A mi familia
Le llamaban Junior. Su apodo era debido a que era el menor de dos hermanos. Dámaso, el mayor, había muerto junto a su padre en un accidente de tráfico, y ahora madre e hijo vivían de una pensión que le había dejado éste último. Junior se dedicaba arrastrar su cuerpo de doscientos siete kilos por los sillones que había en su habitación, en la cocina y en la sala de estar.
Un día se hallaba sentado ocupando todo el sofá de tres plazas en la sala de estar. Su madre, ya fatigada de cocinar, iba sirviendo la comida mientras el gordo se llevaba a la boca un pollo. Lo comía con ansiedad mirando el resto de los cinco pollos. Los carrillos y papada flácidos ondeaban al masticar. De vez en cuando bebía un largo trago de cerveza que había en una jarra. Su madre se la llenaba, entonces Junior hacía un gesto de agradecimiento con esos ojos hundidos en las grasas. Paró un momento, se buscó en los bolsillos y, al no encontrar nada, se secó el sudor de la frente con los puños de la camisa, dejando en éstos una mancha amarillenta. La viuda acabada de servir la bandeja del postre, dijo a Junior que iba a fregar el baño. Junior cogió el último pollo y lo despedazó con sus dientes blancos y ordenados como las teclas de un piano. Continuó engullendo doce huevos y entre cada uno bebía cerveza y eructaba con satisfacción soltando un aliento pestilente y ácido. Sonreía dejando entrever los bloques esculpidos por Miguel Ángel. La viuda, al terminar la tarea, se sentó en una silla junto al sofá y se quedó mirando la tele. Finalmente, para favorecer la digestión, terminó con quince yogures que devoró con una cuchara sopera. Al terminarlos se metió cada dedo en la boca y los sacó como si estuvieran untados en barniz.
Miró a su madre e hizo ademán de pedirle algo, pero al verla dormida desistió. Se levantó fatigosamente, apoyando las manos, primero en el sofá y después en la pared. Se dirigió, torpemente, hacia el cuarto de baño, sin despegar las manos de las paredes sucias. Abrió la puerta y lo encontró impecable: grifos brillantes, mármoles virginales y del retrete colgaba una pastilla de ambientador. Al entrar se resbaló y precipitó sus dientes sobre el lavabo. Soltó un grito tempestuoso llevándose las manos a la boca y arrugó todas las carnes de la cara. Quedó encajado entre el lavabo y el retrete. Se cagó en la puta tres veces e intento salir. Metió tripa y con un titánico esfuerzo se fue levantando agarrándose en los toalleros mientras su cara se enrojecía. Logró levantarse y suspiró azarosamente. Escupió y al no ver sangre se desplegaron algunas arrugas de su rostro. Se quedó un rato con la mano derecha en la boca y mirándose en el espejo. Volvió a escupir un fluido sin sangre y se retiró la mano de la boca. Expandió los labios y se mostró los dientes. Todos estaban igual que antes, ni uno partido, perfectos, lo que le provocó una gran risotada. Algo aliviado, cogió el cepillo de dientes eléctrico, roció las cerdas con abundante pasta y presionó el botón. La cabecera comenzó a rodar y él la deslizaba por su dentadura. Unos hilillos de sangre resbalaron por los dientes y las encías se enrojecieron. La sangre era cada vez más abundante y él comenzó a sudar. La sangre salpicaba los grifos brillantes. Un diente cayó tintineando en el lavabo y a éste le siguieron otros. Sus ojos se levantaron de entre las grasas. Él dejó caer el cepillo y se paró, pero sus dientes seguían cayendo rojos y algunos se colaban por el desagüe. Temblando los cogía y se los clavaba en las encías pero volvían a desprenderse. Lloraba, gritaba, y sus venas parecían que iban a estallar. De repente, su madre abrió la puerta y al sentirla, Junior se giró y miró a su madre con los ojos muy abiertos y los carrillos cubiertos de lágrimas, señalándose la boca. La sangre caía por la barbilla y le manchaba la camisa. Su madre se desmayó. Éste se volvió y recogió los dientes, se enjuagó la boca entre temblores y salió apartando a su madre con una pierna. Se dirigió a la cocina, abrió la nevera y cogió un chorizo. Intentó masticarlo y al no poder cumplir su propósito, se dejó caer al suelo junto con sus dientes en la mano que se esparcieron por el suelo, y tiró el alimento fuera de la cocina. Se llevó las manos a la cabeza y se tapó los ojos entre sollozos. La sangre aún caía en hilillos. Su madre se despertó, y con cierta perplejidad, observó el chorizo a un par de metros de ella. Oyó los gemidos, se incorporó y se quitó la dentadura postiza lavándola en el lavabo. Cogió el chorizo y entró en la cocina. Junior alzó la cabeza y vio a su madre ofreciéndole la dentadura y el manjar con los ojos vidriosos. Él reaccionó con una sonrisa, se puso rápidamente la dentadura y engulló el chorizo con avidez.

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