Las estrellas bailaron para mí

 Estrella G. Hervás

A Lucrecia, mi madre.

Le conocí en Madrid. Cuando me dijo que era valenciano no le relacioné con las Fallas. Era un chico serio, algo miope y muy tímido. Empecé a salir con él casi por una apuesta con Isabel, la amiga que nos presentó. Ella le conocía desde la facultad y me aseguró que no se le había conocido ninguna novia o amiga más o menos íntima. Su timidez era casi patológica, según ella, y sólo hablaba con más entusiasmo a su vuelta de las Fallas a las que acudía cada año.

Fue muy fácil para mí entablar conversación con él. Cándidamente le pregunté si había estado alguna vez en las Fallas, la fascinación que producirían esas grandes hogueras. A partir de ese momento fue pan comido. Él no podía creer que yo no hubiera estado nunca en esa Valencia en fiestas. Hablaba sin parar de su emoción ante el fuego y su sorpresa siempre asociada a la desaparición de esas esculturas, caricaturas —obras de arte, según él—, que las llamas hacían desaparecer. Terminaba el mes de enero y mi amistad con él era ya una realidad.

Era un chico raro. Raro en el sentido de que a veces hablaba de cosas que me sonaban a chino y sólo cuando se fijaba en mi cara de asombro, cambiaba el discurso por otro más coherente. Yo achacaba sus rarezas a que era de ciencias, y para colmo estudiaba algo nuevo que tenía que ver con «colonias espaciales establecidas y su función en el avance genético por biomoléculas para la mejora de la raza». Lo anoté para recordarlo, no lo había oído en mi vida.

En ocasiones ponía mucha atención a lo que yo decía, y sus respuestas eran acordes con la conversación, pero tenía que concentrarse, o yo pensaba que se concentraba. Con las gafas perdía la expresión o acaso era inexpresivo. Definiti-vamente era raro.

También estaba su caja, misteriosa le decía yo, porque no la soltaba nunca. En su mano, en la carpeta, en el bolsillo, pero no la dejaba sobre ningún sitio. Me dijo que eran unas gafas de repuesto. Veía muy poco y no quería tener problemas, eso dijo. Pero la caja era más grande que una funda de gafas, metálica, rectangular, con los cantos redondeados.

A principios de marzo empezó a hablar de ir a Valencia a ver arder las Fallas. Yo estaba mal de dinero, mi padre se había largado hacía dos años y mi madre se mataba a trabajar para que yo no dejase los estudios. A veces hacía algún trabajo, canguro, servir copas, poca cosa, pero no quería pedir dinero. Me dijo que el autobús era barato. Si teníamos sueño iríamos a la playa, él conocía una parte tranquila, dijo, en la que podríamos dormir un rato. Me pareció extraño que siendo valenciano no tuviera allí ninguna familia. Sabía poco de él. En Madrid vivía con su tía, según me dijo. Nunca estuve en su casa. En una ocasión le pregunté por sus padres. Dijo que habían desaparecido. Sí, dijo desaparecido, no muerto ni fallecido, sólo eso: desaparecido. No insistí en preguntar porque sabía que no diría nada más. Era raro, un chico raro.

Nos encontramos a las diez en la estación de autobuses. El nuestro salía a las diez treinta, ya teníamos los billetes. Nos saludamos. Miré su equipaje: una bolsa azul y roja. Me pareció muy pequeña. En el trayecto la llevó sobre sus rodillas todo el tiempo. Llegamos de madrugada, caminábamos sin hablar, mi bolsa era más pesada, me quedaba atrás, él parecía que sabía exactamente a donde íbamos. Se sentó en el borde de cemento de una barandilla a esperarme.

—Hemos llegado —dijo—. Vamos a descansar un rato entre esas barcas, es un sitio discreto y la arena fina.

Le miré. Se había levantado y bajaba por el camino que conducía a las barcas. El cielo empezaba a ser azul y una única gaviota me miraba a escasa distancia. Saqué la toalla de mi bolsa y la extendí cuidadosamente en la arena, ocupé una parte y le invité a sentarse con una mirada y dando dos golpecitos con la mano extendida en el sitio libre.

—Duerme un poco si quieres —dijo—, yo ahora no tengo sueño.

Puse mi bolsa de almohada, ahora más vacía sin la toalla, me acurruqué de lado y debí tardar poco en dormirme.

El calor y el ruido desagradable de la gaviota, que me miraba desde el mismo sitio, me despertó. Al incorporarme noté que él no se había acostado, la toalla estaba lisa como yo la había dejado. Él no estaba, sencillamente no estaba, el muy cerdo me había dejado allí, no lo podía creer, él no era así, o quizá sí era así. Pensé que no le conocía, estaba furiosa por lo absurdo de la situación. Retiré la bolsa, sacudí la toalla, la doblé y abrí la cremallera para guardarla. Su caja misteriosa estaba allí, encima de mi ropa interior, junto a mi bolsa de aseo. Me asusté, vaya si me asusté. Mis manos temblaban cuando la abrí. Dentro, unas gafas, pero distintas a las suyas, o mejor, distintas a todas las gafas que yo conocía. Las saqué. Debajo había un papel doblado.

Era su letra, la conocí a pesar del temblor de mis manos, decía: «Lo siento, han venido a buscarme, no sabía que sería este año, sólo que sería en Valencia y en las Fallas. Si allí puedo tener recuerdos, te recordaré siempre.»

No entendía nada, pero sabía que era un momento importante de mi vida. Me puse las gafas que había dejado sobre la arena. Recibía órdenes: póntelas y mira hacia arriba. Mi cabeza recibía órdenes y miré. Las estrellas bailaban grandes, relucientes, por centenares. Me tumbé en la arena boca arriba, las estrellas seguían su baile. No sé cuánto tiempo estuve en esa posición, el sol me quemaba las piernas pero no podía dejar de mirar esa locura, esa maravilla. De pronto el baile cesó y se agruparon para formar un gran cartel: «Lola». Él me llamaba desde arriba. Me senté, me quité las gafas porque estaban empañadas por mis lágrimas, las piernas me quemaban, miré al cielo y el sol me hizo cerrar los ojos.

Limpié cuidadosamente las gafas, apoyé mi espalda en una de las barcas y volví a mirar con miedo, con mucho miedo. «Lola», se leía difuminado. Ya no había estrellas, sólo mi nombre disuelto en nubes. Guardé la nota y las gafas en la caja, escarbé en la arena un hoyo profundo y la enterré. Nunca contaría a nadie que en Valencia, a media mañana, y el día de San José, las estrellas bailaron para mí.

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