Gemelos

 Raquel Gutiérrez Romero

A Fernando, que me hizo ver

que escribir nos hace libres y felices.


Nos casamos al poco tiempo de que mi prima Elisa nos presentara. A partir de ese momento todo fue muy rápido, no tuve tiempo de pensar en los cambios tan radicales que yo estaba introduciendo en mi vida. Pero ahora es tan tarde... Estoy cansada, sin ánimo para seguir luchando. Ni siquiera la certeza de que vienen en este vuelo los gemelos y de que por fin los voy a recuperar me da fuerzas. ¿Qué puedo ofrecerles? No me siento capaz de construir el hogar que nunca me dejaron hacer. No me conocen, no hablo su idioma. Mientras espero el avión no logro comprender mi empeño por recuperarlos.

Creo que me casé enamorada, aunque con la vida tan torturada que tuve después, lo dudaba. Cuando conocí a Samir tenía treinta años, era fea, gorda y mis ojos no tenían el brillo de los de mis amigas, todas resplandecientes en su incipiente y atractiva madurez. Acababa de doctorarme en Químicas y parecía que todas las puertas se abrían hacia una brillante carrera en la investigación. La desgracia en forma de Samir se cruzó en mi camino en la cola del cine Alphaville.

Desde que nos intercambiamos los teléfonos nos hicimos inseparables. Nos veíamos casi a diario. Me hablaba de Bagdad, donde había nacido, como una ciudad mitológica, de su familia grande y unida, del exótico Tigris de aguas arcillosas y del transparente Eúfrates, del palmeral de Daura, propiedad de la familia. Me envolvió con sus historias que yo imaginaba de las Mil y Una Noches. Me encandiló con su conversación, pero era su forma de estar conmigo lo que más me ataba a Samir. Con él llegué incluso a creerme atractiva, descuidé mis trabajos de investigación, recuperé el sentido del tiempo sólo para perderlo con él, salí de mis propios límites, de mi reducida existencia.

El sexo, del que sólo sabía por las películas y las referencias más o menos explícitas de mis amigas, fue el Descubri-miento, la droga que me dio a probar para que me enganchara a él. Hasta que lo conocí no supe a qué sabían los besos, tampoco cómo darlos. Me dijo que los árabes eran grandes amantes, pero a duras penas entendí el significado de aquello hasta que una tarde, un mes después de conocernos, mientras experimentaba aromas nuevos de té con especias en su apartamento, dejó deslizar su mano entre mi camisa y me tocó los pechos susurrando que le excitaba mi costumbre de no llevar nunca sujetador. Yo, como siempre, borracha con su proximidad, le dejé hacer. No tuve pudor ni vergüenza. Samir me condujo por mi propio cuerpo, me lo fue descubriendo suave pero firmemente. Con ternura me inició en el suyo y no abandonó mis manos hasta que tuvo la certeza de que me había familiarizado con cada uno de sus poros. Sólo cuando sintió que mi rigidez inicial dejó paso al instinto y me abandoné a la sensualidad, me cubrió con su cuerpo inmenso, se prolongó en mí y caminamos unidos hasta el desvanecimiento.

Cinco meses después de nuestro encuentro nos casamos en una ceremonia civil. Mi familia se opuso, pero a mí no me importaba que Samir fuera un desconocido. Vivimos en un apartamento de la calle Tutor el único año de felicidad de nuestra relación, y para mí el único de mi vida, hasta que estalló la guerra de Irán-Iraq y Samir comenzó a obsesionarse con la situación de su familia, a la que llamaba dos veces por semana, los bombardeos iraníes sobre Bagdad y con sus parientes varones en el frente. Los ataques iraníes marcaron nuestra vida hasta el punto de que los juegos eróticos a los que nos abandonábamos se convirtieron en meras formas de liberar tensiones.

En enero del 92 Samir recibió la comunicación de movilización inmediata en una unidad de zapadores en el frente de Basora. La convulsión que nos produjo la noticia nos impidó reflexionar sobre nuestra vida en común. Separarnos no nos era posible y decidimos ir a Bagdad juntos para poder vernos cuando Samir disfrutara algún permiso, aunque yo tuviera que vivir con sus padres.

Mientras nuestro único problema era que Samir pudiera llegar vivo al siguiente permiso, todo marchó bien entre nosotros, no así mis relaciones con su familia, concretamente con su madre, a la que no gusté por extranjera y con la que no podía comunicarme si no era en árabe. Eso no me preocupaba, sólo vivía pendiente de las noticias del frente, de los gemelos que esperaba, de las esporádicas llamadas que Samir hacía y de la siguiente visita, aunque cada vez las temía más. El carácter de mi marido se había transformado completamente, estaba ausente, violento y sólo salía de su mutismo para hablar con su madre, el miembro de su familia que más me odiaba.

Un día me desperté con los gritos y llantos que subían desde el salón de la planta baja. Aunque no podía entender qué decían, me di cuenta de que algo grave estaba sucediendo. Bajé corriendo torpemente, arrastrando mi embarazo, y encontré a mi suegra llorando, tirándose del pelo, alzando los brazos al aire y cayendo al suelo como poseída. Intuí de inmediato que se trataba de Samir. Estaba herido muy grave en un hospital de Basora y sólo sus padres podían verlo. Yo pensé que era una maniobra más de mi suegra para alejarme de su hijo. Pero no, era extranjera y no podía acceder a zonas sensibles. Hasan y Husein llegaron providencialmente para mitigar mi pena el mismo día que sus abuelos salieron a recuperar a su padre.

Me angustiaba el regreso de Samir. Un sexto sentido me advirtió que todo cambiaría, pero nunca llegué a imaginar que quien volvió fuera el sensible, cariñoso y educado hombre con el que me casé. Todavía no sé si me reconoció al verme, pero tardó dos días en situarse y en dirigirse a mí con familiaridad. A los niños ni los miraba y sólo acusaba su existencia cuando lloraban por las noches. Le encolerizaban.

Su restablecimiento fue muy rápido, aunque padeció hasta su muerte una sordera aguda producida por el impacto de un proyectil. Sufrió también periodos de angustia que se reflejaban en las llamaradas que despedían sus ojos y que indefectiblemente terminaban en una borrachera violenta. Sospecho que inducido por su madre, me convertí en el centro de su ira, lo que me llevó varias veces al hospital con el cuerpo cubierto de hematomas y la cara llena de verdugones de los correazos.

Sus abscesos de locura eran lo que más preocupaba a su familia. Los insultos contra el presidente del país, el régimen y la guerra atemorizaban a sus padres. El miedo de que le oyera alguien no los dejaba vivir y, efectivamente, esa fue la razón de que en el último reconocimiento médico se decretara su cura definitiva y su incorporación inmediata al frente.

Tardé un mes en tener noticias suyas. Cuando llamó eran las dos de la madrugada. Estaba llorando, me decía cosas inconexas, lo único que logré entender antes de que se cortara la comunicación fue que no llamaría más. La lucidez con que dijo esto último me atormentó, por lo que intuía. Hasta que llegó un telegrama del ejército comunicando a la familia la muerte de Samir. La casa se sumió en un profundo silencio, apenas roto por inaudibles susurros entre los padres y los hermanos. Esta vez no me mantuvieron alejada de la desgracia que había caído sobre la familia. Su silencio sólo era pánico a lo que podía sobrevenir.

Samir murió en la cárcel como un traidor a la patria, dijo la prensa del régimen. Después de muchos y dolorosos esfuerzos, los padres pudieron recuperar su cadáver. A mí no se me permitió participar, yo era extranjera y se me expulsó del país como responsable la traición de Samir. Sin mis hijos, ellos eran iraquíes. No tuve otra opción, salvo la de morir asesinada también. Nadie me pudo ayudar. No tuve tiempo más que para poner una sola prenda en el equipaje, la obsesión por recuperar a los gemelos.

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