada voz de papá que, sorprendido, retrocedió un instante.

—Juan, se acabó —le dijo con voz lenta y segura mientras se levantaba del suelo, pálida—. Me voy esta noche y me llevo a Pedro. Me voy con él y nunca más volverás a hacernos daño. —Y dicho esto se dio la vuelta. Y, allí, delante de mis ojos, mamá creció. Sus hombros se hicieron más anchos, su cuerpo mas alto. De repente la ventana, el fregadero e incluso la mesa de la cocina parecían más pequeños, como encogidos. Entonces miré hacia la puerta. ¿También habría encogido mi padre?

Él estaba allí. De pie. Con los brazos colgando y los ojos desorbitados. Y empecé a oír sus jadeos, cada vez más y más fuertes, respiraba con furia. Absorbiendo aire desesperado. Podía ver cómo las venas de su cuello bombeaban la sangre mientras apretaba con rabia los dientes. Y entonces la cogió. La empujó hasta la pared. Agarró su cabeza con ambas manos y empezó a golpeársela contra la pared mientras la miraba con ojos enloquecidos. Iba marcando la respiración con cada golpe. Con cada golpe, el círculo marrón en la pared se hacía más denso, más oscuro.

Y yo corrí, corrí tanto como pude, tan rápido y tan lejos como fui capaz intentando huir de esos golpes, de esos jadeos rabiosos en que se había convertido mi padre. Salí a la calle y corrí, sin sentido y sin freno. Y de repente aterrorizado, paré en seco mi carrera. El aire entraba y salía de mi pecho con ansiedad, con fuerza a través de mi garganta y creaba algo idéntico a los rítmicos jadeos de los que huía.

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