Jaqueca

 Óscar González García

Craig había estado toda la noche pensando en ello, en como dijo a Helen que de ninguna manera tendrían el niño. Quizás debería haber sido menos tajante, ella había estado demasiado sensible los últimos días, quién sabe, quizás, al fin y al cabo, no era tan malo tener el bebé. Mientras Craig bajaba las escaleras del dormitorio decidió que no iría a trabajar, se quedaría en casa por si ella volvía. Pero estaba aquella historia del periódico del lunes, la del niño que encontraron ahogado a orillas del pantano Richmond. ¿Cómo podía querer Helen tener un hijo? Entró en la cocina y vio en el suelo la tapa del yougurt desnatado que ella tiró al salir corriendo. El frasco del yougurt permanecía en la mesa con la cucharilla dentro. Craig recogió la tapa pero no se atrevió a tirarla, eso sería como dar por hecho que ella no volvería, así que la puso encima del frasco otra vez, porque ella iba a volver, y entonces hablarían de nuevo, hablarían de tener el niño, sí. Se sentó en el suelo y se tapó la cara con las manos. Sonó el teléfono. Craig se lanzó por él. Era del trabajo: miró el reloj y dio una excusa. Vagó por el salón buscando el número de la madre de Helen, después se calentó una lasagna que había encontrado en el congelador y terminó de ver el partido de los Yankees. Oscurecía y ella aún no había vuelto. Salió a la calle y se sentó en el primer escalón del edificio, apartando la nieve con sus manos, pensando en la foto del periódico. Aquel crío estaba tendido sobre las piedras de la orilla, con sus ojos pequeños muy abiertos, tan fríos como el puñado de nieve que Craig sostenía en su mano. Cuando Helen volviera le pediría perdón, de verdad, porque ella iba a volver.


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