Un día cualquiera

 Mª de la O Guillén Socías

Hace muchos años yo vivía en la calle Trajano. Una calle tan estrecha que de un balcón a otro se podía saltar sin correr el menor riesgo de caer en medio. Su escasa longitud y su estrechez le daban un carácter de pasillo que hacía que nos sintiéramos como en casa, lo cual era un alivio para mi pobre madre, ya que en casa cabíamos a duras penas. En la calle teníamos todo lo necesario para ser felices: un suelo gris de adoquines donde no importaba dar saltos y patadones, y un carrillo donde comprar caramelos de fresa a perragorda. De ella nacían otras calles más estrechas, aún si cabe, que se ramificaban por la zona a modo de laberinto. A diario esperaba la llegada de mi padre para rebuscar en su bolsillo alguna sorpresa, pero hacía un mes que en la esquina no divisaba su silueta. Cosas de trabajo, decía mi madre. En el número ocho vivía yo con mis tres hermanos y mis padres. Aunque para ser más exactos, lo que verdaderamente hacía en el número ocho era comer y dormir, porque lo que se dice vivir, vivía en la calle.

Nuestra casa era una casa muy pequeña, como de cuento, por eso pasábamos la mayor parte del tiempo en casa de la tía Concha, en el piso de arriba. Era una tía muy especial. No era una verdadera tía, pero como si lo fuera. Se pasaba todo el rato en la cocina haciendo comida y a mí me gustaba el olor y el calor de los fogones que venía desde la cocina y se repartía por toda la casa.

Mi hermano, que sólo era un año mayor que yo, era malo y divertido. Se le ocurrían las ideas más disparatadas del mundo, y a mí me gustaba dejarme arrastrar por ellas. Ya estábamos hartos una mañana de dar vueltas por toda la casa sin hacer nada, no nos dejaban salir a la calle porque hacía frío y por un montón de excusas más que sonaban a tonterías. Entonces me llamó y me dijo:

—¡Oye! ¿Por qué no vamos a comer pasta de dientes al cuarto de baño? La he visto en el lavabo —continuó diciendo—. Se les ha olvidado guardarla en el armario.

—Ya —contesté yo algo indecisa—, pero si nos pillan nos castigan y adiós.

—No, no hay nadie en la casa, solo está Concha en la cocina y además cerramos la puerta.

—Vale —respondí yo—, pero si nos pillan ha sido idea tuya.

Nos dirigimos en silencio y con cien ojos hacia el cuarto de baño y allí efectivamente se encontraba la pasta de dientes olvidada sobre la fría piedra blanca del lavabo. La cogimos y salimos rápidamente de allí porque siempre que nos pillaban jugando en el cuarto de baño nos decían que nada bueno podíamos estar haciendo. Atravesamos la pequeña sala que lo separaba del dormitorio y entramos en él, cerrando con cuidado la puerta para que no nos oyeran.

El sabor picante y fresquito de la pasta de dientes nos hizo olvidarnos de todo y sentir por unos momentos una felicidad que sólo duró hasta que quisimos volver de nuevo al cuarto de baño y comprobamos que la puerta no quería abrirse.

—No puedo abrir la puerta —le dije yo a mi hermano que aún continuaba apretujando el ya más que despachurrado tubo de pasta.

—Déjame a mí —dijo tirando la piltrafa que quedaba al suelo.

Mi hermano agarraba la puerta con cara de fuerza y yo le agarraba a él, tirando de los dos hacía el lado contrario con la infeliz creencia de que eso era suficiente para desantrancar la endemoniada puerta, pero lo más que conseguimos fue dar con nuestras asentaderas en el suelo.

Tratando de imaginar una vida infinita allí dentro y convencida de que mucho no podíamos durar sin comer ni beber, me puse a llorar, y mi hermano, algo más práctico, a darle patadas a la puerta y a vociferar después en la ventana.

Cuando finalmente, cansados ya de oír pasos, voces y carreras que no conducían a nada provechoso, nos encontrabamos mi hermano y yo abrazados en medio de la habitación y encomendados al mismísimo Espíritu Santo, vimos a nuestro primo Nicolás que entraba por el balcón. Por unos momentos el miedo y la la luz me hicieron creer que era mi padre. Descendimos por el balcón y abajo en la calle había tanta gente que parecía un día de fiesta. Dentro de casa, mi madre y sus dos hermanas, Julia y algún que otro vecimo expontáneo nos regañaban y besaban presas de un estado de enfado y cariño alternartivo. Como llegaron a la conclusión de que el aburrimiento había sido la causa del mal, determinaron que me fuera a pasar el día a casa de Julia, así que salimos del laberinto de calles que rodeaban la calle Trajano y atravesamos la pequeña plaza donde estaban los coches de caballos que nadie tomaba. Dejamos atrás la bodega donde los hombres tomaban vino y llegamos a la calle ancha donde la gente paseaba incansablemente.

Julia, sin detenerse, me decía:

—Mira que comer pasta de dientes, a quién se le ocurre. Vaya una idea. Para ponerse malos y precisamente hoy que viene tu padre.

—¿Tu crees que se enfadará cuando se entere?

—No sé, depende del humor con que vuelva.

—Pues de todas formas tengo ganas de que vuelva para que me haga figuras con las manos y para rebuscarle en los bolsillos.

—¿Qué te trae en los bolsillos?

—Bailarinas.

—¿Y que haces tú con las bailarinas?

—Las pongo en una repisa y las miro.

La casa donde vivía Julia no era como la mía. Era muy grande. Ella dormía en una habitación junto a la cocina, tenía una cama muy alta a la que no podía subir y un armario negro muy grande que ocupaba toda la pared y que estaba lleno de sábanas blancas y toallas. Entre las sábanas guardaba una caja de cartón donde conservaba dedos, manos y trozos de santos recogidos durante la guerra. A mí me gustaba cogerla y mirarla, imaginando que allí estaban todos los muertos de la guerra.

Cuando se hizo de noche Julia me llevó de nuevo a mi casa, pero antes de salir cogió un molinillo de café de un estante alto de la despensa, abrió su diminuto cajón y me regaló unas pequeñas cuentas de colores.

Mi padre no había llegado aún a casa. Cené rápidamente y me fui sin protestar a la cama junto con mis tres hermanos. Al rato oí la puerta y escuché a mi padre hablando con mi madre. Cuando más tarde vino a vemos, vi su sombra dibujada en el fondo de luz de la puerta y entonces una mariposa blanca fue volando por la habitación, de una cama a otra. Cuando finalmente vino a mi cama, vi los ojos de mi padre encendidos como luces en el negro de la noche. Sentí el aleteo de la mariposa junto a mi mano. La cogí, y el contacto suave y caliente de su mano me hizo dormir esa noche agarrada al mundo.


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