Nada
normal (2002)
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Manos |
Beltrán Suárez de Góngora |
Tus manos me ayudan
Esta mañana me he despertado como todos los días, cuando el reloj marcaba la fatídica hora, las seis y cuarto ¡Maldita sea quien inventó esa condenada hora! Me he levantado con una única idea en la cabeza: manos. ¿Qué son las manos? Realmente no suponen más que otro apéndice de nuestro cuerpo, que muchas veces dicen algo más de lo que a simple vista parece. Me imagino que este pensamiento recurrente se debe a que he soñado con ellas. Una vez leí que quien sueña con manos abiertas, lo hace como mero reflejo de las ansias de libertad, y que quien lo hace con manos cerradas refleja la opresión a la que es sometido. Yo he soñado con ellas como un mero instrumento de trabajo, a través del cual nos damos a conocer. Eran manos abiertas, cerradas, humildes, refinadas... y un sinfín de manos, en movimiento y reposadas. No tengo la menor idea de lo que esto quiere decir. Tras el aseo diario y la habitual preparación para salir de casa, he salido a la calle dispuesto a ver con qué me tengo que enfrentar en la oficina, donde estoy haciendo un trabajo rutinario y tedioso, para el que creo que no estoy ni preparado ni destinado, ya que nunca he tenido la vocación de ser un administrativo de tercera que hace todo aquello que su jefe le diga. Lo primero que veo al salir a la calle es al portero del edificio donde vivo, José, que está metiendo dentro del portal los cubos de basura que sacó ayer por la noche. Me he procurado fijar en sus manos para ver qué me decían, pero él las ha sabido esconder convenientemente para que no las viera. Me figuro que porque cree que es en las manos donde se puede ver que sus orígenes son más humildes de lo que a él le gustaría. Bueno, creo que ya tendré ocasión de contemplarlas a mi antojo. Un poco más allá del portal, hay un pequeño terruño con unas plantas que me hacen un poco más llevadero el tener que levantarme tan pronto cada mañana, para hacer algo que no quiero. De ese pedacito de tierra se hace cargo un jardinero, Miguel, que no tiene ningún reparo en mostrar sus manos encallecidas, con surcos tan marcados que parece que acaba de pasar un arado sobre ellas. La colilla de su cigarrillo le cuelga de los labios, y con un ademán de saludo levanta su mano hacia mí. Es recia y bastante fuerte. Refleja una personalidad afable. Después continúo mi camino hacia el metro para coger la línea nueve, que es la que me lleva a la oficina. Supongo que cada línea tiene sus manos. Es allí donde me encuentro con personajes, de quien sobre todo me interesa ver sus manos. Sé que de ellas podré colegir muchas cosas que, muy probablemente, después me serán confirmadas por otros aspectos de su apariencia física. Su trabajo y sus orígenes principalmente. Por ejemplo, esas manos tiernas y sin curtir sólo pueden corresponder a un estudiante imberbe. Veo que tengo razón cuando observo que entre sus piernas sujeta una cartera atiborrada de libros en actitud resignada. Otras manos, me hacen pensar en un músico. Las uñas de la derecha están bastante afiladas, y a mí me recuerdan a las de un asesino, mientras que las de la izquierda están muy cortas. Además sus dedos no dejan el tamborileo. Me imagino que, para mantenerlas en forma, el ejercicio tiene que ser constante. Luego me fijo en esas manos llenas de arrugas que agarran con resentimiento las barras del vagón. Tienen una cara invadida por el rencor y el regusto agraz de quien no ha podido ver hechas realidad sus ambiciones. No es más que otro viejecito similar a tantos otros. Después he salido del metro y, caminando hacia la oficina, veo a una señora que, me imagino yo, acaba de dejar a sus hijos en el colegio y se dirige a comprar el pan y el periódico. Sus manos son tiernas, pero no del todo inmaculadas. Tienen carácter. Me gustan, ya que me recuerdan a las de mi madre. Un poco más allá veo unas manos negras, oscurecidas por la miseria que piden un poco de limosna. Son las manos crispadas de un emigrante que no piden más que un poco de caridad y misericordia. Comprendo su actitud, pero, como no llevo suelto, no le doy nada. Lo siento por él. A mí no me gustaría estar en su lugar. Según entro por la puerta de la oficina, Pilar, la secretaria del jefe, me espeta con cierto descaro: Don Ernesto quiere verte cuanto antes. Apenas he tenido tiempo de fijarme en sus manos, pero de todos modos las conozco muy bien. Son una mezcla muy cuidada de la rudeza del trabajo manual y del meticuloso esfuerzo de intentar mantenerlas suaves. Apresuradamente he tenido que dejar el abrigo y la cartera sobre mi mesa. Luego me he dado prisa en ir al despacho del tan temido don Ernesto, que se encontraba totalmente arrellanado en su inmenso sillón detrás de la mesa. Sus manos son bastante regordetas, anodinas y carentes de sentido. No me dicen nada. Con más o menos buenos modales, me ha pegado la patada y me ha despedido porque mi trabajo no tenía sentido en la nueva reestructuración de la empresa. Dicho de otra forma, ahora he pasado a engrosar esa categoría de gente de la que todos huimos: desempleado. Me he quedado mirando mis manos. Han cambiado. Ya no son las de esta mañana. Antes eran las de un administrativo cualquiera, y ahora no son más que las de otro parado. En el momento en que don Ernesto me ha despedido, mis manos se han transformado. Ahora son más recias y firmes. Su aspereza me llama la atención, pero supongo que es porque no estoy acostumbrado a mirarlas bajo el punto de vista de alguien que tiene que esperar en la cola del INEM, que es tal y como ahora las veo. Por la tarde me he puesto a indagar sobre qué es lo que puedo hacer mientras me dure el subsidio de desempleo. He visto que hay infinidad de cursos que podrían llegar a contribuir a extender un poco la longitud de mi currículum, que tal y como está se queda bastante corto. Hay numerosas actividades que podrían contribuir en mi formación, pero ninguna me ha conseguido interesar. Han sido unas clases en particular las que me han llamado por mi nombre. Realmente, no tienen nada que ver con mi futuro, pero me gustan de todos modos. Es un curso de alfarería, algo por lo que siempre he estado interesado. Recuerdo que cuando era pequeño, en el colegio, en la clase de Pretecnología, una vez nos mandaron a cada uno trabajar con un montón de arcilla, para ver qué podíamos sacar de ahí. Entre toda la clase conseguimos crear un inmenso jardín de criaturas fantásticas que podía recordar cualquier compendio de seres imaginarios. Haciendo este curso, creo que después me podré ganar la vida de forma diferente. Me dedicaré a vender mis estatuillas en la calle. Los fines de semana, iré al Rastro o al Retiro, y eso supondrá sentirme bien conmigo mismo. Es casi seguro que allí me encontraré en un mar de manos menos refinadas de las que, hoy por hoy, rodean mi vida. |
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