Nada normal (2002)
|
En el surco |
Carmen Valdés Librero |
A Paco
Mario paró el tractor al borde del sembrado, descendió de un salto, de debajo del asiento cogió la carpeta de los papeles, a grandes zancadas se dirigió a la furgoneta que le esperaba un poco más allá; abría la portezuela cuando un objeto negro parcialmente oculto por la tierra llamó su atención: la antena extendida podría haber sido el rabo, pero no era una rata, sino un teléfono, de esos que ahora lleva la gente a todas partes. Dejó la carpeta de los papeles dentro y se acercó con curiosidad, desconfiado lo miró desde arriba, parecía en buen estado. Sitio extraño para perder un teléfono, pensó, y se agachó a recogerlo, de dejarlo allí se echaría a perder con la humedad. Al incorporarase se volvió para comprobar que había dejado apagados los faros: el tractor se recortaba contra el cielo blanquecino del amanecer, los surcos arados se perdían a lo lejos; a pesar de llevar más de cuarenta años labrando la tierra, seguía sorprendiéndole que parecieran juntarse en la lejanía, siempre sentía deseos de correr hacia el horizonte para descubrir qué pasaba allí. En una ocasión, siendo un chaval, lo había hecho, hundiendo los pies en el barro removido había corrido a lo largo de los surcos con la esperanza de llegar antes de que a las líneas labradas les diera tiempo de separarse, pero a medida que él corría ellas se desunían como si el ruido de sus pasos les avisara de su llegada. Exhausto se había detenido cuando la tierra fértil se convirtió en pedregal. Se preguntó por qué llegaba en ese momento aquél recuerdo olvidado. Sintió un escalofrío. Será el relente del rocío, se dijo y, girando sobre sí mismo, encaminó sus pasos hacia la furgoneta, dejó el móvil sobre el asiento del copiloto y sentándose en el suyo la puso en marcha. En pocos minutos estaba en la carretera, con cada bache el móvil saltaba en el asiento. Iba a dejarlo en la comisaría que estaba en la entrada de la ciudad, la policía sabría qué hacer con él; a lo mejor lo reclamaba el dueño. Estaba bien eso de llevar un teléfono portátil, claro que él no lo necesitaba para nada, por eso no se lo compraba; no por falta de ganas. Aunque maldito lo que lo necesitaba Antonio y bien que se hacía el interesente cuando lo sacaba de la fundita que llevaba al cinto y decía muy serio: Perdonadme, chicos; ellos se quedaban un poco parados, en parte porque no podían seguir la partida sin él, pero también porque no se les ocurría qué hacer, miraban hacia los lados o aparentaban concentrarse en las cartas, sin querer escuchar, pero sin poder evitarlo. Tenía que reconocer que le daba cierta envidia. Un coche que adelantaba en sentido contrario le hizo pisar el freno. ¡Joder, el tío! exclamó un poco asustado. Con el frenazo el móvil se había caído al suelo. Se inclinó para cogerlo, lo sopesó y acabó llevándoselo a la oreja. Perdonadme, chicos dijo. En ese instante el teléfono sonó. Mario se sobresaltó y lo dejó de nuevo sobre el asiento, se dijo que no iba a cogerlo: No puede ser para mí. Los timbrazos cesaron para volver a sonar casi enseguida. Mario contó hasta nueve: bien mirado, si contestaba podía decirle al que llamaba que él se lo había encontrado y que iba a dejarlo en la comisaría. Apretó la tecla verde. Oiga, mire... empezó a decir. ¿Mario?, oye tío que te estoy esperando. ¿Qué pasa que no vienes?, eres la hostia, venga, no tardes. Oiga, yo... pero el otro ya había colgado. ¡Joder que tío!, no me ha dejado ni hablar dijo en voz alta. ¡Anda! que también es casualidad que el dueño de esto se llame como yo. ¡Es increíble! Yo lo dejo donde los polis siguió diciendo y me olvido de este trasto. Hoy tengo cosas más importantes que hacer añadió mirando la carpeta que estaba sobre el salpicadero. Aparecían las primeras casas de la ciudad cuando el teléfono volvió a sonar. No lo cojo dijo cogiéndolo en un acto casi reflejo. A ver si se van a creer que lo he robado. El sonido persistía. Se detuvo ante un semáforo en rojo. ¡Cagoen!, no sé cómo se apaga este chisme. Mario apretó varias teclas. ¿Mario? se oyó la misma voz de antes, ¿pero todavía ahí? Mario se acercó el teléfono. Oiga, mire, que yo no soy Mario. ¿No eres Mario? Bueno sí, soy Mario..., pero no soy Mario respondió confuso. El semáforo se puso en verde, los coches de detrás hicieron sonar sus bocinas. Venga, hombre no intentes liarme, te estoy esperando, date prisa dijo el otro. Oiga, mire aceleró, no sé quién coños...pero el sonido del aparato le hizo desistir, habían colgado. Paró enfrente de la comisaría en doble fila. Sin poner los intermitentes bajó de la furgoneta; desde allí aun se podían ver los los surcos labrados en el campo. Cruzaba la calle con el móvil en la mano cuando el aparato sonó de nuevo. ¡Joder! dijo, mirándolo incrédulo. Tuvo tiempo de oír el frenazo antes de sentir el impacto y verlo todo rojo. Un policía se acercó corriendo, el taxista se bajó con la cara desencajada, otro policía detuvo el tráfico. El teléfono, todavía en la mano de Mario, seguía sonando, el policía después de pedir una ambulancia por radio lo cogió, algunas personas miraban desde la acera, una mujer se acercó, Soy médico, dijo, se arrodilló al lado de Mario y le cogió la muñeca derecha. El policía pulsó la tecla verde. ¿Oiga? dijo. Aquí la policía. ¿Mario, no está Mario por ahí? dijo la voz. ¡El pulso se está debilitando! dijo la mujer. Mire dijo el guardia, Mario acaba de tener un accidente. Los párpados de Mario se levantaron lentamente, los ojos sin mirada quedaron abiertos; la mujer pasó el índice y el pulgar para cerrárselos. Oiga insistió el agente al teléfono, ¿es usted familiar? ¿Cómo dice? preguntó la voz ¡Ah!, no, no se preocupe, ya está solucionado: Mario acaba de llegar. El policía miró el móvil con gesto de extrañeza. Pero... dijo señalando con el índice el cuerpo sin vida de Mario. Al otro lado cortaron la comunicación. |
Haz clic aquí para imprimir este relato
|