Esta noche

 Elena Gómez Aguilar


Mi amor, no te imaginas cuánto me ha costado decidirme. Temblando, con la boca seca, he marcado tu número, y he esperado ansiosamente oír tu voz. Te he propuesto una cita. Necesito verte, decirte que te quiero.

No creo que nunca leas esta carta. No la enviaré, pero tengo que escribir cómo me siento. Hoy hace ocho meses que te conocí y me pregunto qué ocurrirá esta noche. Tenía miedo de que me rechazaras, pero ahora estoy contenta. Has aceptado que nos veamos. No has dejado traslucir ninguna emoción en tus palabras ni en el tono de tu voz, pero aún así he dado un respiro de alivio.

¿Quién me iba a decir que aquella semana de vacaciones con Olga iba a romper mis esquemas? Aún puedo sentir el calor de esa noche, la brisa humedeciéndome la piel, el olor salobre del mar. Una pequeña orquesta animaba la velada y algunas parejas bailaban abrazadas, ¿te acuerdas?

Tú estabas sentado con Jorge, frente a nosotras, en aquella preciosa terraza del paseo marítimo. Me quedé enganchada de tus ojos desde el primer momento, luego vi tu sonrisa y ese pelo negro que tanto me gusta, cayéndote sobre la frente. Te daba un cierto aire de descuido que me atrajo, me hizo pensar que eras el hombre más interesante que había visto en mucho tiempo.

Olga sabía que Miguel y yo habíamos dejado de ser la pareja perfecta y, llena de buena intención, me preguntaba. Yo no tenía ganas de hablar, sentía clavada en mí, la mirada profunda de tus ojos gitanos.

Cuando te acercaste las mariposas empezaron a revolotear en mi estómago. Vi un brillo especial en tus ojos cuando acepté salir a bailar. Sentí tus brazos fuertes alrededor de mi cintura, el olor a jabón que desprendía tu piel tostada, tu voz cálida en mi oído y pensé que me estaba enamorando.

Aquella semana me olvidé de mi marido, de mis prejuicios, de todo lo que no fuéramos nosotros, aunque una voz me decía que estaba haciendo una locura, por eso cuando nos despedimos pensé que no debía darte mi teléfono.

Un mes después me llamaste. Sentí una especie de temblor al reconocer tu voz. No esperaba volver a saber de ti. Habías averiguado mi número y tu interés me hizo feliz, a pesar de que todo ese tiempo había tratado de olvidarte. Tenía un marido y la cabeza hecha un lío, por eso me negué a verte, pero insististe en que sólo serían unos minutos, el tiempo de tomar un café.

Era septiembre y llovía tras los cristales, mientras me decías que me querías, que yo era la mujer que siempre habías buscado, que me fuera contigo... Nunca he tenido que hacer un esfuerzo tan grande. Me faltaba el aliento cuando te dije que no volveríamos a vernos, que con tus palabras habías truncado una posible amistad entre nosotros. No te dejé acompañarme, tuve que salir corriendo para que no me vieras llorar.

Unos días después volviste a llamar, querías que nos viéramos. Me negué rotundamente, fui muy dura, lo sé. Mi corazón se estaba rompiendo pero mi cabeza repetía que me estaba comportando como debía, que era lo único que podía hacer. Noté en el tono de tu voz una amarga tristeza cuando me dijiste «¿por qué quieres que seamos unos desgraciados?».

Se me hizo un nudo en la garganta y rápidamente te dije que me olvidaras y colgué para que no te dieras cuenta de que estaba actuando. Me alegré cuando no me hiciste caso y todas las noches seguiste llamando, a la misma hora, como si acudieras a una cita. Hasta que, hace tres meses, dejaste de hacerlo, justo cuando ya me habías domesticado, como le decía el zorro al principito, cuando sólo esperaba que fueran las diez para saber que pensabas en mí...

Tu ausencia me volvió loca. Al principio le eché la culpa al reloj, pero enseguida comprobé que funcionaba y pasé una hora mirándolo cada cinco minutos, después empecé a temblar con la sola sospecha de que hubieras tenido un accidente. Tres horas después de una espera angustiosa, deseché esa idea porque sé que siempre me inclino a la tragedia. Entonces supe que no volverías a llamar y pensé que no podría resistirlo.

Yo me había estado engañando, diciéndome que sólo éramos amigos y hablando contigo de cualquier cosa, cuando lo único que quería era decirte que te amaba. Aún no podía contarte que ya no soportaba la convivencia con Miguel porque sólo te deseaba a ti, que me imaginaba contigo cuando él me hacía el amor.

El tiempo ha mitigado un poco el dolor pero cada día he seguido esperando. Te he echado de menos... Aunque reconozco que fuiste demasiado paciente, porque ni siquiera sabes lo que siento por ti. Seguro que piensas que no me importas. Es lo único que te he hecho creer.

Cariño, no sabes cómo he tratado de olvidarte, de matar lo que sentía, pero algo en mi interior se rebelaba. Por eso me di cuenta de que mi matrimonio era uno de tantos en los que se ha instalado la rutina, de que ya no quería a Miguel pero creía que lo traicionaba si me dejaba llevar por ese amor que hiciste brotar en mí. Los días han pasado unos peor que otros y este invierno, largo y frío me ha helado el corazón. Sólo me planteo si aún me seguirás queriendo. En mi cabeza resuenan constantemente tus palabras: «¿Quieres que seamos unos desgraciados?» No, claro que no. ¡Quiero que seamos felices!

Cuando nos veamos te diré que hace un mes me separé. Ya he acabado con las ideas que me inculcaron, aquello de que el matrimonio es para siempre. He prescindido de las ataduras sociales y estoy en la boca de todos. A pesar de eso, con la primavera que empieza a brotar, ha renacido en mí la esperanza.

Esta noche te diré cuánto he pensado en ti, pero... ¿y si ya me has olvidado? Los hombres os consoláis tan pronto... Olga me contó que te vio con una chica. ¿Por qué ha tenido que decirme nada? Sólo de pensar que quieras a otra me muero de celos. Ya sé que no tengo ningún derecho, a fin de cuentas yo antepuse mi matrimonio a tu amor y tú tienes toda la vida por delante. Es lógico que hayas encontrado a alguien, no te habrá sido difícil, eres tan inteligente, tan atractivo...

Aquellos días de vacaciones me sentí la mujer más deseada del mundo, al recordar las chispas de luz en tus ojos aún revolotean las mariposas en mi estómago. Me dará un poco de vergüenza decirte que estoy loca por estar en tus brazos, que sueño contigo dormida y despierta y que tengo miedo de decir tu nombre en cualquier sitio y sin venir a cuento. Pero también soy consciente de que si ya no me quieres sólo yo soy la culpable porque te rechacé, por culpa de mis convencionalismos y por temor a ser un capricho, un juguete que se puede abandonar cuando uno ya se ha cansado del juego.

Ese amor que surgió entre nosotros fue el detonante que me abrió los ojos a la realidad, la única forma de desprenderme de la costra que los usos y la sociedad habían ido acumulando en mi piel. De pronto sentí como si hubiera utilizado un exfoliante en el alma y todas las escamas de falsedad y comodidad hubieran caído al suelo, dejando en carne viva mi piel, una piel que aún me duele pero que empieza a surgir, no como la de los quemados que sobreviven llenos de cicatrices, sino más brillante, limpia de aprensiones, de hipocresía. El proceso de muda es muy doloroso. He conocido la soledad, la maledicencia de la gente que se permite juzgar sin conocer, la injusticia, el dolor de hacer daño aún sin pretenderlo... pero sigo adelante, sé que valdrá la pena porque a partir de ahora sólo yo manejaré el timón, ya no viviré jamás de cara a la galería, sólo voy a ser yo misma. Todo eso te lo debo.

Lo que más me importa en este momento es conocer si debo renunciar a ti o todavía no es tarde. Mi cabeza ha controlado muy bien todos mis actos, ya era hora de escuchar a mi corazón. El pobre no ha parado de hablar, pero nunca me parecía importante lo que decía.

Estoy a punto de salir y tengo miedo. He dudado mucho sobre lo que debía ponerme. Al final, me he decidido por el vestido rojo que llevaba cuando nos conocimos. También el perfume será el mismo, recuerdo que te gustó.

Me encantaría encontrarte esperándome en el mismo rincón de aquella tarde de lluvia. Cuando te vea, mi corazón se acelerará y las manos me temblaran tanto que no podré aceptar el cigarrillo que me ofrezcas. Me costará, aún soy tímida, decirte que me he dado cuenta de que no quiero seguir viviendo sin ti. Quizá tú ya no pienses lo mismo, sólo sabré si aún te importo, cuando vea el relámpago en tus ojos. Entonces nos besaremos y me dirás en un susurro: «¿Sabes que hoy hace ocho meses que nos conocimos?» No lo he olvidado ni un momento, pensaré. Sonreiré y recordando tu frase seré yo quien te diga: «Ahora sé que nunca seremos unos desgraciados».


Haz clic aquí para imprimir este relato

Ir al siguiente cuento

Volver al índice del libro