A Luigi, por lo bien que nos cuidaba a sus chapas y a mí
En el año 57 mi padre era viudo y yo pequeño. El lunes que instalaron las hileras de bombillas calvas en los árboles del bulevar de Sainz de Baranda le pregunté a Ramiro, el dueño del bar-bodega Sainz de Baranda, por las dimensiones de su futbolín. Ramiro acarició con la mano izquierda la cabeza de madera de un jugador del Madrid y con la derecha mi hombro.
¿Para qué lo quieres saber? me dijo.
Y sin esperar respuesta midió la mesa y sus brazos y me apuntó la cifra 73 por 95 en una servilleta de papel. Con el metro de la caja de costura comprobé que el futbolín con sus tentáculos abiertos cabía en mi dormitorio. Lo pedí por Reyes: Uno reglamentario, con jugadores del Atleti y del Barcelona. Aquellos días los escaparates de las tiendas de juguetes tenían marcado el halo de las bocas de todos los niños de Madrid, pero no tenían expuesto ni un solo futbolín. Yo no lo podía entender.
Yo he pedido ese tren eléctrico, el de los tres vagones de pasajeros y uno de carga. ¿Y tú? me preguntó Óscar, el amigo que me cambiaba el chocolate por el salchichón.
¡Ah, te aguantas! Es secreto, no se tiene que decir.
El seis de enero me desperté a las seis y encontré junto a mi chiruca una caja de cartón rodeada con una goma elástica. Dentro había una tela de fieltro verde-césped doblada en ocho. Junto a ella cuatro pinzas de la ropa y dos lápices trataban de asemejarse a dos porterías y debajo, dieciséis chapas vestidas de blanco y pintarrajeadas con nombres: «Diestefan», «Gento», charlaban con tres garbanzos desnudos, con el pito al aire. Tres pitos pequeños, entumecidos por el frío.
¡Qué frío hace hoy, Esteban! comentó mi padre cuando se despertó Voy a encender la estufa ahora mismo. Tengo la minga «entumecía». ¿Qué tal se han «portao» los Reyes?
Nos comimos en silencio las magdalenas, y cuando mi padre comprobó que la expresión de mis ojos seguía tan dura como los garbanzos de mi futbolín, me acarició el hombro y cerrando y abriendo varias veces los ojos hasta humedecerlos, dijo: «A ver si con el sorteo del Niño... o si no, ya verás, cuando nos devuelva el dinero tu tía Amparito, llamamos otra vez a los Reyes.»
Por la tarde me fui a casa de Óscar a tomar el roscón. Mi amigo había recibido su tren eléctrico, yo mi futbolín de chapas. Quisimos mostrarnos igual de satisfechos con nuestros regalos de Reyes, pero hay cosas que no se equiparan con tanta facilidad como el salchichón y el chocolate.
¿Te has fijado? Tus chapas son Mahou, mi padre dice que es la mejor cerveza, y están lisas. No las lijes en una farola, que se borra la marca. Y este fieltro, ¿para qué sirve?
Para una mierda contesté.
Sin duda, mi amigo Óscar decía todo aquello para consolarme. Su cara de desilusión era tan expresiva como la mía. Y sin embargo me propuso: «Venga, si quieres, te lo cambio». Y sostuvo la caja de su tren eléctrico a la altura de mis manos. Ensamblamos las vías de su tren. Cuando el vagón de mercancías dio dos vueltas completas cargado con los tres garbanzos, entró en la habitación la madre de Óscar.
Óscar, cariño... reclamó Luisa.
A estos garbanzos los podemos pintar con puntos blancos y negros para que parezcan balones, tienes dos de repuesto, aunque están un poco arrugados contestó Óscar, obviando la presencia de su madre.
Hijo, Osquítar, tienes que desconectar el tren, que se van a saltar los plomos. Ya habéis jugado bastante.
Cómo es la vida. A los quince días de jurarles odio eterno a los «Reyes Vagos», mi futbolín era el juego estrella en el patio del colegio. Extendíamos el fieltro sobre el cemento. Yo le había pintado a la tela rayas blancas para marcar las áreas, el centro del campo y los puntos de penalti.
Mis dieciséis chapas Mahou se habían revestido con camisetas del Atleti. Para no pasar frío y deslizarse mejor tenían debajo de las camisetas blanquirrojas una capa de cera hurtada a las velas de los apagones. Óscar y yo fuimos los líderes del patio durante semanas. Él había conseguido reunir, desenterrando chapas de una terraza del Retiro, un destartalado Barcelona con once de La Casera, dobladas como tullidas, y dos de mis suplentes que fueron traspasados a su equipo.
Instalábamos nuestro campo de fútbol debajo de la canasta porque nos salía de los garbanzos y porque así, los que trepaban hasta el aro, podían ver los partidos a vista de pájaro.
Un día invité a Óscar a comer, y le tuve que servir un cocido ridículo animado por un humilde chorizo viudo como mi padre. Parecía que el bote de legumbres de la despensa se había resentido por los tres garbanzos sustraídos para el futbolín.
Tengo una mala noticia dijo Óscar muy afligido, te he perdido un suplente.
Sí que era un golpe duro, sí. Me reté a conseguir una chapa de cerveza Mahou, como fuera, sobre todo para que Óscar se quitara ese peso y esa mala conciencia que le había provocado la tragedia. Es más, me propuse regalarle un equipo entero del Barcelona con chapas Mahou lisas como las niñas del Loreto de O´Donnell.
Ramiro, ¿me podrías guardar algunas chapas de Mahou? Lisas, si puede ser.
Zagal, va a ser difícil. Aquí la gente pide El Águila.
Pues te compro las cervezas Ramiro se rió con ganas.
¿Cuánto tienes en la hucha, zagalillo?
Tres duros contesté orgulloso.
Necesitas cinco veces más. Qué más te da unas chapas que otras. ¿No quieres que te guarde las de El Águila?
Regresé a casa preguntándome cómo había conseguido mi padre fichar un equipo entero de chapas. Dos días después lo supe. Eran las doce de la noche y el chirrido excitado de la puerta de la calle me despertó. Mi padre invitó a pasar a la cocina a su amigo Genaro. Me escondí en la despensa. Sobre la mesa de mármol colocó doce Mahou y le dio un abridor a Genaro. A las baldosas del suelo fueron cayendo doblados y heridos Ramallets, Basora, Vergés, Sampedro, Kubala... el Barça casi completo abocado a la segunda división por la torpeza del Genaro ese.
Cuando se despidieron oí que Genaro le dijo a mi padre: «Tienes que cuidarte, Barrientos. No deberías beber tanto. Al menos prescinde del coñac, que te deja el hígado hecho polvo. El jefe ha dicho que ya no te da más oportunidades».
Al día siguiente en el desayuno no había magdalenas.
Hijo, moja pan duro, que están muy caras las magdalenas. ¿No hay pan? Pues baja por una barra y de paso tráeme de la bodega una botella de coñac Gran España.
Ramiro, ¿por qué el coñac es malo para el hígado?
Porque no es más que agua sucia mezclada con alcohol puro, como el que venden en las farmacias. Es un asco.
En lo que tardé en tomarme la taza de malta con pan mojado mi padre se bebió la botella entera.
Toma, hijo, tráeme otra exigió tendiéndome un billete arrugado recién sacado del bolsillo.
Pero si te has bebido una entera...
Coño, bocazas, date prisa y me dio un empujón que me tiró al suelo. Me toqué la cara. Me salía sangre por la nariz.
Ramiro, con este dinero, ¿cuántas botellas de Mahou me puedo comprar?
Diecisiete.
Las quiero.Y si te devuelvo ahora los cascos de las cervezas, ¿me los cambias por un casco vacío de coñac Gran España?
Fui abriendo muy despacio cada botella para no doblar las chapas y vertiendo el líquido por la alcantarilla que había en la puerta de la bodega. Un niño se puso en cuclillas como yo para ver como se filtraba el pis interminable de las cervezas.
Una hora después mi padre ya se había tomado la segunda botella completa de coñac Gran España y dormía, caído de bruces, sobre la mesa de mármol. Aproveché el hueco libre que dejó en la mesa para embalar en la caja de cartón el equipo de chapas, las porterías y los balones.
Fui a casa de Óscar con el regalo camuflado en una bolsa. Encontré a mi amigo montando las vías del tren. Cuando enganchó el vagón de mercancías al último vagón de pasajeros apareció su madre.
Hijo, ya sabes que este mes no se puede enchufar el tren. Ha subido mucho la luz. Además, necesito que me hagas un recado. Baja a la bodega a por dos botellas de clarete y una de coñac para tu padre.
Óscar expresó su malestar con dos soplidos largos. Aproveché para darle la caja de las chapas. Su rostro cambió.
Es genial, trae las porterías. Todas Mahou, sólo le falta el fieltro verde dijo acariciando una a una todas las chapas.
Tengo una idea para que te puedas comprar el fieltro verde contesté. Pregúntale a tu madre si te deja comprar el coñac de la marca Gran España. Y si te deja, vete al baño y trae del botiquín la botella de alcohol. Sí, el de curar las heridas.

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