Los otros

 Marta Gamboa

«...no me gustaría pensar en la vida

sin el vino tinto sobre la mesa

ni el tabaco con su encantadora

brasa encendida.»

R. L. Stevenson

Apagué el cigarrillo que estaba fumando y miré largamente, sumido en un sueño absurdo, por la ventana. Los trabajadores del puerto iban y venían transportando grandes cajas llenas de pescado fresco. El sol era una espada blanca que se clavaba en los ojos. El cielo estaba casi despejado. A veces una nube insignificante manchaba el cielo. Pero eso era todo.

Hoy yo tenía que juzgar a un hombre. No le conocía. No sabía cómo eran sus manos. No sabía cómo eran sus ojos. Ni siquiera sabía cómo y dónde vivía.

Me serví un poco de vino añejo y volví mis ojos otra vez hacia el muelle. Mi mujer, Dora, me trajo un par de huevos cocidos y un poco de tocino. Metí mi mano debajo de su falda buscando algo de vida tras sus ropas. Ella retiró mi mano con un gesto de repulsión. Hace años que Dora y yo no tenemos contacto real alguno. Hacemos el amor de vez en cuando, pero presiento que ella dejó de excitarse hace mucho tiempo. Yo satisfago mis necesidades naturales, y eso es todo.

Nada habrá cambiado mañana, pensé. Los hombres del puerto volverán a descargar el pescado del vientre del mismo barco y Dora seguirá preparándome un par de huevos cocidos.

De repente tuve ganas de bajar hasta la playa y darme un baño. Cogí una bolsa y metí una toalla y el periódico de la mañana. Sentía curiosidad, quería saber cómo había reflejado este asunto la prensa. Hoy yo tenía que juzgar a un hombre. Pensé en él. Pensé que debía estar deambulando por una de las trescientas celdas de la cárcel de la ciudad y traté de imaginar qué es lo que estaría sintiendo. De repente este pensamiento me aburrió y bajé las escaleras dirigiéndome hacia la calle. El sol me clavó su daga en los ojos y sentí que el suelo iba a desaparecer bajo mis pies. A mi lado un grupo de adolescentes reía contemplando a un viejo enano que se empeñaba en hacer piruetas alrededor de una silla rota. El enano se acercó a mí y, tirando de mi pantalón, me pidió unas monedas. Por caridad. Sentí ganas de separarlo bruscamente pero me di la vuelta y caminé calle abajo.

Vi a Dora asomada al balcón despidiéndome con un ligero movimiento de mano. Dora. Siempre fue una mujer bella, aunque el aburrimiento y la desidia habían dejado leves surcos de tristeza en sus ojos. Reconocí haber formado parte de su tormenta interior pero, igualmente, pensé que yo no podía hacer, que no podría haber hecho, nada. Tal vez habría sido feliz al lado de otro hombre, pero esto es lo que Dora había elegido y esto es lo que Dora, al fin y al cabo, tenía.

Hoy yo tenía que juzgar a un hombre. No le conocía. No sabía cómo eran sus manos. No sabía cómo eran sus ojos. Ni siquiera sabía cómo y dónde vivía.

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