Nada normal (2002)

El banco del parque

Carlos van Oosterzee Ruano

Llevaba un rato en aquel banco del parque, intentando leer el periódico, pero ellos no le dejaban con sus besos y sus abrazos. Estaban en el banco de enfrente; junto a un arbusto de adelfas. No tenían más de quince o dieciséis años. Ella, delgada, con el pelo corto y unos vaqueros ajustados, estaba sentada encima de él, con las piernas enroscadas en su cintura, provocándole. Tan pronto le besaba y se echaba hacia atrás separándose, como le apretaba contra su pecho mientras sus manos se metían por dentro de la camisa.

No se encontraban lo bastante cerca de él para que pudiera oír sus palabras cortadas por la risa y los besos, pero seguro que no tenían ningún pudor en lo que se decían. Mal camino llevaban para convertirse en adultos respetables, cuando no eran capaces de, al menos, guardar las apariencias delante de la gente.

Ella era la peor. Provocaba al chico una y otra vez con su cuerpo. Se notaba que le gustaba verle excitado.

Semioculto tras el periódico, totalmente vestido de negro, no dejaba de mirarla; le hubiera gustado que apareciera en ese momento su padre para ver qué cara ponía. Lo mismo se quedaba tan tranquila. Seguro que ya se había acostado con él y con algunos más. Eran todas iguales, no sabían lo que era la castidad. Se dejaban meter mano a la luz del día en mitad de la calle y luego llegaban a casa como si no hubiera pasado nada.

Estaban muy lejos de lo que a él le habían enseñado en su juventud; que el sexo debía estar bajo la voluntad y mantenerse dentro del matrimonio con alguna excepción por supuesto, como era su caso con Delfina. Llevaban acostándose juntos las noches de los jueves de los últimos años. Pero lo suyo era distinto. Delfina lo hacía por conseguir algo de dinero para ayudarse en la casa y él porque era un hombre y los hombres tienen sus necesidades. Además, le dejaba hacerlo, pero ella no disfrutaba. Todo lo contrario que aquella quinceañera que tenía cara de golfa y no dejaba de reírse y de disfrutar cuando él, abrazándola, apretaba el cuerpo entre sus piernas.

Miró el reloj. Tenía que estar en la iglesia para la misa de dos, como todos los domingos, pero aún le quedaba tiempo. Aprovechó cuando pasaba delante de él una señora con un perro y bajó un poco el periódico; lo justo para poder ver bien el banco donde estaban sentados. En ese momento ella se desabrochó la blusa, y cogiéndole la mano se la metió en el pecho. Qué sinvergüenza; no sólo se dejaba, sino que además era ella la que le provocaba.

Le recordaba a la hija de Delfina. No tenían todavía cuerpo de mujeres, pero ya hacían nacer el deseo. Él lo sabía muy bien. Le pasó aquel día en el que la hija de Delfina atravesó el pasillo medio desnuda, y al verle, salió corriendo hacia su dormitorio. Esa noche, y otras muchas noches mientras acariciaba a Delfina se imaginaba que tenía entre sus manos el cuerpo desnudo de su hija.

Ahora, allí, en aquel banco, se alternaban en su cabeza el sonido de los jadeos de Delfina, la imagen del cuerpo medio desnudo de su hija y las risas de aquella descarada, cuando vio que, mirándole, le señalaban y decían algo de él. Ella se puso de pie, se arregló el pelo, cogió un cigarrillo y se dirigió hacia su banco.

Levantó el periódico para ocultarse de su vista. Hizo como que leía sin dejar de observarla hasta que su voz y su cara aparecieron a la vez por encima del periódico.

—¿Tiene fuego? —le preguntó.

Lo dijo entreabriendo los labios y llevándose el cigarrillo a la boca con un gesto que indicaba que le daba igual que llevara un rato viendo cómo el chico le había estado metiendo mano.

La miró por encima de las gafas, cambió de postura para evitar que se diera cuenta que le había excitado y notando la cajetilla de tabaco y el mechero en su bolsillo contestó:

—No, no fumo.

Después, cuando ella se alejó dobló el periódico, se levantó, fijó la mirada unos instantes en el cielo quejándose de la moral de las jóvenes y metiendo las manos en los bolsillos de la sotana se fue por el paseo que llevaba a la salida del parque.

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