Nada normal (2002)
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La caja de música |
Enrique Triana |
Al principio era sólo el crepitar del fuego en la chimenea. Luego los pasos de su padre acercándose por el pasillo. Poco después el roce del abrigo negro con el marco de la puerta y el golpe seco del sombrero y los guantes al dejarlos sobre la mesa. Pero ya entonces Alberto había escondido la caja de música. ¿Estás listo? preguntó el padre sin mirarle. Alberto saltó del asiento sin hacer ruido, se puso la gorra, el abrigo y se lió la bufanda al cuello. Estaba listo. El padre le miró un momento en silencio, recogió el sombrero y los guantes de la mesa y dio media vuelta, hacia la puerta. Bien, vamos. Fue entonces el sordo portazo al cerrar, las pisadas sobre el camino embarrado que llevaba a la calle, el chirrido de la verja al abrirse y el chirrido al cerrarse. La calle estaba vacía, tan sólo un niño que arrastraba los pies por los montones de hojas, que crujían y se quebraban. Tan sólo un niño y el aire frío que silbaba entre los árboles desnudos. Y luego las pisadas firmes del padre sobre la acera y los dedos de Alberto rozando la caja de música en el bolsillo. La gota de agua que escapaba de la teja sucia para estrellarse en el suelo y la rama que golpeaba el enrejado de la ventana. Al fondo, el murmullo de los que ya habían llegado y las nubecillas de vaho desde todas las bocas, perdiéndose entre las cabezas. Antes de llegar a la calle principal que lleva a la iglesia, el padre se detuvo y Alberto se detuvo a su lado, un poco separado para poder mirarle a la cara. Espero que te comportes le dijo el padre. Alberto asintió con la cabeza, y con la mano apretó la caja de música escondida en el bolsillo del abrigo. Le siguió hasta llegar a la puerta de la iglesia, y con ellos llegaron los susurros de los abrigos moviéndose y los pasos sobre el suelo de piedra. El chisporroteo de las velas puestas a los santos de escayola y el rumor de las ancianas rezando. El crujido de los bancos y el enorme crucifijo del fondo. Se sentaron bajo el viejo órgano que nadie tocaba cuando ya casi todos estaban en su sitio. La lámpara oscilaba lentamente, un poco hacia un lado, un poco hacia el otro, arrancando sombras de los rincones. Las palabras del sacerdote se arrastraban por el largo pasillo que terminaba en la puerta mientras la luz de la tarde se escapaba de las ventanas. Pero Alberto tenía la mano en el fondo del bolsillo de su abrigo, apenas rozando con los dedos la rueda dentada de la caja de música, el borde metálico del muelle, el pequeño cilindro que escondía una melodía antigua. Alberto sonreía y su padre escuchaba el sermón. De pronto el mecanismo saltó y el muelle liberado hizo girar la rueda que movía el cilindro. Y las púas fueron pulsando las láminas con un sonido metálico que se hizo música en el aire frío y húmedo de la iglesia. Y el silencio de los que estaban alrededor se hizo murmullo y la oración del padre se hizo demanda: Dame eso... ¡ahora! y extendió la mano enguantada. Después fue la música ahogada en la mano de Alberto que entregaba la caja y el comentario de alguien que estaba detrás. El chasquido de la madera que se rompe y el resorte metálico que araña el guante. El último crujido y la última nota de la antigua melodía. Pero ya entonces Alberto miraba al suelo, sin decir palabra. Acabó el oficio y el pasillo de piedra se llenó de pisadas que eran eco de otras pisadas. Por la puerta de la iglesia salían los susurros que habían llenado el templo. El padre caminaba delante, Alberto le seguía con la cabeza baja y la bufanda liada al cuello. Torcieron para coger la calle de la botica, la que les llevaba a casa. No se veía gente ni se escuchaba ningún ruido, ni siquiera el aire frío movía las hojas amontonadas junto al árbol donde se detuvieron. El padre no dijo nada, tan sólo se quitó el guante para darle una bofetada con la mano desnuda. Volvió a colocarse el guante y continuó andando. Alberto le siguió un poco después, un poco detrás, con una mano en la mejilla y la otra en el bolsillo. En la casa fue, otra vez, el crepitar del fuego y los pasos de ambos por el pasillo. El rumor del abrigo al colgarlo en la percha y el golpe seco de los zapatos que caían bajo la cama. El chirriar de la puerta del armario y el suave deslizar de las zapatillas por el suelo de madera, hasta el salón. El quejido de los almohadones del sillón donde se dejaba caer el padre y el crujir de las tablas de la silla donde se sentaba Alberto. Y, entonces, sólo las cortinas que acariciaban el cristal de la ventana, movidas por la leve corriente que venía del pasillo. |
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