Intercambio de papeles

 Rosa Gutiérrez Bodas

A Luis, Ana y Rodrigo.

«Nadie debe asustarse de lo que piensa

aunque su pensar aparezca en pugna

con las leyes más elementales de la lógica.»

Antonio Machado

Hasta hoy pensaba que una de los mejores rasgos de mi carácter era el poder rápido de resolución de los problemas más o menos trascendentales ante los que me he tenido que enfrentar en la vida. Es una cualidad genética heredada de mamá. Ella siempre tuvo un carácter fuerte y decidido. Recuerdo que a pesar del machismo reinante en la época, papá no tenía más remedio que claudicar, no sin antes discutir larga y concienzudamente acerca de la decisión a tomar. Desde que era una niña me atormentaba oír aquellas trifulcas caseras que se sucedían casi a diario. El más pequeño problema se revestía de aparente importancia a juzgar por la elevación paulatina del tono de voz. Los gritos se oían desde todas las partes de la casa. Incluso los vecinos, al día siguiente, hacían comentarios en la escalera. Mamá los oía cuando me llevaba al colegio por las mañanas y pasaba por su lado saludando con tono sarcástico: «¡Buenos días!».

A medida que tuve uso de razón, me prometí a mí misma que nunca discutiría con nadie y creo que durante las últimas décadas, mi vida ha sido una constante búsqueda de la armonía a través de las palabras bien dichas, aunque no siempre bien interpretadas.

Esta utopía, que hasta hoy yo creía capaz de realizar, se ha vuelto contra mí. Nunca pensé que las palabras que pronuncié anoche tendrían un inesperado efecto boomerang. Por primera vez hablé sin pensar en las posibles consecuencias.

Como cada tarde, conducía mi coche a gran velocidad por la autopista. Sin darme cuenta del camino recorrido, me encontré de pronto ante la puerta de casa. Abrí el garaje. Como una autómata accedí al interior. Cogí mi bolso y busqué las llaves.

—Hola, ya estoy en casa.

Sin esperar respuesta, me dirigí directamente a la cocina. Quería comprobar si la asistenta había preparado la cena tal y como le había dejado dicho por la mañana.

—Bien —dije en voz alta—, parece que esta chica promete.

No hay nada como tener paciencia con el servicio y esperar. Eso es. Esperar. Seguro que Miriam tendría la música puesta en su habitación y no podría escuchar mi voz. Insistí nuevamente mientras mis cansados pies se dirigían hacia el salón.

—¿Nadie me escucha? —mi voz se perdía en el vacío.

Me quité el abrigo y dejé caer mi cuerpo en el sillón lanzando los zapatos al aire sin preocuparme donde pudieran caer. Aún quedaba tiempo hasta la hora de cenar y Carlos siempre llega tarde alegando excusas varias que ya apenas escucho. Cerré los ojos y volví a pensar en Miriam. Me resultaba raro que no saliera a saludarme. A estas horas siempre estaba en casa. Últimamente parecía más callada que de costumbre, pero eso no quería decir que no me saludara. Me incorporé instintivamente mirando hacia su habitación. «¿Qué raro?», pensé. «No veo luz en su cuarto». Me levanté. Con paso rápido me encaminé hacia allí.

—Hija, ¿no me oyes?

Abrí la puerta después de llamar insistentemente y no recibir respuesta alguna. Pensé que podría haberle sucedido algo: un golpe, un desmayo o tal vez estaría dormida. Las últimas noches se había quedado estudiando hasta muy tarde. Encendí la luz. Mis ojos se dirigieron hacia su cama. Estaba intacta. La puerta del armario estaba entreabierta y se podía ver el resplandor de la luz interior. Corrí hacia allí. Abrí las puertas de par en par. Estaba vacío. Mirando mis pies descalzos, me dirigí hacia la puerta de entrada.

«No es verdad», pensé. «No se ha ido. No puede hacerme esto. No sin antes hablar conmigo». Siempre he escuchado sus problemas y nunca imaginé que tuviera esta intención. Llegué al salón con la mirada fija en el teléfono. Tenía que llamar a la policía. Tal vez no sea demasiado tarde. ¿Pero dónde se habría ido? La respuesta estaba en aquella nota apoyada sobre el auricular. Un sudor frío recorrió mi cuerpo. Busqué atropelladamente las gafas en mi bolso. Las lágrimas iban asomando a mis ojos a medida que leía despacio, casi sin querer avanzar, las frías palabras que Miriam había escogido como despedida:

«Lo he pensado mucho antes de decidirme, pero para estar segura de mi condición de lesbiana, necesito vivir con la mujer que comparte mis sentimientos. Quiero ser feliz. Susana me invita a compartir una relación sin condiciones y debo experimentar esta oportunidad para estar segura de lo que soy. Os llamaré.»

Nuevamente, dejé caer mi cuerpo sin fuerzas sobre el sillón. Mi mente visualizó, como si de una película se tratara, la última conversación que mantuve con ella la noche anterior. Yo hojeaba distraídamente una revista de cine. Esperaba como de costumbre a Carlos para cenar. Miriam mordisqueaba con afán una manzana mientras miraba la televisión. Las dos, sentadas en el salón, dejábamos absortos nuestros pensamientos hasta que a mí se me ocurrió comentar en voz alta una noticia que llamó poderosamente mi atención. Las declaraciones de la actriz Anne Heche a la prensa americana en grandes titulares: «Soy lesbiana». El reportaje iba acompañado de fotos de la actriz en actitud amorosa junto a su acompañante femenina.

—Esto es una provocación intolerable ante la opinión pública —comenté con voz airada.

—Te equivocas, mamá —me contestó Miriam rápidamente—. La provocación está en los ojos del que mira. La libertad de las personas no pasa por esconder sus tendencias sexuales, y la gente mira hacia otro lado cuando algo no les gusta. ¡Qué gran carga de hipocresía!

Su voz se enardecía a medida que pronunciaba su discurso, como si le afectara directamente, ahora lo comprendo. Y no quedándose satisfecha, continuó:

—Ya va siendo hora de que las mujeres digan ¡BASTA! al control de su cuerpo por parte del «sistema». Afortunada-mente, para ser una mujer respetable hoy en día no es necesario estar ligada a un hombre ni a comportarse de forma sumisa y abnegada.

Mis oídos no podían asimilar semejante discurso. ¿Realmente era Miriam la que hablaba?

—La historia de Hollywood —continuó— ha estado jalonada por actores de distintas tendencias adictos al sexo y no por eso han sido menos aceptados por la sociedad. Todo lo contrario, al ser hombres todo se revestía de una cierta normalidad aparente. Mamá, las mujeres de hoy ya no tienen por qué esconder nada.

—Tú dirás lo que quieras —le contesté—, pero todo lo que me estás diciendo me parece una inmoralidad.

—¿Ah, sí? ¿Y no es más inmoral vivir en la mentira y esconder la realidad?

—¿A qué te refieres? —le pregunté.

—A ti, mamá. A tu relación con papá. De sobra sabes que son excusas falsas las que oyes cada noche. Que te miente cuando dice que se va de viaje. Que hace mucho tiempo que no funcionáis como pareja...

—Calla. ¿Cómo te atreves a hablarme así?

—Acéptalo. Es mejor para ti. No te engañes más. Vuestro pacto de silencio se romperá cuando tú digas ¡BASTA! y recuperes tu dignidad.

Se hizo el silencio entre las dos. Nos miramos a los ojos. Parecía como si nos hubiéramos intercambiado los papeles. Me sentí desnuda, sin argumentos.

—No te preocupes por mí, mamá —continuó diciendo—. Ya no soy una niña, aunque tú te empeñes en seguir tratándome como tal. Te sorprenderías si por una vez me vieras tal y como soy.

No podía soportar por más tiempo aquella conversación. Giré la cabeza tratando de no sentir su escudriñante mirada.

—Déjame, hija. No te reconozco. Necesito estar sola.

—De acuerdo. Es inútil discutir contigo. El día que te enfrentes a tus problemas cambiará tu opinión sobre el mundo que te rodea y tal vez empieces a ser moderadamente feliz.

La observé mientras volvía a su habitación canturreando una de esas canciones en inglés que tanto le gustan y que yo no acierto a entender. Fue la última vez que la vi.

Ayer Carlos llegó más tarde de lo acostumbrado. El sueño me impidió preguntarle el motivo de su tardanza. De cualquier forma ya sabía la respuesta, y tampoco me importaba demasiado. Hoy necesitaré algo más de tiempo para reflexionar. Las palabras de Miriam aún resuenan en mi cabeza. No me importa esperar. Esta noche presiento que la conversación será larga.


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