La cartera

 Marta Gayá

A Ángel, por enseñarme


Alfonso acababa de salir de la facultad, y estaba delante de su Opel Corsa rebuscando las llaves del coche en sus bolsillos. Sacó su cartera y la dejó encima del coche. Era una cartera azul marino, del tamaño perfecto para el bolsillo de los vaqueros, y se veía muy nueva y reluciente encima del techo blanco. La miró con cariño, pensando en las cosas que llevaba dentro: dos entradas para los Rolling Stones para esa noche, la carta para Silvia... Por fin encontró las llaves y se metió en el coche pensando en la carta. En ella le confesaba a Silvia su amor por ella.

Los Rolling fueron la excusa perfecta para conseguir quedar. ¿Y cuándo le daría la carta? ¿Antes o después del concierto? Alfonso no quería dejar nada al azar, le gustaba tener todo planeado, y quería que con la carta... ¡La carta! ¡Dios, la carta! Frenó el coche como pudo, frenético, abrió la puerta y miró al techo. No, no, no podía ser... Miró a lo largo de la calle, la calle Princesa. A saber dónde estaba la cartera, ¡mierda!, ¡mierda!...

La cartera no estaba muy lejos, realmente. Estaba todavía en la calle Princesa, pero en el bolsillo de la cazadora de Paco, que estaba deseando llegar a su casa para ver lo que había en la cartera de Alfonso.

«¡Ojalá haya dinero!», iba pensando Paco. Porque esa noche había quedado con sus amigos y él no tenía un duro, por eso se tiró en plancha cuando vio una cartera en el suelo. Mientras corría siguió pensando en la noche que le esperaba. Algunos iban primero al concierto de los Rolling, pero él no pudo conseguir entradas.. «Da igual, ya me buscaré la vida», pensaba Paco. Corrió sin parar y no miró la cartera hasta llegar a casa.

También Alfonso acababa de llegar a su casa, entre furioso y desesperado. Esperaba que hubiera comida en la nevera, porque él no tenía dinero: las veinte mil pesetas que tenía estaban en la cartera. Y encima tenía que llamar a Silvia, a ver cómo se lo tomaba, con las mujeres uno nunca sabe... Y Silvia, la verdad, se lo tomó fatal. Incluso sospechó que Alfonso nunca tuvo las entradas y ahora se inventaba ese rollo de la cartera. Después de mucho discutir, Alfonso dijo:

—Pero podíamos quedar esta noche, de todas formas.

Ella se negó fríamente y se despidió sin más, dejando a Alfonso con la terrible sospecha de que ella sólo estaba interesada en las entradas. Se sentó en la cama lleno de negros pensamientos.

En ese momento Paco también sentado en su cama, no podía creer lo que veía: Primero encontró veinte mil pesetas, ¡veinte talegos! Miró en otro bolsillo y vio dos papeles doblados. Los sacó, los abrió, los miró incrédulo y dio un fuerte silbido. ¡Los Rolling! ¡Entradas para los Rolling! Corrió al teléfono:

—Javi, tronco, que tengo entradas para el concierto.

—Venga, tío, no me vaciles.

—Que sí, tronco, que sí. Y te invito si convences a tu hermana de que venga luego al Kronos.

Quedaron a las nueve y colgaron. Javi fue a hablar con su hermana, y Paco siguió con la cartera de Alfonso.

Sacó el D.N.I. y lo miró: Alfonso Robles Durán. C/ Andrés Mellado, nº 30. Miró la fotografía. «Tienes cara de chico bueno, colega, con ese jersey azul y raya a un lado, pero debes ser un tío enrollao, con dos entradas de los Rolling, seguro.» Se sintió agradecido hacia él. «Tío, mañana hecho la cartera a un buzón, no te preocupes».

Pero Alfonso sí estaba preocupado, además de mosqueado con Silvia y con el mundo en general. Pensaba en la carta. Ahora, a saber en manos de quién caería, a saber quién la leería, a saber si se reirían de ella...

Paco no se rió. La leyó entera y cuando terminó pensó: «Anda que no es cursi el pibe este», pero en el fondo sabía que a las chicas les gustaban esas cosas. Pensó en la hermana de Javi y tuvo una idea, buscó papel y boli y copió, más o menos, la carta de Alfonso, sustituyendo algún «te quiero» por «cómo molas», «la mujer de mis sueños» por «eres mi piba», y «te amaré siempre» por «quiero estar contigo esta noche». Luego, escribió arriba del todo «Para Merce», metió las cartas en la cartera y pasó la tarde felicitándose por su buena suerte.

En cambio Alfonso pasó la tarde de un humor de perros, y a medida que se acercaba la hora del concierto su humor iba empeorando. «Las nueve menos cuarto, mierda, ahora estaría preparándome para irme, y dónde estarán mis entradas, igual se han perdido, o quizás algún imbécil las va a aprovechar...»

Y en efecto, «algún imbécil», o sea, Paco, estaba en ese momento mirándose al espejo: «pero que guapo eres, coño». Se había puesto la cazadora de cuero de las grandes ocasiones, y en el bolsillo llevaba la cartera de Alfonso Robles Durán, y dentro, bien dobladitas, las entradas del concierto. Abajo le esperaba Javi con cuatro amigos más.

Los Rolling, claro, estuvieron gloriosos, y cuando terminó el concierto, Paco y sus amigos caminaron en dos grupos hasta los coches: delante iban los cuatro amigos cantando a gritos Satisfaction, y detrás Paco y Javi que, abrazados el uno al otro y gritando más que nadie, iban cantando «Gracias, Alfonso, gracias, Alfonso».

Gritando llegaron al Kronos, y allí estaba Merce.

—Hola, Merce —y la miró de arriba abajo, sin disimulo: su pelo rojo, minifalda y botas. Quería hacer algo para impresionarla.

—Eh, birra para todos —gritó, y cogiendo la cartera azul de Alfonso Robles, sacó un billete de diez mil pesetas.

—¿Ahora eres rico? —preguntó Merce.

—Yo por ti soy lo que quieras, tía.

Y compartieron cerveza, y luego, gracias al otro billete de diez mil de Alfonso, compartieron pastillas. Y después, bailando, Paco ya sólo quería besar los labios de Merce que temblaban un poco.

—Merce, vente conmigo, tengo una cosa para ti.

La cogió de la mano y fueron hacia el coche con los oídos zumbándoles. Se sentaron en el asiento de atrás.

Paco volvió a sacar la cartera de Alfonso, cogió su carta, y con voz ronca y aliento de alcohol la leyó. Cuando empezó a leer la carta, Merce estaba apoyada en su hombro. Cuando la terminó, tenía a Merce encima, besándole y diciendo:

—Joder, Paco, qué bonita, yo no sabía que fueras así.

—Ya ves, soy una caja de sorpresas —contestó Paco, buscando con sus manos qué sorpresas tendría Merce para él.

Ella se abrazó a él con sus brazos y sus piernas, pero al final se las arregló para quitarle la ropa que más le molestaba. Y cuando ella ya había deshecho el abrazo de sus piernas, de pronto gimió:

—Paco, espera, espera, un preservativo...

—Quée..., joder.

Paco casi no podía pensar, pero tuvo un destello de claridad, alargó el brazo, a tientas buscó su cazadora, cogió la cartera, y del bolsillito con cremallera sacó el preservativo que Alfonso, cinco meses antes, había metido con la vaga esperanza de poder usarlo.

—Gracias, Alfonso, colega.

—¿Qué dices de Alfonso? —murmuró Merce.

—Nada, nada, es que hay gente cojonuda.

—Tú sí que eres cojonudo, Paco.

—No, tú más, Merce.

—No, tú más.

—Tú más, más, más...

Se despertaron de día. Paco llevó a Merce a casa y se despidieron con un beso. Pero él no iba a dormir, todavía tenía algo que hacer. Paró el coche en el número 30 de Andrés Mellado. En el portal se encontró al portero barriendo.

—¿Vive aquí Alfonso Robles?

—Pues mira —dijo el portero señalando—, por allí viene, es aquel.

Paco reconoció a Alfonso, aunque la expresión de buen chico de la foto había sido sustituida por otra mucho más ceñuda. Paco se acercó a él.

—Hola, ¿eres Alfonso? Mira, he encontrado tu cartera.

El ceño de Alfonso desapareció. ¡Hombre, mi cartera! La abrió y el ceño volvió a aparecer.

—Aquí había dinero —dijo.

—No sé, tronco, yo la he encontrado así... —Alfonso seguía mirando y el ceño no desaparecía del todo. Parecía que se iba a despedir. Pero Paco no quería despedirse—. Oye, me voy a desayunar —le dijo—. ¿Te vienes? Yo te invito.

—No, hombre, no, te invito yo, faltaría más —dijo Alfonso.

—Que no, tronco, que te invito yo.

—Que no, hombre, que no, después de haber venido hasta aquí...

—Que no, colega.

—Que sí, chaval.

—Que no, tronco.

—Que sí...

—Vale, tronco, paga tú.


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