A Ángel, por enseñarme
Yo, la verdad, no tenía muchas ganas de nacer. Quizás ése fue el motivo de que no lo hiciera de cabeza como todo el mundo, como Gustavo, por ejemplo, que nació con un brazo extendido y con fuerza en el impulso. No, yo no. Yo nací de pie, pero no con buena estrella, sino tapándome la nariz y cerrando los ojos, como cuando te lanzas a una piscina por primera vez. Mi padre, que estaba al lado del médico, al verme salir con tan poca prestancia dijo entre dientes: «Hemos tenido a una pánfila». Yo eso no lo recordaba; pero se debió quedar dentro y se enquistó en algún lugar de mi cerebro. Desde entonces las neuronas ya no giraban a su aire de aquí para allá, sino que se atascaban a la primera de cambio, y me hacían caer y torcerme tobillos, o simplemente llorar cuando alguien me tiraba de las coletas.
«Esta niña es una pánfila» repetía mi padre, porque mi padre jamás dijo nada una sola vez. Y a mí cada día me costaba más enfrentarme a la vida y a sus cosas.
Fue Gustavo el que me sacó de ese infierno, y no digo yo que no se lo agradeciera. Gustavo era el capitán del equipo de balonmano del colegio, y como había nacido de cabeza y alargando un brazo con el puño cerrado ya se le quedó así; de forma que cada vez que alguien no le gustaba sacaba ese puño de hierro que estaba en su naturaleza, y le partía la mandíbula. Gustavo hablaba alto, pisaba fuerte, y miraba directamente a los ojos.
Un día de junio jugábamos a las prendas en el recreo. Faltaba poco para las vacaciones de verano: lo recuerdo porque desde la terraza del colegio se veía el mar muy azul, y algunas sombrillas en la playa. Como hacía calor, ya no tenía abrigo ni rebeca para dar en prenda y di la sortija que me había regalado mi abuela por la comunión. Me lo dijeron con risas, como si no fuera importante:
Tienes que llamar a Gustavo, en clase, «tío bueno».
A mí me daba mucha vergüenza, pero no quería volver a casa sin el anillo y se lo dije, pero muy bajito, casi sin decírselo; aunque Gustavo me debió oír, porque se volvió y se quedó mirándome un rato con ese valor que él le echaba a todo. Entonces me di cuenta de que no me miraba a los ojos, como hacía con los chicos, sino que se quedó mirándome por todos los lados. Por fin me dio la espalda y no dijo nada. Yo me puse roja como un tomate y me tapé la cara con las manos, porque no sabía qué otra cosa hacer. Fue al terminar la clase cuando lo vi en la puerta esperando a que saliese, y a mí me volvió a entrar el miedo y empecé a temblar, pero cuando pasé por su lado cogió mis libros y echó su brazo por mi hombro. Creo que ése fue el día en que nos hicimos novios, porque nunca más volvimos a hablar de ello y ya nadie se volvió a meter conmigo, ni a tirarme de las coletas.
Yo no tenía muy claro entonces si quería ser la novia de Gustavo, pero tampoco me atreví a llevarle la contraria porque no estaba en mi naturaleza. Fue así como pasó nuestro noviazgo, que había empezado a los catorce; y terminó a los dieciocho, el día que Benimelli arbitró aquel partido de balonmano.
Durante aquellos cuatro años yo fui feliz, con una felicidad sin pretensiones, de tardes de domingo comiendo pipas en el cine del barrio y paseos por el espigón con las guitarras y los amigos. Sólo por las noches, cuando se apagaban las luces y se veían a lo lejos los focos de las barcazas de pesca, yo cerraba los ojos y soñaba. Soñaba con que era una gran deportista, sin tropiezos y el estadio se hacía uno gritando mi nombre, mientras en las gradas hacían la ola. Y así, entre tardes de pipas y sueños de triunfos clamorosos pasó mi adolescencia.
Todo cambió la mañana en que jugué aquel partido de balonmano que arbitraba Benimelli. Desde unos meses antes yo evitaba jugar porque estaba harta de torcerme tobillos y rodillas con sus correspondientes derrames sinoviales, pero a Gustavo le hacía ilusión que yo jugara con los pantaloncitos tan cortos, para decirle a sus amigos que ésa era su novia, aunque me cayera y jugara muy mal. Porque eso a él le daba lo mismo, Gustavo no esperaba de las chicas ningún exceso, aparte de buenas piernas y mejor culo.
Aquella mañana conocí a Benimelli. «Es el árbitro» nos dijeron sin presentárnoslo, como de pasada; porque Benimelli era de esos de los que nadie se ocupa demasiado. Yo me quedé mirando sus gafas de culo de vaso y sus piernas tan blancas y tan peludas, pero peludas de rubio, sin fuerza. Fue al verle aquel aire de desamparo cuando pensé que su padre también le habría llamado pánfilo varias veces, y lo sentí mío al instante. Entonces le sonreí y él se quedó con la boca muy, pero que muy abierta.
Mientras yo estaba en el banquillo observando los traspiés de Benimelli todo iba bien; pero cuando el entrenador me sacó, a petición de Gustavo, las cosas comenzaron a torcerse. Fue en el momento en que alguien de mi equipo me pasó el balón y a mí, como de costumbre, se me cayó de las manos: pero vamos, con un rebote y no más. El balón quedó cerca de la portería. Y Benimelli pitó muy fuerte con ese pito agudo que colgaba de su cuello, y un sonido hueco salió directamente de su garganta. «¡Goool!», repetía una y otra vez. Dejamos de jugar y un silencio denso se apoderó del campo. Todos mirábamos a Benimelli desconcertados cuando él, rojo como una granada, con la mano en alto y escupiendo el pito, gritó atragantándose con las palabras: «La decisión del árbitro es irrevocable, irrevocable». Lo repetía todo, igual que mi padre. Y así fue como me vi metiendo un gol detrás de otro, y como Benimelli se encontró lleno de almohadillas, pipas y bolsas de patatas.
Pero lo peor no fue la cantidad de goles que pitó Benimelli a mi favor sin que el balón llegara a la portería, ni siquiera que no me aclamara nadie, ni se hiciera la ola. Lo peor fue que Gustavo se olió la tostada y esperó a Benimelli a la salida del partido con sus dos amigos de pegar.
Eran las tres de la tarde cuando vi a Benimelli en la puerta del polideportivo con las gafas rotas y un ojo morado, saliéndole todo el amor por el otro; y a mí se me vino el enamoramiento de golpe, porque supe que ese chico miope y desgarbado estaba hecho para mí, para enhebrar mi vida con sus gafas y sus esguinces.
Fue un amor de pronto, de los que no se piensan. Pero no me atreví a contárselo a Gustavo, por si le pegaba o algo peor. Como no estaba hecha para la valentía, decidí ir rompiendo el noviazgo poco a poco, a base de ponerme pesada. Le llamaba cada dos horas para preguntarle si me quería, y él contestaba invariablemente: «Te adoro». Fui acortando distancias y llamándole incluso por la noche, cuando ya las barcas habían salido a la mar y en mi sueño ya estaban todos preparados para aclamarme y hacer la ola. Él repetía sin dar síntomas de cansancio, sin siquiera rencor por haberlo despertado, con mucha dulzura: «Te adoro».
Pero también Benimelli me llamaba a veces, a hurtadillas, y me llevaba a la feria y disparaba con ese rifle con el que te dan regalos si das en el blanco, y siempre acertaba, porque como el visor estaba trucado, él dirigía el arma allá donde su miopía le llevaba, que era derecho al blanco. Entonces le daban un perro de goma que me regalaba; y yo lo acariciaba por las noches, cuando las barcas se alejaban; y dejé de soñar con los aplausos y con la ola, para soñar con Benimelli y sus tropiezos.
Habían pasado tres meses. Se acercaba la Navidad cuando, cansada ya de la situación, decidí quemar las naves y llamé a Gustavo para decirle con voz suave que yo lo que quería era casarme y tener muchos hijos y que él trabajara mucho para que yo tuviera una casa muy grande. «Te adoro», me contestó él, «nos casaremos cuando tú quieras». Comprendí entonces que nada ni nadie lograría reducir ese amor tan empecinado, y me fugué con Benimelli en el primer tren de la mañana. Sin dar la cara. Porque estaba en mi naturaleza.
Hemos vivido cuarenta años juntos y hemos tenido hijos pánfilos, de los que se niegan a nacer y se esconden en algún pliegue de la matriz hasta que se les saca a fuerza de empujones. Pero eso fue mucho después. La mañana siguiente a nuestra fuga Gustavo juró vengarse de Benimelli. Pero dijo que se vengaría en cuanto yo muriera, porque no quería darme ese disgusto en vida. Así fue como supe que el amor de Gustavo era de ley, y a mí me volvió a entrar el cariño por él. El cariño, pero no el amor, que ya fue para siempre de Benimelli y de sus gafas, irrevocable, como la decisión de un árbitro.

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